25 de mayo de 2016
Por Claudio Arqueros

Chile Vamos anunció la semana recién pasada su propuesta constitucional. Llamó la atención y generó controversia que se propusiese pasar de un Estado subsidiario a uno subsidiario-solidario. Aquel anuncio, más allá de que estuviese o no en el texto original que se acordó, tiene una connotación potente que es posible reconocer en al menos dos sentidos.

La primera es que el anuncio es una promesa: se dice que el Estado puede y debe ser solidario y asumir dicho rol. En ese sentido la centroderecha, con sus diferencias, aciertos, anhelos y limitaciones, ha levantado un discurso ético que pretende ofrecer garantías a la ciudadanía. Sin embargo, como toda promesa política, esta también implica zanjar un déficit y, por ende, reconocer o ampliar ciertos derechos. El punto pasa por develar -sobre todo si se plantea el desafío de profundizar contenidos constitucionales- cuáles derechos específicamente se pretende garantizar a partir de ese rol solidario del Estado. Pero, además, pasa por interrogarse cuándo, cómo y en qué sentido participaría el Estado para saldar esa promesa.

La segunda connotación deviene de la primera. Y es que uno podría preguntarse si acaso lo que se planteó fue más bien dar mayor relevancia a la subsidiariedad entendida como acción positiva. A vistas de la literalidad del texto constitucional de Chile Vamos, es dable pensar que la intención estuvo dirigida hacia allá.

Pero si en realidad lo que se busca es reconocer un rol solidario del Estado, entonces estamos ante un ejercicio riesgoso. La solidaridad no es un ejercicio privativo del Estado, ya que la forma en que este actúa en relación a los ciudadanos es por medio de la aplicación de la institucionalidad legalizada en sus diferentes planos. Vale decir, coacciona, y por eso toda determinación que de él emana se aplica y nos compete obligatoriamente. Este modus operandi es contrario a la solidaridad que es, por esencia, voluntaria. De modo que resulta difícil apoyar tal contradicción. Por eso, aún cuando en la doctrina social de la Iglesia Católica el principio de subsidiariedad se complementa con el de solidaridad, este último opera como una conciencia de deuda entre los sujetos que llama a cooperar en pos de un sentido unitario de la vida social. En esa dirección, la solidaridad -como señala el mismo Compendio (Nº194 y Nº195)- denota reconocer “en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para ocuparse del crecimiento común, compartido por todos”. Así, la solidaridad supone un compromiso de aportar a la causa común en las diversas manifestaciones sociales, donde evidentemente el aparato público cumple un papel, pero que no es exclusivo ni excluyente, pues si así fuera ahogaría la libertad.

En suma, la solidaridad no se identifica con el Estado, sino con algo mucho más profundo que pasa por la actuación libre y responsable de las personas y sus organizaciones aportando al bien común. La solidaridad con el prójimo ciertamente puede inspirar al rol subsidiario que ejerce el Estado, pero en virtud de este mismo razonamiento su rol no deja de ser tal.