Por Roberto Héctor Bosca Para La Nación (Argentina)

Un rey no renuncia todos los días a su cargo, pero un Papa menos. Cuando se estaba esperando la abdicación de un rey, renunció el Papa. ¿Sorprendente? Creo que quien dijera que lo esperaba, es muy probable que sea sospechoso de infringir el octavo mandamiento del decálogo. Claro que siempre es más fácil hablar después de sucedido el hecho, pero aun así, no es algo tan difícil de comprender, si se examinan las circunstancias, aunque cualquier conclusión será siempre muy limitada en sus alcances.Desde luego, sólo el Papa puede hablar con verdadera propiedad de esto, y todo lo demás no va más allá de meras conjeturas. Cuando en una cuestión se juegan resortes que van más allá de lo meramente humano, como es el caso, es muy difícil abarcar la entera realidad. Me parece que por esto mismo, en tal sentido, seguramente esta renuncia va a dar lugar a las especulaciones más atrabiliarias, pero arriesgo mi propia opinión.

Dos presupuestos son claros: aunque infrecuente, y por lo mismo llamativa, la renuncia no es una «irregularidad» pues está contemplada en el Derecho de la Iglesia católica, y el actual Código de Derecho canónico así lo recoge (canon 332.2). Por otra parte, así lo había expresado el propio Benedicto XVI, referido a sí mismo, cuando se lo preguntó concretamente el periodista Peter Seewald: «Por tanto, ¿se puede imaginar una situación en la cual usted considere oportuno que el Papa dimita?». La respuesta de Benedicto XVI fue: «Sí, cuando un Papa llega a la clara conciencia de no ser más capaz física, mental y espiritualmente de desarrollar el cargo que le ha sido encomendado, entonces tiene el derecho, y en algunas circunstancias también el deber, de dimitir».

Joseph Ratzinger ocupó durante casi todo el pontificado anterior uno de los cargos más importantes de la Curia Romana, convirtiéndose en su mano derecha por expreso pedido de Juan Pablo II, aun en contra de su voluntad y como un puro servicio a la Iglesia y a las almas. No es difícil imaginar que él pudo considerar honradamente su misión por demás cumplida con la muerte de su predecesor.

Sin embargo, su elección como sumo pontífice y su aceptación puso en evidencia que el designio divino y el mandato de la Iglesia le pedía más, y Joseph Ratzinger asumió heroicamente ese compromiso.

Mi presunción es que Ratzinger no tuvo la voluntad de ser Papa. Si se conoce la historia del papado, puede verse que esta actitud se dio también en otros casos. No obstante, mostró su condición de discípulo convirtiéndose, como reza el lema pontifical, en siervo de los siervos de Dios: «El que no lleva su propia cruz no puede ser discípulo mío». Pero además, una vez aceptada la elección -y seguimos en el plano de las conjeturas- el ejercicio del ministerio petrino fue para él una experiencia que le hizo percibir que el bien de la Iglesia y el suyo propio requerían el paso que finalmente dio.

No tengo dudas de que esa decisión debe haberle resultado tanto o más difícil que aceptar su elección. En su respuesta al periodista expresa claramente que esa decisión es no sólo un derecho sino también un deber. No es fácil entender esto, porque aparentemente es más heroico continuar, pero cuando en conciencia la continuidad provoca lo que se percibe como dañoso ante una alternativa mejor, la renuncia es la decisión virtuosa.

La conciencia es el último reducto de la persona. Juan Pablo II nos dio una lección de caridad heroica con un final en el que muchos veían la necesidad de una renuncia y Benedicto XVI, con hondura teológica, nos da la lección de una caridad no menos heroica cuando siguiendo el dictado de su conciencia decide renunciar, también como un mandato del amor supremo, el mismo amor que le llevó durante todos estos años a ser siervo de los siervos de Dios. El autor es ensayista y miembro del Instituto de Derecho Eclesiástico de la Universidad Católica Argentina y de la Sociedad Argentina de Canonistas. También es miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton Argentina.