Septiembre de 2015
Roberto Bosca*
Fuente: Diario La Nación 

Al ver a Francisco en La Habana la memoria remite a las anteriores visitas de Juan Pablo II y Benedicto XVI, pero el viaje más recordado es el del papa polaco que abrió un nuevo camino en las relaciones entre la Iglesia y el régimen, al que casi nadie se atreve a llamar hoy dictadura militar, pero que en realidad lo es. Las dictaduras, ¿sólo pueden estar a la derecha?

Es precisamente la derecha anticastrista quien parece sentirse algo incómoda con esta nueva visita, como sucedió con la reciente distensión con los Estados Unidos, una historia que hizo fruncir el ceño a quienes profesan un visceral anticomunismo, y en la que se adjudica también al menos un cierto protagonismo al propio papa. Cuando las Naciones Unidas intentaron intervenir en Ruanda para detener el genocidio de los tutsis, los duros de esta etnia se opusieron por entender que el arreglo amistoso podría birlarles una futura victoria y con ella las mieles de la venganza.

Al irrumpir Wojtyla en el pontificado, la gerontocracia del Kremlin sufrió un ataque de nervios.  Pero la visita de Juan Pablo II a la isla difirió de las hechas a otros países de la Cortina de Hierro, contribuyendo a la implosión del socialismo real. Sin embargo no puede dejar de advertirse que en ella hubo una prédica dirigida a una liberalización del régimen, como lo había hecho antes con el imperio soviético, aunque de un modo distinto: que Cuba se abra al mundo, y que el mundo se abra a Cuba. Un importante paso de este itinerario acaba de darse, pero ahora estamos ante otro no menos trascendental.

Como fruto de su propia historia, Wojtyla estaba inspirado por un carisma de cruzada anticomunista que está casi ausente en la sensibilidad de Bergoglio, no solamente porque los hombres son distintos, sino también los tiempos. No hace falta aclarar que el papa no es comunista ni lo quiere ser, pero tampoco es anticomunista, al menos en ese obsesivo estilo misilístico característico de la Guerra Fría.

A él le es casi connatural un talante propositivo, en una línea alejada de los anatemas que trató de superar el Concilio Vaticano II. Ante una pregunta que le interrogara sobre su anticomunismo, Bergoglio podría responder de un modo similar al de Unamuno cuando fue preguntado por una señora si creía en Dios y él contestó seca y genialmente: “En el suyo no, señora”.

Si se mira para atrás las relaciones del castrismo con la Iglesia católica atraviesan un buen momento, pero sin duda que ellas revisten una cierta ambigüedad. Es verdad que no existe ahora en la isla una abierta persecución a la fe. No hay hoy encarcelamientos y fusilamientos masivos al estilo de los antiguos soviets con torturas y lavados de cerebro, y hasta se han suprimido discriminaciones religiosas, pero la Iglesia no goza de la libertad que reclama el cumplimiento de su misión, como en cualquier país libre.

Es una voz común escuchar que Fidel Castro fue educado por los jesuitas, pero ello no le impidió ser increyente. Su experiencia personal no fue buena, al recibir una formación cristiana que percibió como formalista y alejada de una verdadera promoción humana por parte de un clero que venía de la guerra civil española, previsiblemente volcado hacia el franquismo. Cabe preguntarse si no se le escapaba a ese cristianismo espiritualista una valoración de las realidades temporales que tanto él como su hermano Raúl ahora parecen encontrar en Francisco. Era una Iglesia ya entonces necesitada de una renovación que llegaría recién con el Concilio Vaticano II. Ahora la crisálida devino mariposa.

Aunque aún importante, el catolicismo en Cuba está bastante disminuido por causa del acoso revolucionario, pero tampoco es que antes fuera algo muy vivo. La religión del pueblo cubano, especialmente entre los más pobres, se acerca más bien a un sincretismo como la santería,  basada en el culto a un Dios único y a los muertos y expandido en el área caribeña desde la evangelización, que aúna elementos cristianos y africanos yoruba.

La visión del marxismo sobre la religión y la Iglesia fue variando con el tiempo. La versión original de vodka espiritual que adormece la conciencia de los pueblos comenzó -teologías de la liberación mediante- a ser reemplazada por Castro por otra más positiva, según relata él mismo en un célebre libro-reportaje del cura liberacionista Frei Betto. En la interpretación de sus opositores, esta variante de cuño gramsciano sólo indicaría un cambio de táctica destinada a convertir a los cristianos en compañeros de ruta de la revolución comunista.

En otro poco conocido libro coordinado por el cardenal Bergoglio donde se pasa revista a los diálogos entre Fidel Castro y el papa Wojtyla, se plantea el mismo intríngulis que ahora Francisco debe resolver, pero que no le impide avanzar. El nuevo semblante sonriente del nacionalismo socialista puede deberse tanto a propósitos propagandísticos, como a una necesidad similar a la que llevó a Franco a firmar el concordato de 1953 para legitimar internacionalmente su régimen. Pero también puede deberse a una actitud de amistad y reconciliación que la Iglesia siempre está dispuesta, más allá de las intenciones, a ofrecer y recibir.

Entre quienes abominan del régimen cubano con la ilusión de la próxima navidad en La Habana y los progresismos que identifican cristianismo y socialismo, cuando están aún frescas las tintas del pacto que marca el inicio del deshielo, no la tiene fácil Francisco.

Un agnóstico como Ezequiel Martínez Estrada utilizó una simbología evangélica para justificar la revolución cubana y consideró al Che un monje-guerrero. Religión y política se entrecruzan en la Plaza de la Revolución cuando la frágil figura del papa anuncia la novedad perenne de una vieja y nueva revolución que no nace de la boca de los fusiles, tampoco de los misiles, sino de lo más profundo del inescrutable corazón humano.

*Profesor de la Universidad Austral.