Por Jorge Eduardo Velarde Rosso
Para Instituto Acton Argentina

El 11 de febrero de 2013 quedará como un día histórico en la vida de la Iglesia al anunciar Benedicto XVI –en latín– su decisión de renunciar al cargo de obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro. Un hombre como Joseph Ratzinger no tomaría tal medida de manera precipitada y solo por razones personales. El objetivo de estas líneas es reflexionar sobre las posibles enseñanzas que encierra la renuncia de Benedicto XVI y no tanto sobre las causas. Y es que tal vez, influenciados inevitablemente por los medios de comunicación, pensamos que es más importante entender el porqué de la renuncia, cuando tal vez sea más importante pensar para qué. En otras palabras, ¿qué podemos aprender todos, pero principalmente los cristianos, de esta renuncia?

Para responder me gustaría partir del propio texto, pues éste comunica más de lo que a primera vista podría parecer. Al ser breve, parece mejor copiarlo integro. Para el análisis, centraremos la atención en las dos expresiones destacadas en cursiva. Para terminar luego con una reflexión final.

Queridísimos hermanos, Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.

Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria.[1]

Ante Dios… con plena libertad

Para empezar parece adecuado recordar las palabras del propio Papa sobre una posible renuncia en el libro-entrevista Luz del mundo. Allí el periodista alemán –hablando sobre los escándalos de abusos sexual– le preguntó: “La mayoría de estos incidentes sucedió hace décadas. No obstante, representan una carga especialmente para su pontificado. ¿Ha pensado en renunciar?”[2] A lo que respondió el Papa: «Si el peligro es grande no se debe huir de él. Por eso, ciertamente no es el momento de renunciar. Justamente en un momento como éste hay que permanecer firme y arrostrar la situación difícil. Ésa es mi concepción. Se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no se puede más. Pero no se debe huir en el peligro y decir: que lo haga otro».[3] En 1997, también ante las preguntas del mismo periodista alemán, Peter Seewald, había dicho algo similar: “la imagen de un obispo pendiente sólo de ahorrarse disgustos y de disimular lo mejor posible todas las situaciones conflictivas, me aterra”.[4] A partir de estas declaraciones es posible concluir que más allá de todas las conjeturas de muchos medios de comunicación, las causas de la renuncia no pueden ser principalmente los problemas, que nunca faltarán en una institución humana.[5] Un dato que refuerza esta idea proviene de la misma entrevista hecha en 1997. Refiriéndose a su salud, Ratzinger dijo lo siguiente: “Concretamente en mi actual trabajo, [Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe] mis fuerzas suelen estar muy por debajo de mis necesidades. A medida que nos vamos haciendo mayores nos damos más cuenta de que flaquean nuestras fuerzas, que ya no son suficientes para todo lo que quisiéramos hacer”.[6] La fragilidad física, o la sensación subjetiva de la misma, parece ser una característica de su personalidad, algo que nunca ocultó. Como tampoco nunca disimuló su deseo de retirarse a una vida más tranquila, dedicada a la lectura, la reflexión y la oración.

Todos estos datos, descuidados por la vorágine mediática, permiten desechar las más aventuradas hipótesis, que en algunos casos llegan a ser ofensivas tanto para su persona como para cualquier buen católico. Quien conoce el pensamiento y la vida de Joseph Ratzinger debe admitir que, si bien es una persona tranquila nunca ha huido de los retos y de sus responsabilidades. Lo cortés no quita lo valiente, reza un dicho popular castellano. Por eso resulta poco plausible que Benedicto XVI haya querido renunciar únicamente porque estaba cansado. Que lo está es evidente desde hace meses, pero esa no es más que una razón material. ¿No afirmaba él mismo que ya en 1997 se sentía con las fuerzas disminuidas? ¿No presentó varias veces su renuncia a Juan Pablo II y sin embargo, continuó en el cargo?[7] Si Joseph Ratzinger viera una situación grave en la Iglesia –como quieren presentar varios medios de comunicación– no renunciaría a pesar de estar cansado. Parece más verosímil pensar que en febrero de 2013 al inicio de la cuaresma, Benedicto XVI vio que un momento sereno había llegado. ¡Sí, en contra de lo que dicen los medios!

Ahora bien, ¿se trata simplemente de un momento oportuno que conviene aprovechar? Ni bien empezado su discurso, Benedicto dijo que quería comunicar una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. El texto latino dice: “bene conscius ponderis huius actus”, que parecería tener una mejor traducción en: “consciente de la importancia de este acto”, en vez del “consciente de la seriedad de este acto…” que brinda la traducción de la página web vaticana.

No es necesario ser un especialista para darse cuenta de que la convocatoria al conclave y la elección de un nuevo papa no son ‘ese acto importante’, sino el hecho mismo de la renuncia. Si bien cada elección pontificia es importante en su momento, esta sucesión tiene ya varios siglos y tiene por lo tanto una importancia relativa. Desde el primer momento el carácter histórico de la renuncia ha sido evidente para todos y mucho más para el propio Benedicto, quién, consciente de que estaba escribiendo un capítulo importante en la historia de la Iglesia y del mundo, con plena libertad decidió renunciar. ¿Es verosímil que una persona tan responsable y consciente –en el doble sentido castellano de la palabra– como Joseph Ratzinger quiera escribir semejante capítulo de historia eclesiástica solo porque está cansado o quiere escaparse de los problemas? Todo parece indicar que no. Y aquí es donde debería resaltar la expresión del Papa de haber tomado la decisión tras examinar su conciencia ante Dios y hacerlo con plena libertad.

 

El sagrario del hombre

El Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes dice lo siguiente: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo”. (§ 16) Es bajo esta luz que debe ser entendida la frase y en definitiva la renuncia de Benedicto XVI. La decisión no fue tomada precipitadamente por razones personales ni huyendo de problemas, como ya se afirmó. Lejos quedan todas las especulaciones que, de modo ostensible hacen muchos periodistas que tienen un conocimiento superficial de la Iglesia –con cierta irresponsabilidad y falta de respeto algunos–. Las razones profundas se encuentran en el diálogo personal de Joseph Ratzinger con Dios y de Dios con Su vicario.

El mismo texto conciliar sigue diciendo: “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa”. (§ 17) ¿Cabría pensar otro modo de actuar para la renuncia de Benedicto?

Y aquí se encuentra el motivo por el cual en estas líneas no se quieren hacer reflexiones sobre las causas de la renuncia, pues en definitiva éstas las saben con certeza solo Joseph Ratzinger y Dios. Por eso resulta más útil pensar qué se puede aprender de ella y quizá qué quiere enseñar el Papa profesor en esta última lección.

“Conciencia significa, dicho muy simplemente, reconocer al hombre, a sí mismo y a los demás, como creación, y respetar en este hombre a su Creador”.[8] En esta definición de conciencia ofrecida por Ratzinger son observables un par de elementos capitales de su pensamiento, que trataré de describir brevemente:

«Reconocer al hombre… como creación»; es una clara afirmación alternativa al nihilismo que desconoce al hombre como un ser dotado de una naturaleza. Basta recordar la frase de M. Foucault “el hombre ha muerto”.

«A sí mismo y a los demás» alusión que busca concretar el término genérico y universal de hombre. Tal concreción del concepto pasa por un autorreconocimiento de la propia valía personal en sentido ontológico y que debe abrir a una valoración equivalente de otros seres humanos, a pesar de todas las diferencias –que serían más bien accidentales–. Pero más importante aún, y en opinión de Ratzinger más necesario, es que el reconocimiento de esa valoración solo puede ser efectivo si tiene como contenido la característica creatural del ser humano. Es decir; redescubrir que el hombre –y que cada hombre concreto– es un ser creado, diseñado por Otro –inteligente, del cual todo procede y en quién todo subsiste– y que lo ha dotado de una naturaleza. Así es posible escapar a los abusos propios y ajenos. El redescubrir esta realidad del hombre, redescubrir la trascendencia del hombre evita además caer en esa concepción de la creación como esencialmente irracional. La existencia de un diseño inteligente, no fortuito y casual, habla de esa racionalidad ontológica de las cosas.

Obrar en conciencia no es pues un acto meramente subjetivo de honestidad, no se reduce a ser coherentes con la propia identidad personal es también en esencia un acto social; al menos en la visión de Ratzinger. Es por eso que en otro texto haya afirmado que “[d]onde la conciencia vive, se le pone una barrera a la dominación del hombre por el hombre y a la arbitrariedad humana, porque algo permanece inatacable, sustrayéndose a cualquier capricho o despotismo propio o ajeno”.[9] De modo que quién obra en conciencia no puede dejarse llevar por el capricho personal o de grupo. Renunciar por puro cansancio sería, al menos en parte, una decisión caprichosa. Mucho más importante aún es que quién obra en conciencia, adecua libremente su voluntad para hacer aquello que entiende como bueno y correcto y que por lo tanto ve que debe hacer. Y esto tiene poco que ver con la moral kantiana, pues el deber que obliga no es un imperativo categórico sino el reconocimiento de ese Dios en el otro y que exige respeto –en definitiva amor– a ese otro y a Dios mismo. ¿Acaso no es esto lo que dice Jesús en Mt 25, 40: “En verdad os digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de mis hermanos, me lo hicieron a mí”?

Conclusión

Para terminar estas líneas escritas para el Instituto Acton Argentina, reconociendo que parto por tanto de un horizonte de comprensión particular, creo que hay un par de lecciones muy importantes que el Papa profesor quiere dar con su renuncia y que se puede resumir en una palabra: racionalización.

La primera racionalización es evidente para casi todos, pues Benedicto XVI renunció de manera lúcida e implica un replanteamiento de una tradición multisecular. Esta decisión servirá –qué duda cabe– de precedente para futuras renuncias papales. Y este elemento resulta ser una prueba más de que Ratzinger no renuncia por huir de problemas, ya que para animarse a romper una tradición multisecular se tiene que tener muchísimo valor. El siguiente papa que decida renunciar, tendrá el camino allanado por esta humilde valentía del papa Ratzinger. Es pues, a partir de ahora, más racional que un papa se anime a renunciar porque estará liberado del miedo de romper una tradición multisecular.

Una segunda racionalización tiene que ver con el cargo mismo. Volvamos al texto de la renuncia: “Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu”. Como creyentes sabemos y confiamos que el cargo de sucesor de Pedro cuenta con una asistencia particular del Espíritu Santo. Pero muy en la línea del Papa profesor está la idea de que la fe no es algo irracional. Confiar en que Dios asiste a su vicario de manera especial, no debería significar una caída en algún tipo de pensamiento mágico. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», esa fue la gran lección de Ratisbona. En otras palabras, la persona concreta que ejerce el cargo de sumo pontífice no es secundaria, un mero títere del Espíritu Santo y en los tiempos que corren se requiere un papa más joven. Hace 600 años –cuando sucedió aproximadamente la última renuncia pontificia– la esperanza de vida era muchísimo menor. Hoy ha dejado de ser racional que el papa tenga que, forzosa y necesariamente, morir en el cargo.

Una tercera racionalización tiene que ver con el detalle no menor que implica la administración humana de la Iglesia. La experiencia de cualquier gran compañía o gobierno muestra que mientras más anticipada es una transición de las autoridades máximas, más capacidad tiene dicha institución de hacerlo eficaz y efectivamente. La muerte intempestiva de la máxima autoridad  deja una serie de pendientes que toma mucho tiempo subsanar. Sin olvidar la posibilidad de que esa muerte pueda implicar una pérdida irreparable de información crucial para determinados asuntos. Es pues sin duda, una racionalización que un Papa todavía lúcido pero mayor pueda dejar al nuevo papa más joven una agenda clara. Las pocas apariciones públicas de Benedicto planificadas para febrero-marzo son un ejemplo externo precisamente de eso, sin contar con todos los asuntos de administración interna que presumimos Benedicto XVI dejará aclarados.

Una última racionalización, y me animo a llamarla así pues parto de la idea ratzingeriana de que la fe cristiana es una fe racional, es a la vez un gran acto de ascética moderna –en el mejor sentido de la palabra–, pues implica un acto de libertad interior y de conciencia de Benedicto XVI.

El Concilio Vaticano II afirma que “La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre”. (Gaudium et Spes §17) Es duro reconocer que muchas veces los católicos actuamos más en consigna que en conciencia. Actuar con libertad interior implica que una vez que se toma la decisión en conciencia, se puede tener la certeza de que se trata de la voluntad de Dios. Pueden llegar incomprensiones, juicios temerarios, maledicencias y hasta mentiras evidentes, calumnias pero quien ha tomado la decisión con esa libertad frente a Dios goza de una paz que ‘el mundo no puede quitar’. Es la misma paz que admiramos en los santos canonizados, es la misma paz con la que Jesús vivía y desde la cual predicó que ‘el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para para el sábado’ (Mc 2,27). Esa libertad de espíritu que sabe y reconoce la validez e importancia de las tradiciones pero no hasta el punto que impliquen un daño para la persona y la sociedad –en este caso para la Iglesia–. ¿No es un signo claro de ese magnífico equilibrio entre tradición y novedad, que caracteriza a Joseph Ratzinger, que el revolucionario acto de renuncia haya sido pronunciado en latín?

Finalmente, su renuncia es también un acto de ascesis moderna –en la mejor línea del Concilio Vaticano II– al mostrarnos que es precisamente en el uso de la libertad personal donde se manifiesta ese signo eminente de la imagen divina en el hombre, como dice la Gaudium et Spes. Dios nos ha regalado un Papa lo suficientemente sabio, valiente y fiel al Evangelio, también para  darnos esta gran lección de libertad. Por eso, creo que como fieles laicos nos deben importar más las enseñanzas que se pueden extraer de este acto magisterial del pontificado de Benedicto XVI. Pues no olvidemos el hecho obvio de que mientras Joseph Ratzinger sea el Papa, es todavía válido para él –para sus enseñanzas y sus acciones– aquellas palabras de Jesús a Pedro: “Apacienta a mis ovejas”.

[1] http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2013/february/documents/hf_ben-xvi_spe_20130211_declaratio_sp.html , las cursivas son mías.

[2] Benedicto XVI, Luz del mundo. El papa la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Madrid. Herder. 2010, p.42.

[3] Ibíd., p.43.

[4] Ratzinger, Joseph, La sal de la tierra. (10ª). Madrid. Palabra. 2010, p.90.

[5] Los católicos creemos que la Iglesia es además una institución divina, pero eso no anula su característica humana.

[6] Ratzinger, op.cit., p.15.

[7] Hoy sabemos que en sus últimos años como prefecto, a pesar de decir que se sentía cansado, pidió expresamente a Juan Pablo II que la Congregación que él dirigía se hiciera cargo de los asuntos de abuso sexual, ante la lentitud de la anterior repartición vaticana encargada de hacerlo. Por eso resulta una tremenda injusticia cuando se dice que J. Ratzinger no hizo lo suficiente al respecto.

[8] Ratzinger, Joseph, Iglesia, ecumenismo y política. (2ª) Madrid. BAC. 2005, p.188.

[9] Ibíd., p.183.