Por Mario Šilar
Para Instituto Acton Argentina / Acton Institute
Junio 2013

La tendencia humana a asumir las distinciones binarias de un modo maniqueo está muy presente en el ámbito de la interpretación de nuestras acciones libres –es decir, en el ámbito de la moralidad–. Hay algo de razonable en esto. En efecto, el hombre necesita saber que existen  acciones que están bien y acciones que están mal para, de este modo, orientar su acción con claridad. Además, como acertadamente han destacado investigaciones recientes (Véase J. L. Austin, How to do Things with Words (William James Lectures), 2a ed., Cambridge – Mass.,Harvard University Press, 1975) –en sintonía con intuiciones ya presentes en el pensamiento griego antiguo– el lenguaje es un modo de acción, por lo que es importante, para poder actuar bien, tener un marco conceptual que permita distinguir con nitidez entre la buena y la mala acción. De allí, por ejemplo, lo sugerente que resultan los análisis sobre el lenguaje de nuestras acciones, la gramática moral (Un estudio desde la perspectiva tomista en Steven V. Long, The Teleological Grammar of the Moral Act, Naples – Fl. Sapientia Press of Ave Maria University, 2007) o la narratividad de la acción (Walter R. Fisher, Human Communication as Narration: Toward a Philosophy of Reason, Value and Action,Columbia, University of South Carolina Press, 1989).

Pero así como es importante ser capaces de formar un criterio claro para orientar nuestras acciones –distinguiendo el bien del mal–, no es menos fundamental ser capaces de madurar en esta comprensión, al hilo de un mejor autoconocimiento a lo largo de la vida para evitar caer en distinciones falaces a la hora de interpretar las acciones. Donde más han contribuido a generar confusión, paradójicamente, las distinciones binarias simplistas es en el terreno de la moral, donde muchos de los términos que se utilizan para describir las acciones morales terminan siendo armas de doble filo. Por ejemplo, la distinción entre altruismo y egoísmo, dada la carga valorativa de estos términos, suele obstaculizar la comprensión adecuada de la moralidad de algunas acciones. A primera vista, y asumiendo la carga valorativa de los términos utilizados, las acciones egoístas son malas y las acciones altruistas son buenas. Hasta aquí lo evidente. Sin embargo, existen fundadas razones para señalar, en primer lugar, el carácter incompleto que tiene la distinción altruismo-egoísmo. ¿Dónde se ubicarían, por mencionar un caso, las acciones que suponen un “legítimo autointerés”? Me refiero a ese amplio abanico de acciones que sin poseer los niveles de desinterés propio de las acciones heroicas no son, sin embargo, susceptibles de ser consideradas como acciones egoístas sin más?

Pero –en segundo lugar– existe un problema más grave en la interpretación simplista de la distinción altruismo-egoísmo:¿acaso todas las acciones pretendidamente altruistas son susceptibles de ser juzgadas como buenas acciones? Un reciente estudio de Barbara A. Oakley (Oakland University) publicado en el Proceedings of the National Academy of Sciences pone el dedo en la llaga sobre esta inquietante pregunta. El trabajo titulado «Concepts and implications of altruism bias and pathological altruism» es una densa síntesis de un libro editado por la autora en 2011, con el título Pathological altruism. Abordar los problemas vinculados al altruismo patológico es de extrema importancia ya que permite tomar una mejor conciencia de los problemas que subyacen en la dicotomía simplista altruismo-egoísmo. Esta dicotomía asume la legitimidad inherente a la conducta altruista, cosa que es bastante cuestionable.

Con los debidos matices, la perspectiva que expone Oakley merece ser estudiada por los moralistas cristianos. En efecto, su tesis sirve para abordar muchos de los problemas vinculados al análisis e interpretación de las acciones humanas en el seno de la ética cristiana, con el objeto de no caer en análisis simplistas del tipo “el egoísta es malo” y “el altruista es bueno”.

Lamentablemente, las cosas son más complejas: así como una persona puede ejercer un especial tipo de control sobre otra mediante el ejercicio de acciones aparentemente generosas, el altruista patológico puede hacer daño aún cuando diga o crea sinceramente que está ayudando a otra persona.

En cierta medida las investigaciones vinculadas al altruismo patológico vienen a revestir de un marco epistemológico contemporáneo un principio básico muy presente en el pensamiento moral clásico. Me refiero al principio de que las intenciones del agente al actuar no son el criterio único y suficiente para determinar la moralidad de la acción. Como ya se sabe: “el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”. Por eso, la moral cristiana ha tenido especial cuidado en distinguir el ámbito intencional del agente que actúa del ámbito consecuencial, es decir, de las consecuencias generadas por la acción del agente. El buen resultado final alcanzado no justifica ni convierte en buena la intención, si esta es mala. Paralelamente, la buena intención no excusa de la responsabilidad por el daño causado como consecuencia de una acción realizada. De aquí surge, en buena medida, el análisis moral de los problemas vinculados a la imprevisión, la negligencia, la ignorancia vencible o culpable, y demás. Es esta bivalencia sutil y compleja, muy presente en el análisis de la acción moral en perspectiva clásica (Uno de los locus classicus es el “Tratado de los actos humanos” de Tomás de Aquino en Suma Teológica, I-II, qq. 6-21. En concreto, las cuestiones 18, 19 y 20 abordan la bondad y malicia de los actos humanos en general, del acto interior de la voluntad y de los actos humanos exteriores, respectivamente), la que queda opacada cuando se aborda la acción humana desde la dicotomía altruismo-egoísmo. La noción de altruismo patológico viene a poner de manifiesto algo bastante obvio, a saber, que no toda acción altruista está de por sí moralmente justificada.

En este punto, se puede plantear la siguiente pregunta: ¿acaso el altruismo patológico significa que podrían existir, por contrapartida, acciones egoístas moralmente justificadas? Aquí, la referencia obligada es a Ayn Rand y su provocativa tesis sobre la virtud del egoísmo. No se trata ahora de hacer una crítica a la propuesta, errónea en mi opinión, que ofrece Rand. En breves términos, creo que en este punto Rand no logra escapar de las aporías que se generan al aproximarse desde una lógica dicotómica a este problema. Así, Rand se ata de pies y manos y se le hace imposible ofrecer una solución que sea realmente superadora. Ella también cae víctima del empobrecimiento lingüístico-conceptual característico del emotivismo moral que pretende combatir. A pesar de todo esto, a la luz del altruismo patológico las críticas que hace Rand contra el altruismo “buenista” adquieren mejor significado. Es mérito de Rand el haber sabido identificar el desorden que genera la reducción de la moralidad a la mera bondad intencionalista y desprendida de cualquier interés por analizar el impacto real negativo que, muchas veces, los buenas intenciones puedan generar. Pero lamentablemente Rand se limita, simplemente, a cambiar el eje de la balanza: si se puede demostrar que las acciones altruistas son malas, ello significa que entonces las acciones egoístas deben ser buenas. Se trata de un non sequitor, de una conclusión errónea (Es cierto que muchas veces Rand habla de “rational self-interest”, aclarando que no toda forma de acción egoísta está legitimada (ver el capítulo “Isn’t Everyone Selfish?”, en Rand, Ayn, The Virtue of Selfishness. A New Concept of Egoism, Penguin, New York, 1964). Por ello, un análisis crítico exhaustivo de la obra de Rand excede los límites de este trabajo).

¿Cómo se define el altruismo patológico? Oakley ofrece tres definiciones, una genérica, una más específica y una definición operativa. El altruismo patológico es una acción en la que la motivación subjetiva, implícita o explícita, pretende hacer el bien a otra persona. Sin embargo, la acción intentada genera consecuencias negativas, sea a la persona que se ha querido ayudar o a uno mismo. El carácter “patológico” de esta conducta no implica una diagnosis clínica sino la simple descripción de una conducta desordenada o abusiva. Como se puede observar, el enfoque que ofrece Oakley supone una aproximación a mitad de camino entre la ciencia moral y la psicología. Un punto interesante del trabajo de Oakley es que su análisis aborda tanto los problemas que el altruismo patológico genera a nivel individual como a nivel colectivo. En este segundo nivel es donde el estudio exhibe sus puntos más sugerentes, donde se analiza el impacto que el altruismo patológico genera sobre las políticas públicas. La actitud refractaria y evasiva que la comunidad científica pone de manifiesto a la hora de abordar los problemas vinculados al altruismo es otro punto de especial interés en el trabajo. Pero conviene no distraerse del punto central del trabajo: el modo como el altruismo patológico puede causar daño en las relaciones intersubjetivas y las implicancias que esto tiene para ser más cuidadosos en la formación moral.

Muchas veces existe cierta tendencia en el seno de comunidades creyentes (sean estas religiosas o laicales) por promover una actitud altruista, considerada esta como sinónimo de ideal de vida cristiana. Con agudeza Oakley subraya que los intentos por promover el altruismo de modo ciego terminan generando escenarios de altruismo patológico. Este altruismo patológico no sólo daña al receptor de la pretendida ayuda sino también, en muchos casos, al mismo agente que se pretende ayudar. Entre las personas que orientan su vida bajo el ideal de la ayuda al prójimo –entre los laicos existen determinadas profesiones particularmente afines para esto, como las vinculadas a la educación y la salud–, suelen aparecer en el mediano y largo plazo diversos tipos de trastornos, tales como complejos de culpa, angustias, estrés (‘burnout’), cuadros depresivos, además de otros trastornos de personalidad, que constituyen la exteriorización de una tensión de calado más profundo. Aquí, Oakley aborda la relación que esto tiene con los distintos perfiles psicológicos y la formación de la personalidad en la niñez y la adolescencia. Existe, por ejemplo, un perfil psicológico de niños que suelen tener una clara predisposición altruista pero que está unida a bajos niveles de autoestima, escasos niveles de gratificación ante la tarea realizada y un limitado espíritu de autonomía. Las personas con este perfil psicológico suelen ser proclives a padecer las consecuencias del altruismo patológico. En efecto, dada la impronta altruista de su carácter suelen integrarse en grupos y comunidades que promueven la ayuda al prójimo. Sin embargo, dado el escaso nivel de autonomía y capacidad de realización en la tarea que exhiben, estas personas quedan inermes a la acción perniciosa que el altruista patológico ejerce sobre ellos. Así, a menudo, el agotamiento, el stress y demás síntomas de malestar que sufren son señalados por el altruista patológico como signos de falta de compromiso y de generosidad en la entrega. De este modo, la carga de culpa y malestar que estas personas sufren termina siendo mayor. Se trata del fenómeno de “codependencia” psicológica muy frecuente en los casos de altruismo patológico.

Por ello, una educación religiosa y ética uniformizante (“one size fits all”), que simplemente se limite a afirmar acríticamente la importancia de la consecución del altruismo y sin atender a los distintos perfiles psicológicos, puede causar mucho daño en algunas personas (“in other words, social attemps to blindly encourage altruism become themselves a perfect example of pathological altruism”, p. 3).

Pero es tal vez en las “implicaciones extendidas”, en concreto, en las implicancias vinculadas al análisis de las políticas públicas donde la consideración del altruismo patológico ofrezca más virtualidades. De algún modo Oakley viene a ofrecer un marco de comprensión psicológico-social para la distinción, que hiciera célebre Bastiat aplicándola al análisis económico, entre “lo que se ve” y “lo que no se ve” (falacia de la ventana rota). No obstante, en el análisis moral me parece que esta tensión es mucho más compleja y sutil. En efecto, según dónde se ubique la perspectiva del agente que actúa, lo que se ve y lo que no se ve puede diferir. A primera vista, para el observador exterior lo que se ve es la consecuencia exterior de la acción y lo que no se ve es el plano intencional. De igual modo, para el agente que actúa lo que se ve designaría, en primer lugar, el plano de su propia intención, y lo que no se ve designaría el plano de las consecuencias, todavía no existentes, pero que se prevén surgirán como consecuencia de su acción. Sin embargo, muchas veces las verdaderas intenciones por las que el agente actúa son refractarias incluso para el mismo agente que actúa. Con mucha frecuencia, la capacidad de autoengaño del agente suele ser más potente de lo que se suele pensar. Muchas veces, detrás de un presunto “buenismo” intencional se ocultan verdaderas intenciones que son incluso difíciles de ver por parte del agente que las intenta. En estos casos, desde la perspectiva del agente que actúa, lo que no se ve son estas verdaderas intenciones ocultas y, lo que se ve, es el resultado plasmado de la acción. En este sentido también, el observador exterior algunas veces puede llegar a inferir o intuir cierto desorden en el plano intencional del agente que actúa como consecuencia del daño causado, que se hace presente en la acción exterior, y aunque no fuera lo que estaba en la intención del agente que actuó.

Aunque todo esto parezca bastante complicado viene a iluminar un problema acuciante en la actualidad: los escasos niveles de racionalidad presentes en el debate de las políticas públicas en donde a menudo el plano intencional-emotivo ocupa un papel protagónico, tanto entre quienes propugnan como entre quienes pretenden impugnar determinadas políticas públicas. De este modo, el sesgo cognitivo causado por el altruismo patológico permitiría comprender la confusión presente a nivel psicoafectivo en multitud de actores sociales, que tienden a inferir los resultados de las políticas públicas a partir de la supuesta bondad presente en las intenciones que orientaron esas políticas. Así, la presunta buena intención que guiaría algunas de las medidas que suelen gozar de amplio consenso entre la opinión pública –como por ejemplo las medidas de progresividad impositiva, las leyes de salario mínimo, la ampliación universal de determinados beneficios sociales, etc.–, suele oscurecer las consecuencias generalmente negativas, y contrarias a lo que se quería lograr, que esas medidas terminan causando. Aquí Oakley hace una advertencia que no se debe perder de vista, que muchas de las medidas más perniciosas para las sociedades durante el último siglo han sido causadas en el contexto o como consecuencia de haber querido ayudar a otras personas.

En todo caso, una cosa positiva que el altruismo patológico permite poner de manifiesto es el rol crucial que juega la libertad para alentar escenarios en los que se produzcan buenas acciones genuinas. En efecto, hay muchas buenas personas en quienes su bondad no termina de estar enamorada o convencida del gran bien que supone la libertad. Como consecuencia de esto, tienden a minusvalorar la legítima esfera de autonomía e intimidad de la persona a la que quieren ayudar, por lo que se introducen en una pendiente resbaladiza donde terminan imponiendo su propio criterio de bien sobre la persona que dicen querer ayudar. Esto es un gran drama. Y un gran daño. Es el drama de los buenos, que en su intento por hacer el bien, terminan erradicando de sus vidas la humildad –que es ‘andar en verdad’–, un requisito imprescindible poder actuar bien, respetando a la otra persona y sin invadir ni cooptar su voluntad. En el largo plazo, las mejores acciones para ayudar a otros, tanto a nivel individual como colectivo no son inmediata o intuitivamente claras, no son tampoco del tipo de cosas que nos hagan sentir bien, finalmente, tampoco suelen ser el tipo de actitudes que promuevan otros individuos –estos también sesgados
por sus propios intereses–. Tener esto presente es indicio de una personalidad atenta a no querer dejarse arrastrar por deseos y planes propios para ayudar a los demás. Un indicio de esta actitud se manifiesta en la tendencia a seguir cursos de acción en donde la ayuda intentada tiene consecuencias en el corto o mediano plazo.
En síntesis, el trabajo de Oakley ofrece una lección muy concreta: las personas que quieran orientar su vida bajo la vocación de ayudar al prójimo, lo primero que deberían hacer, por el bien de esas otras personas y de ellos mismos, es reconocer que el altruismo en algunos casos puede hacer mucho daño.