Por el P. Gustavo Irrazábal
Agosto de 2016

IGLESIA Y DEMOCRACIA, SEGUNDA ENTREGA:
LA IGLESIA Y EL IMPERIO

Nota del Instituto Acton: con esta entrega continuamos una serie de capítulos fundamentales del libro “Iglesia y Democracia», del P. Gustavo Irrazábal, para que el lector de esta página lo vaya viendo punto por punto y observando su importancia y actualidad. Comenzamos con los primeros capítulos donde se trata el tema de la des-sacralización del poder en la tradición judía.

Capítulo II: La Iglesia y el Imperio

1.      El cristianismo en el Imperio: de religión perseguida a la religión oficial

Aun reconociendo la legitimidad del poder político en la medida en que se mantuviera en los límites de su misión terrenal, los primeros cristianos, que vivían intensamente la expectativa escatológica tuvieron, frente a la organización concreta de la sociedad, una actitud de marcado desinterés. Ello explica la ausencia, más allá de los criterios generales que hemos señalado, de afirmaciones neotestamentarias directamente aplicables al orden político contemporáneo.

1.1.   La lucha por la libertad religiosa

Pese a esta relativa distancia respecto del orden temporal, el cristianismo primitivo aporta una novedad de consecuencias incalculables: “por primera vez en la historia, el cristianismo reconoce que las cosas temporales, la política y las instituciones jurídicas de la ciudad terrena responden a una lógica interna, autónoma e independiente de la religión”.[1] Esta visión de la relación entre política y religión, y por lo tanto, entre Iglesia y Estado en términos de autonomía, es lo que se ha dado en llamar “dualismo cristiano”.[2]

El cristianismo no renuncia a su pretensión de verdad absoluta, pero precisamente en cuanto tal no sustituye sino que salva la verdad y racionalidad secular. Considera parte de su misión evangelizadora influir en el orden terrenal, pero no pretende hacer de la religión un programa socio-político, ni está al servicio de un orden socio-político determinado (como sí lo estaba el antiguo culto imperial).

Es por esta razón que Iglesia primitiva, en la etapa de las persecuciones (s. II-IV) sólo buscaba libertad religiosa para vivir conforme a sus creencias, y la plena igualdad de la condición de ciudadanos, sin alentar pretensiones políticas. El reconocimiento del gobierno civil se refleja en la práctica de rezar por las autoridades (1 Tim 2,1-4). El choque con el imperio, por lo tanto, no se debió a la falta de lealtad cívica, sino al rechazo del culto imperial, su negativa a quedar subordinada a los objetivos temporales de la comunidad política.

Muchos textos de la época muestran qué lejos estaban los cristianos de los primeros siglos de la tentación de ver en el poder del Estado un instrumento para llevar adelante un proyecto religioso. Tertuliano califica la libertad religiosa como un derecho humano y natural.[3] También Lactancio reconduce el derecho a practicar la religión cristiana a la relación intrínseca entre fe y libertad.[4]

Al mismo tiempo, sin embargo, el cristianismo postula el primado de lo espiritual, y ordenación de lo temporal a lo espiritual. Esto es, en cierto sentido, una consecuencia de lo anteriormente dicho: la religión no es un “sector” de la política, al lado de otros, y funcional a un todo que la trasciende. La autoridad civil debe promover las condiciones que faciliten a los ciudadanos realizar su destino sobrenatural.

1.2.   El cesaropapismo. La “acomodación eusebiana”

Esta pretensión de verdad universal del cristianismo, pese a que no planteaba una competencia en el mismo plano con la autoridad terrenal, era intolerable para el Imperio, que concebía a toda religión sólo como religión de Estado, al servicio de la cohesión de la comunidad política. Así se explica que, incluso tras el reconocimiento de la libertad de culto (Edicto de Milán, 313 d.C.), la pretensión cristiana haya generado una cerrada resistencia de los emperadores. Ello puede verse en el caso de Constantino (272-337 d.C.) y su hijo Constancio II (317-361), quienes en sus esfuerzos por someter la Iglesia a los fines del Imperio, reclamaron la autoridad episcopal. Pero más aún queda de manifiesto esta tendencia en el apoyo que diversos emperadores prestaron al arrianismo,[5] por entender, como explicaremos a continuación que el mismo favorecía el fortalecimiento del poder imperial y la subordinación de la Iglesia.

Esta concepción del cristianismo como religión de Estado, encuentra repercusión también dentro de la Iglesia. Eusebio de Cesarea (ca. 275 – 339), obispo de amplia cultura, con destacada participación en el Concilio de Nicea (325) y considerado el primer historiador de la Iglesia, ve al Imperio Romano como un instrumento providencial al servicio del Reino de Dios, pensamiento que tiene antecedentes en San Pablo (carta a los Romanos) y en Lucas (tanto el Evangelio como el Libro de los Hechos de los Apóstoles). Para él, la religión cristiana estaba llamada a constituir el fundamento no sólo del ámbito espiritual sino también del temporal, y consecuentemente, el emperador era el agente escogido por Dios no sólo para encargarse de los asuntos terrenales, sino sobre todo para procurar la victoria de la fe verdadera sobre los falsos cultos difundidos en el Imperio. Esta unión estrecha entre el Estado y la Iglesia (“symphonia”), que ve bajo una luz positiva la intervención imperial en los asuntos eclesiásticos, fue la que predominó en Bizancio, tras la división del Imperio.

1.3.   El cristianismo como religión oficial

En la Iglesia de Occidente, por su parte, se adopta una posición contraria al cesaropapismo, como puede verse en los ejemplos de S. Ambrosio de Milán (340-397) y S. Atanasio (296-373). El primero afirmaba: “Imperator intra ecclesiam, non supra ecclesiam (el emperador está dentro de la Iglesia y no por encima de ella)”.[6]

Pero la actitud de la Iglesia frente a las pretensiones del Estado Romano no está libre de inconsistencias, debidas al influjo de mentalidad imperial: la Iglesia cede a esa lógica al reclamar apoyo del Estado para imponer la religión ortodoxa frente a la herejía arriana (como más adelante lo haría frente al donatismo)[7] de modo inconsistente con su reivindicación original de simple libertad religiosa.

Se genera así una evidente paradoja. En nombre de la Verdad se pide libertad frente al Estado, y al mismo tiempo se pide intervención del Estado contra la libertad de otros. Por un lado, la herejía arriana está vinculada a la visión política cesaropapista que busca restituir el carácter divino al poder imperial. En contraste, la afirmación ortodoxa de la divinidad de Cristo implica el reconocimiento de límites al poder del Estado. Pero la aceptación del rango de religión oficial, que tiene lugar con el emperador Teodosio (380 d.C.), convierte a la Iglesia en la garantía de la estabilidad y unidad del imperio, una religión de Estado. Tal es el “pecado original” de la Iglesia post-constantiniana que desemboca en la “Respublica Cristiana” medieval.

1.4.   Monoteísmo, Trinidad y orden temporal

Es claro que, desde el punto de vista histórico, el dogma trinitario ha hecho una contribución relevante para la crítica al poder político sacralizado.[8] Esto no significa que exista una relación directa entre “mundo de sentido religioso” y la política (al menos, una causalidad en esa dirección es más indirecta que en la Iglesia), pero sí es posible reconocer la existencia de “analogías y correspondencias”, y reconocer en el misterio trinitario una “fuente de inspiración” (L.Boff).

Con referencia a la relación entre la Trinidad y las diferentes figuras históricas de la Iglesia, afirma B. Forte: “no es casualidad que el destierro de la Trinidad de la teoría y de la praxis de los cristianos se haya reflejado en el visibilismo y el juridicismo que han imperado a menudo en la concepción de la Iglesia, con sus consecuencias incluso en el plano socio-político.”[9]

Las visiones teológicas “monarquianas” o “monádicas”, es decir, aquellas que enseñan que en Dios no hay más que una persona,[10] tienen su correlato, en el plano secular, en la exaltación unilateral sea del individuo (individualismo), sea de la comunidad (organicismo). El caso del arrianismo es análogo, ya que al negar la consustancialidad de Jesucristo con su Padre, como acabamos de señalar, sirvió para fundar teológicamente el carácter absoluto del poder político imperial, como representante de Dios en el mundo.[11]

La doctrina trinitaria, sin negar la unidad de Dios, la pone más allá de la oposición entre singular y plural. El individuo y la comunidad se presentan, en consecuencia, como realidades igualmente originarias, abriendo el espacio para la mediación de la libertad y del amor entre las personas. De aquí se sigue que el poder político no es una fuerza monolítica, sino que debe dar lugar a la diferencia, la igualdad, la comunicación y el diálogo, la comunión, la solidaridad y la participación.

2.      La Iglesia y la caída del Imperio: el “dualismo” agustiniano

Con el Edicto de Galerio (311) y el Edicto de Milán (Constantino, 313), se instaura en el imperio la libertad religiosa. Sin embargo, el monoteísmo cristiano es visto al principio como un peligro, por su contraste con el politeísmo del culto oficial que había cumplido hasta entonces la función de garantía de la unidad del Imperio. Constantino, sin embargo, intenta una asimilación ideológica del monoteísmo cristiano al servicio de unidad del Estado bajo el poder imperial. Ello explica su favorecimiento al monarquianismo o arrianismo, ligados a una justificación teológica del poder político.

Como dijimos anteriormente, tras esta declaración del cristianismo como religio licita, se sucedieron las tensiones con el poder imperial que buscaba encuadrar esta religión en los moldes del culto oficial. Sólo luego del largo enfrentamiento Ambrosio con la emperatriz Justina (regente entre 364 y 375 y defensora del arrianismo), llega la paz definitiva entre la Iglesia y el Estado con Teodosio, quien declara al cristianismo religión del Imperio (edicto del 380).

Poco tiempo después, sin embargo, en el 410, la invasión del rey visigodo Alarico y el saqueo de Roma hacen temblar la teología imperial basada en el cristianismo como garantía divina para el Estado. S. Agustín, en su obra La Ciudad de Dios, escrita entre los años 413 y 426, responde a esta dramática situación planteando una nueva teología de la historia, con la que no sólo defiende al cristianismo de los ataques de sus enemigos, que lo culpaban por la decadencia de Roma, sino que promueve el abandono de la lógica política que vinculaba la fe cristiana a la subsistencia del Imperio, y la disolución nexo entre el éste y la Iglesia.

En esta obra, el Imperio Romano es desmitificado: si bien debe reconocérsele un rol providencial en la historia, no es el Reino de Dios en la tierra, aunque tampoco su contrario. Los sistemas políticos son en sí mismos neutros y, más aún, ambiguos. “Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial”.[12] La Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre, definidas por esas actitudes interiores contrapuestas, son por lo tanto realidades invisibles, que coexisten en el interior de los Estados. Se trata de una perspectiva no empírica. La Ciudad de Dios no es la Iglesia visible como tampoco la Ciudad del Hombre puede identificarse con el Estado, como interpretaría más adelante el llamado “agustinismo político”.[13]

Ambas “ciudades”, pese a perseguir fines opuestos, se superponen en el ámbito de los “amores intermedios”, necesarios tanto para el orden temporal como para alcanzar el fin sobrenatural: el bienestar, la seguridad, el orden, y la paz.[14] De ello se sigue que para ambos son necesarias las instituciones políticas.

Lo político, Estado y sus medios de coerción, son necesarios sólo a causa del pecado original, y no habrían existido de no haber tenido lugar este último. El objetivo final es, por lo tanto, la disolución de lo político. El orden perfecto, escatológico, de la comunidad humana será intrínsecamente social pero a-político, carente de coacción y de autoridad humana.

El fin del Estado, en consecuencia, recibe en S. Agustín una interpretación minimalista: combatir el mal, acotar el desorden, garantizar la paz, que son, a su vez, condiciones para alcanzar la paz eterna. La forma política concreta es irrelevante. Lo esencial, para poder cumplir sus fines propios, así redefinidos, es que el Estado sea justo.[15] En este sentido, aunque ninguna de las encarnaciones de la Ciudad terrena realiza plenamente el ideal de justicia, desde el punto de vista histórico es posible apreciar diferencias entre ellas, y reconocer al Imperio Romano una relativa superioridad respecto de otros Estados.[16]

Pero precisamente porque el objetivo último del orden temporal es permitir que los miembros de la Ciudad de Dios completar su peregrinaje terreno para alcanzar la unión última con Dios al final de los tiempos, S. Agustín admitió, tras alguna vacilación, la necesidad de que el Estado reprima, no a los no creyentes, judíos o paganos, sino a quienes, siendo creyentes, se desvían de la fe ortodoxa, poniendo en peligro el peregrinaje de los fieles a la Ciudad de Dios, especialmente, los movimientos de carácter violento, como fue con frecuencia el caso de los donatistas.

Aun teniendo presente esta incongruencia, podemos decir que, en línea de principio, queda planteado un dualismo teológico en la interpretación del vínculo entre el orden temporal y el orden sobrenatural. El poder civil y el poder eclesiástico son distintos entre sí, tienen sus propios fines, situados en planos diferentes, y los persiguen con una independencia soberana. Cualquier injerencia de uno de los poderes en el campo del otro es culpable y peligrosa.

3.      La fórmula gelasiana: “auctoritas” y “potestas”

El Papa Gelasio (492-496), en su Carta al emperador Anastasio (494), haciendo uso de su competencia como jurista, condensa el dualismo agustiniano en una fórmula de gran precisión e importancia: “Dos son los poderes en esta tierra: la sagrada autoridad (auctoritas sacrata) de los pontífices y la potestad regia (potestas regalis)”.

Por auctoritas se entiende el poder sagrado de índole dogmática, pastoral, moral, que cumple la función de regla y límite para el poder político; potestas, en cambio, se refiere al poder del Estado, poder coercitivo, terreno.[17] No se trata de dos poderes equivalentes, uno al lado del otro: existe una de diferencia y superioridad de la auctoritas.

Sin embargo, esta diferencia no opera en relación jurídica y política entre las instituciones, el Estado y la Iglesia, sino entre personas: los gobernantes, en cuanto cristianos, están sometidos a la responsabilidad pastoral del sacerdocio. No se pone en duda el carácter laico del poder temporal en cuanto institución: la subordinación no es todavía política, sino pastoral. Esta supremacía tiene, entonces, un carácter igualitario: no se limita a los gobernantes en cuanto tales, sino que abarca a gobernantes y gobernados por igual.[18]

Este principio generaría una importante diferencia, cuyos efectos llegan hasta la actualidad, entre el Imperio de Occidente, donde se  salva el primado de la Iglesia de Roma, y el de Oriente, donde los emperadores incorporaron a la Iglesia a su estructura política.

En resumen, la máxima enunciada por el Papa Gelasio “señala que, independientemente de los poderes políticos de este mundo y de lo que éstos prescriben, existe una racionalidad moral, una verdad axiológica y una autoridad capaz de emitir en términos de justicia un juicio sobre el ejercicio de esos poderes”.[19]

He aquí, nuevamente, la “paradoja cristiana”: el poder político es autónomo pero no posee en sí mismo el criterio último de rectitud, tiene necesidad de ser redimido, de recibir desde fuera de sí la luz de criterios independientes de verdad y objetividad moral. Es en este preciso sentido (moral, no jurídico y político), como dijimos antes, que la separación implica subordinación. Y, claro está, esta subordinación introduce un factor de ambigüedad e inestabilidad, que amenaza constantemente la justa autonomía del poder civil y político.

4.      Conclusión

Como legado de la época patrística, se puede afirmar que la emergencia de la Iglesia como una institución diferenciada con un poder en el ámbito espiritual independiente del Estado es “el acontecimiento más revolucionario de la historia de Europa occidental”.[20] Ciertamente, esta distinción institucional queda relativizada por la convicción ampliamente compartida de que la unidad de la sociedad política debe fundarse en la unidad de fe, pero no se disuelve en una teocracia, ya que se reconoce la autonomía del Estado en las cuestiones temporales.

por P. Gustavo Irrazábal

[1] M. Rhonheimer, Cristianismo y laicidad, 26.

[2] Quizás en español debería preferirse el término “dualidad” para excluir las connotaciones negativas que el término “dualismo” suele evocar, al menos en el ámbito filosófico. Como antecedentes paganos de esta dualidad que salvaguarda la autonomía del orden racional pueden señalarse la filosofía griega y el derecho romano.

[3] Tertuliano, Carta a Scapula (Migne, Patrologia Latina I, c. 699).

[4] “Nada es tan dependiente de la voluntad libre como la religión” (De Institutionibus divinis, Migne, Patrología Latina VI, c. 616).

[5] El arrianismo es una doctrina elaborada por el presbítero alejandrino Arrio (+ 336), según la cual el Logos no existe desde toda la eternidad. No fue engendrado por el Padre sino que es una creatura, sacada de la nada antes que todas las demás. El Hijo es, por su esencia, desigual al Padre. No es Dios en un sentido verdadero sino sólo impropio, en cuanto Dios lo adoptó como hijo en previsión de sus méritos. Esta herejía fue condenada en el primer concilio universal de Nicea (325), cf. L. Ott, Manual de Teología Dogmática, 101.

[6] San Ambrosio de Milán, Contra Auxentius (Migne, Patrologia Latina 16, 1007-1018).

[7] El donatismo fue un movimiento religioso cristiano iniciado en el siglo IV en Numidia (la actual Argelia), que nació como una reacción ante el relajamiento de las costumbres de los fieles. Iniciado por Donato, obispo de Cartago, en el norte de África, aseguraba que sólo aquellos sacerdotes cuya vida fuese intachable podían administrar los sacramentos, entre ellos, la eucaristía, y que quienes pecaban mortalmente dejaban de ser miembros de la Iglesia.

[8] Cf. G. Greshake, El Dios uno y trino, 547-576; E. Peterson, El monoteismo como problema político, Trotta, Madrid 1999.

[9] B. Forte, Trinidad como historia: ensayo sobre el Dios cristiano, 22.

[10] El monarquianismo puede ser dinámico, considerando a Jesús como un puro hombre a quien Dios “adopta” en el bautismo (adopcionismo), o puede considerar que Dios es una única persona que se revela en tres modos distintos (modalismo).

[11] No se puede negar, sin embargo, la influencia de otras consideraciones en la expansión del arrianismo, como la desconfianza que generaba en los partidarios del poder absoluto del emperador el carácter más popular del cristianismo tradicional, en contraste con el sesgo elitista de aquella herejía, Cf. H. Bellocq, Las grandes herejías, cap.3.

[12] San Agustín, La ciudad de Dios, XVII, 115.

[13] M. Prelot, Historia de las ideas políticas, 189-191.

[14] Sigo en este punto a T. Chuaqui, “La Ciudad de Dios de Agustín de Hipona. Selección de textos políticos”, Introducción, 273-286.

[15]  Para Cicerón, el pueblo es “el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual” (Sobre la República, L.I). Agustín corrige esta definición reemplazando “derecho” (ius) por “justicia” (iustitia) argumentando que no basta la existencia de un orden jurídico si éste no está inspirado por la justicia y al servicio de la misma.

[16] Esta combinación de dos perspectivas, trascendental e histórica, es característica de Agustín en la Ciudad de Dios, K. Himes, Christianity and the Political Order, 75-77.

[17] El antecedente de esta terminología se remonta a la antigua república romana, en la cual el senado reivindicaba la “auctoritas de los padres”, y reconocía al gobernante, la potestas, el poder de gobierno y coacción; luego Augusto, unificó ambas en su persona. Gelasio propone retornar a la separación, considerando a la Iglesia como nuevo Senado, cf. M. Rhonheimer, Christentum und säcularer Staat, 63.

[18] M. Rhonheimer, Christentum und säcularer Staat, 63-66. Un ejemplo particularmente impactante de la puesta en práctica de este principio fue la excomunión impuesta por Ambrosio, obispo Milán al emperador Teodosio por la masacre que este perpetró en Tesalónica (390) y que no levantó hasta que éste hizo penitencia pública durante varios meses.

[19] M. Rhonheimer, Cristianismo y laicidad, 46.

[20] G. Sabine, A History of Political Theory, citado por K. Himes, Christianity and the Political Order, 79.