21 de junio de 2016
Por Ignacio Pérez del Viso
Fuente: Revista Criterio (Argentina)

La reciente exhortación apostólica Amoris Laetitia recoge el fruto de los dos últimos Sínodos sobre la familia. En forma indirecta se tratan también otros temas, como la Iglesia, familia de Dios; o la Trinidad, reflejada en la familia. Examinamos ahora el tema de la autoridad del Papa en ese documento.

Todos tenemos una misión en la vida y de acuerdo a ella poseemos una autoridad determinada. Los gobernantes, los médicos, los padres, todos intentan responder a la misión para la que se sienten llamados. Y según esa misión, les reconocemos la necesaria autoridad. Deberíamos entonces preguntarnos por la misión del Papa. Pero esta expresión puede parecer muy genérica. Para muchos cristianos, el mayor obstáculo, en apariencia insuperable, para lograr la unidad de todas las Iglesias, es la autoridad del Papa, concebida como autoritarismo. Por eso, conviene aclarar cómo concebimos hoy los católicos esa autoridad: como un don de Dios y no como una traba. En la historia encontramos papas que no fueron fieles a esa misión, como ha ocurrido con tantos gobernantes y profesionales. Ésta es la realidad de la condición humana. Pero creo que podemos alegrarnos al ver cómo ejerce su autoridad el papa Francisco.

Lo primero que llama la atención es la libertad de expresión que fomentó el Papa en los dos Sínodos precedentes, en sintonía con los deseos de los reformadores protestantes. Obispos, teólogos y asesores exponían sus convicciones personales sin pensar en el agrado o desagrado del Pontífice. Por eso vemos la conveniencia de que el obispo de Roma presida estas asambleas, no para imponer sus propias ideas sino para garantizar la libertad de expresión de todos, incluso de los grupos minoritarios. Eso es lo que percibimos ya en el Concilio Vaticano II.

Un rasgo en sintonía con la Iglesia Ortodoxa es el de la colegialidad episcopal. Los obispos constituyen un cuerpo, que simboliza la unidad de la Iglesia. Y el obispo de Roma es el punto de referencia de dicha unidad. En los Sínodos, Francisco no considera a los obispos como asesores o delegados suyos. Son sus hermanos en el episcopado y juntos, acompañados por teólogos y otros expertos, intentan responder a los desafíos actuales en el tema de la familia. Francisco siente la responsabilidad de garantizar el aporte de las diversas tradiciones. Dice, por ejemplo: “Puede ser útil la experiencia de la larga tradición oriental de los sacerdotes casados” (n.202). Con esta reflexión no le resta valor a la tradición occidental sobre el celibato sino que suma experiencias. No pretende unificar las diversas tradiciones sino percibir mejor, detrás de la diversidad, el sentido de la auténtica Tradición apostólica.

La cátedra de Pedro

Muchos piensan que todos los problemas en la Iglesia deben ser resueltos por la autoridad suprema. Pero Francisco afirma: “No todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales” (n.3), con lo cual parece indicar: no todas las soluciones provienen de la autoridad del Papa. Muchas nacen y se consolidan desde abajo. Poco antes había dicho: “La reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a todos a encontrar mayor claridad” (n.2). La creatividad no es un atributo de alguien en particular sino de toda la comunidad, según los dones recibidos por cada uno. La Iglesia peregrina hacia la Verdad. Por eso, subsistirán “diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (…), cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada” (n.3).

La misión del Papa es recordarnos que peregrinamos hacia la Verdad, para que no nos sintamos dueños de ella. “Además, en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales” (n.3). Un duro reto lo plantean las culturas donde la mujer no disfruta de todos los derechos que le corresponden. Se requiere de gran creatividad para responder a los nuevos desafíos, como el ejemplo de los obispos japoneses, que autorizan la celebración del matrimonio en nuestras iglesias, de cónyuges no bautizados, a quienes agrada el ritual católico. Y no se trata de un casamiento fingido. En esas ceremonias los no bautizados contraen un verdadero matrimonio, aunque no sacramental en el sentido cristiano.

Es misión del Papa, como ya insinuamos, proteger las diversas tradiciones en la Iglesia. Dice Francisco: “Según la tradición latina de la Iglesia, en el sacramento del matrimonio los ministros son el varón y la mujer que se casan” (n.75). Más de un lector pensará: ¿Cómo “según la tradición latina” y no “según la fe de la Iglesia”? Antes decíamos que los casaba el cura. Ahora decimos, más exactamente, que se casan ellos. Y es verdad, pero en las Iglesias orientales la bendición que reciben los novios es un signo particular del don del Espíritu. En esa tradición, el sacerdote no es un simple testigo. Como afirmaba el teólogo Schmaus antes del Concilio, “parece que lo mejor es decir que los contrayentes y el sacerdote asistente, en una sola acción significativa, ponen la simbólica necesaria para la existencia del matrimonio”. Es una hermosa fórmula para integrar las tradiciones de Oriente y de Occidente. Quizás otras sean posibles. Por eso añade Francisco: “Necesitamos reflexionar más acerca de la acción divina en el rito nupcial, que aparece muy destacada en las Iglesias orientales” (n.75).

La conciencia de los fieles

Como vemos, el conjunto de los católicos debe buscar orientación en los expertos pero cada creyente, después de haberse asesorado, decide en forma personal. Dice Francisco: “Nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y pueden desarrollar su propio discernimiento ante situaciones donde se rompen todos los esquemas. Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas” (n.37). A veces los clérigos pretendemos sustituir la conciencia de los fieles, como el cura de Zárate que hace poco prohibió a las mujeres entrar a la iglesia en jeans o calzas. Por suerte, su obispo lo desautorizó, lo que no significa entrar al templo de cualquier manera sino confiar más en la conciencia de los fieles y, en caso de duda, remitirse al juicio de personas sensatas. Como vemos, antes de formar la conciencia de los fieles, debemos formar la propia y a eso nos ayudan los escritos del Papa, el cual también se esfuerza en formar mejor su propia conciencia.

Acepando el principio general de que cada creyente decide según su conciencia, merece una consideración especial quienes se encuentran en situación de pobreza. No se trata de casos de excepción, dado que un tercio de la población argentina es pobre. Dice Francisco, valiéndose de imágenes contundentes, que de las personas más necesitadas “la Iglesia debe tener un especial cuidado para comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a acercarles la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren «adoctrinarlo», convertirlo en «piedras muertas para lanzarlas contra los demás»” (n.49). Es misión del Papa, entonces, evitar que adoctrinemos a los fieles con una serie de normas como si fueran una roca.

Francisco recuerda en diversos momentos la distinción entre el orden objetivo de la doctrina y el orden subjetivo de la conciencia de cada uno: “El grado de responsabilidad no es igual en todos los casos, y puede haber factores que limitan la capacidad de decisión. Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición” (n.79). Aquí no se refiere sólo a los que están en situación de pobreza sino a todos. Los divorciados y vueltos a casar sufren cuando desean participar más en la vida de la Iglesia. Expresando con claridad la doctrina, nos sentimos llamados a buscar soluciones.

Normas o valores

En otro párrafo dice: “No se trata solamente de presentar una normativa, sino de proponer valores” (n.201). Hubo épocas en que los papas y los obispos enseñaban normas, restringiendo la libertad de los fieles. Hoy se sienten llamados a proponer valores, ampliando el horizonte de la libertad. Los valores, para no diluirse, necesitan encarnarse en normas que varían con las necesidades. A diferencia de éstas, los valores permanecen y se desarrollan en la historia. La “paternidad responsable” es un valor que cultivan los esposos. Para ello se requiere la formación de la conciencia que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla”, dice Francisco (n.222) citando a Gaudium et spes. Cuando Pablo VI publicó la encíclica Humanae vitae, pareció que la autoridad papal anulaba la libertad de conciencia. En cambio, la presentación que hace hoy Francisco nos deja la impresión de una armonía de libertades que se ordenan a la felicidad.

El Papa orienta nuestra mirada hacia los valores que yacen ocultos debajo de situaciones irregulares (Cf. n.292). Pienso en los “no casados por la Iglesia”, que se ayudan mutuamente en las enfermedades y educan con sacrificio a sus hijos. Desde su sitio “más elevado”, Francisco nos permite observar la condición humana con mayor profundidad.