Por Jaime Nubiola
3 de marzo de 2017
Fuente: Filosofía para el siglo XXI
Han llamado poderosamente mi atención las palabras que el papa Francisco improvisó en su reciente visita a la Universidad Roma Tre, dejando de lado el discurso oficial que traía preparado y que puede leerse en la web del Vaticano. Después de escuchar las preguntas de cuatro estudiantes, el Pontífice —dice la crónica de prensa— se refirió a las llamadas “universidades de élite”, en las que no se enseña a dialogar, sino que enseñan ideologías. “Te enseñan una línea ideológica y te preparan para ser un agente de esa ideología. Eso no es una universidad”, explicó el papa. En este sentido, destacó el papel de la universidad para el desarrollo de una cultura del diálogo: “La universidad es el lugar donde se aprende a dialogar, porque dialogar es lo propio de la universidad. Una universidad donde se va a clase, se escucha al profesor y luego se vuelve a casa, eso no es una universidad. En la universidad debe desarrollarse una artesanía del diálogo”.
Me ha encantado esta afirmación de tanta raigambre en la tradición universitaria. No sé por qué viene a mi memoria aquello de Newman en The Idea of a University de que el crecimiento personal tiene que estar enraizado en un espacio comunitario en el que el intercambio de “bienes espirituales entre estudiantes y profesores” no solo resulte posible, sino que se promueva positivamente. Para Newman, durante los años universitarios resulta esencial el trato afectuoso e inteligente de profesores y alumnos, la conversación cordial y la convivencia libre entre los estudiantes de forma que puedan aprender unos de otros y se ensanchen así su mente y su corazón en favor de la humanidad.
Hoy mismo leía al joven Ralph Waldo Emerson, estudiante en Harvard College, que anotaba en su diario en junio de 1822: “Un hombre progresa más en un asunto mediante una conversación de media hora con su amigo que con muchas cartas; porque, cara a cara, cada uno puede expresar sus propios puntos de vista con claridad y cada objeción puede ser planteada y respondida; y además, de su mirada y de sus tonos se obtiene una noción mucho más definida de sus sentimientos e intenciones respecto de ese asunto, de lo que es posible obtener del papel”. En estos tiempos de tanto correo electrónico todos tenemos una experiencia semejante en favor de la conversación cara a cara. Cuántas cosas se solucionan charlando tranquilamente, quizá con un cerveza delante. Cuántos malentendidos se disipan con una conversación amable.
La universidad como escuela del arte del diálogo: ¡qué hermoso desafío! No es fácil llevarlo a la práctica. Las abundantes tareas que pesan sobre los profesores —las numerosas clases, las exigencias de la investigación, los servicios diversos a la comunidad académica— no facilitan el diálogo ni entre los profesores, ni mucho menos con los alumnos. Tampoco los estudiantes saben qué pueden hacer para que los profesores les escuchen, pues de ordinario hay una notable diferencia de edad, de conocimientos, de autoridad.
Mi gozosa experiencia es que si se consigue que los estudiantes escriban sobre lo que les preocupa y después se leen esos textos con ellos, se logra mucho más fácilmente la comunicación efectiva. Muchos alumnos anhelan aprender a expresar lo que llevan dentro y casi siempre no saben cómo hacerlo. Todo esto, por supuesto, requiere un cierto planeamiento, unas asignaturas que inviten a escribir, unas pautas y temas sobre los que hacerlo efectivamente, un tiempo real del profesor para corregir los textos y para leerlos después con los alumnos interesados. La experiencia es del todo gratificante y desde todos los puntos de vista compensa el esfuerzo organizativo.
Necesitamos que en la universidad los profesores no solo tengan un horario de atención a los alumnos, sino que estén deseosos de escucharlos, que estén dispuestos incluso a aprender de ellos, al menos de su experiencia juvenil, tantas veces del todo novedosa para el profesor. Si no hay esa disposición no resulta posible un verdadero diálogo. “Cuando el alumno está preparado aparece el maestro”, dice un conocido proverbio zen. También es verdad la afirmación inversa: cuando el maestro está bien dispuesto —y abre las puertas de su cabeza y de su corazón— aparecen siempre los alumnos ansiosos de aprender.
La universidad tiene que ser una escuela artesanal de diálogo entre los propios profesores, entre los alumnos, entre unos y otros, entre todos los que forman parte de la comunidad universitaria. Si hay diálogo es que nadie se cree dueño de la verdad, sino que todos piensan que la verdad se busca en comunidad. No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero, si han sido formuladas seriamente, en todas ellas —como sostenía santo Tomás de Aquino (cf. I Dist. 23 q. I a. 3)— hay algo de lo que podemos aprender. No solo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión.
Esta defensa del pluralismo se nutre de la fecunda experiencia de que los seres humanos, mediante el diálogo abierto, el estudio sosegado y el contraste con la experiencia, somos de ordinario capaces de llegar a reconocer la superioridad de un parecer sobre otros en aquellas cuestiones vitalmente importantes. En este sentido, puede decirse que la universidad es la institución en la que sistemáticamente se busca la verdad, pues aspira desde sus comienzos a adentrarse cada vez más en la verdad en todos aquellos campos en los que la inteligencia humana puede avanzar.
Así, además, la universidad podrá llegar a ser una efectiva escuela de diálogo para toda la sociedad. Para esto es esencial que en ella tanto los profesores como los alumnos —tal como invitaba el papa Francisco a los universitarios de Roma Tre— lleguen a ser verdaderos artesanos del diálogo.
Pamplona, 19 de febrero 2017
 
Agradezco las correcciones y sugerencias de María Rosa Espot, María Guibert, mi padre Jaume Nubiola y mi hermano Ramon, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.