Por Roberto Bosca para la Revista Criterio (enlace original).
Publicado en Junio 2011.

El odio a lo religioso, bajo las denominaciones de islamofobia, judeofobia y cristianofobia, fue la ponencia del autor en el Coloquio Internacional “Dos siglos argentinos de interculturalidad cristiano-judeo-islámica”, que se realizó en Buenos Aires en octubre. Aquí la reproducimos parcialmente.Con el título de esta reflexión se editó en castellano el ensayo Der Gottersmond, que reúne artículos de Eric Voegelin, donde el filósofo alemán denuncia el desencantamiento de la modernidad, con la desaparición de las tradiciones religiosas, exigiendo la restitución de su papel para la construcción social de la comunidad. El sustantivo “asesinato”, que recuerda la noción nietzscheana de “La muerte de Dios”, puede parecer efectista pero resulta suficientemente gráfico para sintetizar un odio que también se ha traducido en la supresión física y material de los creyentes.

Paralelo a este proceso de secularización se despliega el mundo de las ideologías, que asumen un papel sustitutivo de lo sagrado, configurándose como verdaderas religiones seculares. Se produce así una ruptura y una actitud hostil hacia la sacralidad tradicional, sin perjuicio de otros rechazos radicados en fuentes religiosas propiamente dichas.


El odium religionis

El historiador Javier Tusell remite a dos asesinatos paradigmáticos de la guerra civil española: las ejecuciones de Paracuellos del Jarama por parte de los republicanos y la de Federico García Lorca por los franquistas, como un signo del odio entre hermanos de una misma tierra. En esa guerra existió una especial inquina o persecución contra la Iglesia católica, que junto a la comunista soviética constituye una de las más vivas expresiones del odium religionis en la historia contemporánea. Sin embargo, no es algo exclusivamente dirigido al catolicismo o incluso al cristianismo; los nazis persiguieron a los judíos en primer lugar, pero también a los católicos y a otras minorías como los Testigos de Jehová. Hay que decir también que el odio a lo religioso ha estado muchas veces imbricado en un odio al clericalismo o, para decirlo con una de sus expresiones más resonantes, al  fundamentalismo.

La guerra civil española no ha sido una excepción, como lo muestra el hecho de republicanos que eran fieles cristianos. Actitudes abstencionistas ante el alineamiento político y religioso como la de Jacques Maritain dejan al descubierto también esa realidad.

El clericalismo es una sobreactuación o una exorbitancia de lo religioso por la cual éste invade el ámbito de lo temporal, restringiendo su legítima autonomía. La distinción es importante, porque la actitud anticlerical ha aparecido muchas veces articulada, subsumida o presentada como una cuestión antirreligiosa, incurriéndose así en una clara inexactitud e injusticia a la naturaleza de la cuestión.

El odio a la religión, odium religionis, debe distinguirse también del odium theologicum, que es el dirigido a quienes sostienen opiniones distintas en materia teológica, que cuando rompen con la regla definida por la autoridad eclesiástica recibe el nombre de herejía, es decir, que el odio teológico se refiere a las disputas teológicas, aunque sin que éstas necesariamente ingresen en el terreno de la heterodoxia. Por eso remite también a las rivalidades entre órdenes religiosas, por lo cual en el odio teológico hay un cuestionamiento que no está dirigido a personas de otras religiones, sino a los hermanos en la fe.

El odio a lo religioso es un fenómeno de la modernidad ya que no se encuentra en el mundo antiguo o en los siglos medios. Desde luego existían las llamadas guerras de religión, pero no el odio a lo religioso en sí mismo. En cuanto tal, se suscita recién en el siglo XVIII, de la mano de la Ilustración. El nombre emblemático de esta actitud es Voltaire, quien veía en la religión un dogmatismo contrario a la razón y a la libertad.

En nuestros días, el odium religionis se continuó en los movimientos totalitarios que se configuraron como religiones seculares, principalmente el marxismo en sus diversas expresiones, y hoy reconoce uno de sus anclajes más duros en el humanismo secular (secular humanism). El odio a lo religioso, imbricado en un cuadro más complejo, ha sido caracterizado bajo las nuevas denominaciones de islamofobia, judeofobia y cristianofobia.

La utilización del miedo en la política y en la religión ha sido un antiguo recurso que aparece aquí al trasluz de acusaciones de recíprocas pretensiones de poder. Paul Virilio ha sabido describir en su último libro, La administración del miedo, los miedos contemporáneos, por ejemplo, el miedo ecológico; y no es menor, a partir del 11 de septiembre, el miedo religioso, una suerte de vago y oscuro temor a que la manipulación de lo religioso por parte de grupos de poder pueda llevar a nuevas formas de totalitarismo. Como resultado de esta estrategia social, las religiones pueden empezar a ser injustamente consideradas como fábricas de indignidad.

Islamofobia

La islamofobia se ha desplegado como una ola en la última década, llegando a configurar una verdadera psicosis, sobre todo a partir del crecimiento del fundamentalismo islámico y en particular con motivo de los atentados a las Torres Gemelas y otros, incluyendo el de la AMIA y el de la embajada israelí en Buenos Aires.

Un factor importante ha sido el fuerte movimiento migratorio por varios países europeos como Italia, España, Francia y Alemania. Proyecciones demográficas sostienen que ciudades importantes como Rotterdam llegarían a contar en un futuro próximo con mayorías musulmanas. En el imaginario colectivo europeo ha comenzado a asomar el fantasma de una reedición de la invasión islámica del siglo VII, en forma correlativa a cómo la decadencia occidental se les presenta como una edición actualizada de la declinación romana. Consecuentemente, los actuales neonacionalismos sostienen que podríamos estar asistiendo a las primicias de una nueva invasión musulmana, esta vez incruenta y demográfica. El hedonismo posmoderno ha definido un odio a los hijos, mientras los musulmanes se multiplican sin complejos consumistas. La escritora judía Giselle Littman, bajo el seudónimo de Bat Ye’or, acuñó el neologismo “Eurabia” para designar el proceso de islamización de Europa, cuyo primer paso consistiría en la configuración de un frente árabe-europeo enfrentado al norteamericano-israelí.

Lo cierto es que la actual corriente de fobia antiislámica (junto a legítimos sentimientos depreservación de la identidad) parece adecuarse en cierto modo a las discutidas tesis de Samuel Huntington en Clash of Civilizations, cuando proclamó en los noventa que el choque de civilizaciones dominaría la política global.

Judeofobia

En los últimos años ha surgido la expresión “judeofobia” en reemplazo de “antisemitismo”, que asigna un papel más visible a la dimensión religiosa, desdibujada antes por elementos de orden más ideológico y político. También ha comenzado a hablarse de un neoantisemitismo, una nueva formulación que deja de lado el factor étnico y religioso para centrarse en una oposición más estricta al sionismo (contra el cual dirige la acusación de racismo) y al Estado de Israel, negando el derecho del pueblo judío a su conformación política como una nación en litigio con el pueblo palestino.

En cuanto a sus sujetos, la nueva edición de antisemitismo se diferencia en que no solamente es sostenido por las corrientes ultraderechistas sino que también reconoce fuentes progresistas y encuentra además un impulso en el islamismo radical.

De este modo, el neoantisemitismo o el antijudaísmo se ha trasladado de las fuentes integristas al progresismo, sin haber dejado las primeras. Como ocurre con la islamofobia, se ha adjudicado a la acusación de judeofobia constituir una manera de desarticular cualquier actitud crítica hacia el sionismo y hacia el Estado de Israel, e incluso hacia la política gubernamental israelí.

Cristianofobia

El término “cristianofobia” denuncia una realidad de sorda y en ocasiones desembozada persecución, de la cual son víctimas aun hoy los fieles de diversas confesiones evangélicas (en el sentido de tener su fundamento y raíz en la revelación neotestamentaria), en primer lugar de la Iglesia católica.

Obviamente ha de distinguirse la respetuosa crítica a las enseñanzas propias del mensaje evangélico, así como a las declaraciones magisteriales que involucran la dimensión moral de la existencia humana, que son perfectamente legítimas y aun propias de una sociedad democrática, de la hostilidad destructiva que es producto de un fanatismo contrario a los principios religiosos y específicamente cristianos.

Esta agresividad se puede percibir con nitidez no solamente en territorios extraños a la fe sino incluso en países de antigua tradición cristiana, en los que sufren una situación de menosprecio y hostilidad que da lugar a discriminaciones en el orden privado como en el administrativo y estatal.

No deja de ser paradojal que los cristianos sigan sufriendo esta cultura del menosprecio –que ellos habían practicado largamente con los judíos– y que se traduce en restricciones y aun discriminaciones en los santos lugares, núcleo fundacional de su fe.

Este cuadro constituye una grave lesión a sus derechos fundamentales e involucra atentados a su integridad personal como consecuencia de miedos e ignorancias y también del propio odio religioso, traducidos en prejuicios, estereotipos e intolerancias, a las que no son ajenas las motivaciones de carácter cultural.

Algunos gobiernos occidentales que han mantenido en el pasado regímenes coloniales, ahora influidos por el secularismo, adoptan actitudes prescindentes ante la persecución de los cristianos en medio oriente como resultado de un sentimiento de culpa que constituye una suerte de complicidad por omisión. En estos países, la cristianofobia adquiere formas más sutiles y jurídicas por las que se procura suprimir cualquier huella visible en el escenario social y público que represente un signo de fe.

La irrupción de la cristianofobia reconoce formas similares de falta de respeto y de injuria a los sentimientos y prácticas religiosas que encuentra sustento en invocaciones a la libertad de expresión y al neutralismo estatal. Esta sensibilidad, aun rectamente inspirada en un sentimiento de libertad e igualdad, no suele detenerse en su afán igualitario ante las legítimas expresiones de la subjetividad social.

Como resultado, se impone una exclusión de la dimensión religiosa de la vida social, reduciéndola a un puro sentimiento individual en el aislado ghetto de la conciencia, pero mutilada en sus expresiones societarias. Esta actitud laicista se hermana en su cristianofobia a otra de matriz religiosa y cultural que en ciertos países orientales sumerge a la Iglesia católica en situaciones de nueva clandestinidad. En ocasiones, no se dirige así directamente a la fe religiosa sino a las consecuencias sociales de esa fe. Por ejemplo, cualquier apelación contraria al uso de los preservativos es señalada como directamente antisocial, y aunque los cristianos conservadores norteamericanos han evidenciado algunos arrestos fundamentalistas, a menudo se confunde cualquier actitud conservadora en materia moral como un inaceptable fundamentalismo. La furia iconoclasta propia de la actitud reductivista de este nuevo laicismo se parece a la de los antiguos frailes que pretendieron arrasar con todas las expresiones arquitectónicas y culturales de las antiguas religiones étnicas latinoamericanas.

Por alguna razón que intuyo, hoy se puede hablar en muchos ambientes de judeofobia, incluso de islamofobia, pero no de cristianofobia. Uno de los íconos de la cristianofobia contemporánea es la figura de Benedicto XVI, quien ha despertado una extraña conjunción de acusaciones cruzadas, incluyendo la de filonazismo, también insinuada en cabeza de su antecesor Pío XII. A tal punto que han llegado a circular fotos en internet donde aparece el jovencito Ratzinger levantando la mano al estilo del saludo nazi, en una grosera manipulación.

En los países de tradición católica, las expresiones de cristianofobia se han multiplicado al calor del proceso de secularización y no sin una cierta impunidad. En tal sentido, puede advertirse una sorda pasividad en los fieles cristianos en la defensa de sus propios derechos, en contraste con la sensibilidad que muestra la colectividad judía.

Esta baja sensibilidad católica posiblemente se vea suscitada por un cierto complejo bastante difundido hoy en el ambiente permisivo que da el tono a la sociedad posmoderna y que inhibe de hablar y de actuar debido a una suerte de temor a ser condenados con el anatema de cerrazón mental o ser considerados poco sensibles al canon relativista dominante, o quizás acusados de autoritarios o arcaicos en su propias concepciones sobre la vida social.

El texto completo fue publicado en Civilitas Europa.