por Gustavo Irrazábal
16 de agosto de 2017
El Cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Frisinga desde 2007, fue creado Cardenal por el papa Benedicto XVI en 2010, y es uno de los ocho cardenales elegidos por el papa Francisco para conformar el Consejo de Cardenales que lo asesora en el gobierno de la Iglesia y reformar la Curia romana.
Tal vez sea más conocido entre nosotros por sus posiciones polémicas en el campo de la sexualidad y la familia. Pero merece mucho más ser conocido como un destacado especialista en Doctrina Social de la Iglesia. Su competencia y originalidad en este campo ha quedado reflejado en un libro publicado en 2010, y que él tituló, con picardía, Das Kapital. Ein Plädoyer für den Menschen (en la edición española: El Capital. Un alegato a favor de la Humanidad, Barcelona, Planeta, 2011).
El marco de esta obra es una carta imaginaria dirigida a su “tocayo”, Karl, en la cual plantea una pregunta inquietante: a la luz de las disfunciones del capitalismo actual, que parece agrandar día a día la brecha de la desigualdad entre los seres humanos, ¿habrá que reconocer que, a final de cuentas, Marx tenía razón? Con profundo respeto, humor, y a la vez un agudo sentido crítico, el autor va a ir construyendo paso a paso una respuesta a ese interrogante.
RM no duda en adherir a la convicción del papa Juan Pablo II, quien en su último libro, (Memoria e identidad, 2005) calificó la idea de libertad como la clave de bóveda de su mensaje social, condensado principalmente en las tres grandes encíclicas sociales Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991). Como escribe este pontífice literalmente: “Puede decirse que en la raíz de todos estos documentos doctrinales está el tema de la libertad del hombre” (nº 42). Claro que no se trata sólo de la libertad formal (libertad ante la ley), sino también de la igualdad de oportunidades que hagan posible a cada persona el logro de una vida digna.
Esta opción por la libertad, no es un simple juego con las palabras, sino que se traduce en concretas tomas de posición. Ante todo, frente a una tendencia todavía prevaleciente en diferentes sectores de la Iglesia, RM rechaza la idea de la DSI como una Tercera Vía, simétricamente equidistante tanto del individualismo liberal como del colectivismo socialista. Es cierto que la DSI toma distancia de ambos extremos, pero “escorándose”, por así decirlo, hacia el liberalismo. Y la razón de esto no debe buscarse en algún “coqueteo” con la modernidad sino en las raíces más profundas del cristianismo, sin las cuales la filosofía moderna de la ilustración y la misma idea de la autonomía del sujeto no habrían sido posibles (nº 46).
En efecto, el cristianismo ha contribuido a liberar a la persona de la subordinación total a la “polis”, la comunidad política, abriendo un espacio para su propia responsabilidad ante Dios. Y esto constituye un vigoroso “individualismo”, que desde el punto de vista histórico-cultural, hizo posible que en la Edad Moderna se desarrollaran ideas como la libertad, los derechos humanos, la democracia, y también la economía de mercado (nº 47).
Con respecto a esto último, RM sostiene que es erróneo achacar la miseria social y la pobreza de los primeros tiempos de la industrialización exclusivamente a la economía de mercado, porque si bien es cierto que el capitalismo incipiente trajo miseria, la pobreza y la escasez también existían en el siglo XIX y en mayor medida incluso en los países no industrializados y no capitalistas. “A la larga, la economía de mercado generó las condiciones para una riqueza de amplias capas de la población como nunca antes en la historia se había conocido” (nº 82).  En  este fenómeno  se puso  de  manifiesto  la  ventaja decisiva de la economía de mercado: en ella se coordinan todas las necesidades materiales y todos los recursos disponibles. Así fluye hacia el mercado mucho más conocimiento del que un gobierno o una autoridad planificadora podría tener jamás. Esto permite que los distintos intereses económicos de los individuos liberen una multiplicidad de fuerzas y recursos, y que los resultados de esa actividad económica no sólo beneficien a los actores individuales sino a toda la colectividad (nº 84).
Es cierto que la Iglesia se mostró durante mucho tiempo extraordinariamente reticente frente al liberalismo económico, más tiempo en todo caso que frente al liberalismo político (84), pero también lo es que jamás negó de plano que para la organización económica la economía de mercado sea el sistema más eficiente y que permita alcanzar una amplia y, por lo tanto, tendencialmente justa distribución de bienes y servicios. Por eso la Iglesia nunca rechazó la competencia, aunque dejando muy claro que se trata solo de un instrumento que debe utilizarse para el bien de todas las personas, y no de un principio regulador intocable; lo cual en última instancia amenazaría la personalidad del hombre (ibid.).
Esta es precisamente la premisa fundamental de la denominada “economía social de mercado”, también conocida como “ordoliberalismo”, para la cual −como afirma J. Höffner− “la supresión de todos los medios de la política económica no conformes con el mercado no constituye un valor absoluto. Es el bien común el que debe decidir qué medios de política económica son necesarios, y el bien común puede requerir y sin duda requerirá en el futuro intervenciones en el proceso económico ajenas al mercado” (95). Pero tales excepciones deben evaluarse con prudencia, ya que ciertas medidas adoptadas con una finalidad social (RM cita el ejemplo del salario mínimo, 81-82) podría tener efectos contraproducentes.
La justicia social significa en primer lugar y ante todo respeto –y respeto reflejado también en las instituciones y estructuras sociales− de la dignidad de todas las personas en nuestra sociedad: todos los hombres y mujeres tienen derecho a una oportunidad de participación, de formación y trabajo. La justicia social es, ante todo, justicia participativa (nº 173), entendida ésta de acuerdo con el principio de subsidiariedad, que implica fomentar no la dependencia sino la autonomía y la responsabilidad (nº 173). El modelo de la justicia participativa debe tender no a una mayor redistribución, que por otra parte suele afectar siempre a los ingresos de las capas medias, sino a tomarse en serio la mayoría de edad de los ciudadanos (nº 174).
Conforme a este concepto de justicia social como justicia participativa, debería revisarse una idea demasiado estrecha que durante mucho tiempo se ha tenido de la política social como política de redistribución. En primer lugar, porque una política social concentrada en la redistribución degrada a las personas a las que hay que ayudar convirtiéndolas en receptoras pasivas de asistencia social. En segundo lugar, porque hasta ahora la política social concentrada en la redistribución ha desdeñado temas muy importantes, como las familias y la política educativa, que son ámbitos especialmente orientados al futuro. Finalmente, porque el Estado ha llegado ya al límite de sus posibilidades en lo que a su política redistributiva tradicional se refiere. Por todas estas razones debemos replantearnos las prioridades: la justicia distributiva –que sigue teniendo su razón de ser− ya no puede seguir siendo el único criterio. Hay que dar prioridad a la justicia participativa (nº 176-8).
En lo que se refiere de modo más directo al progreso económico es indispensable el espíritu pionero de los empresarios individuales, que una y otra vez abren nuevos caminos y con ello ofrecen nuevas posibilidades a sus conciudadanos. Uno de los motivos por los cuales fracasó la economía centralmente planificada fue que ahogó el espíritu emprendedor y dejó la economía en manos de tecnócratas y burócratas (nº 230). Al decir de W. Röpke, el empresario −en la medida en que cumple responsablemente su función propia y renuncia a las muletas de las subvenciones estatales como a las del monopolio− “debería ser preservado de cualquier ataque de un anticapitalismo vulgar”.
Finalmente, abordando la delicada cuestión de la globalización, RM sostiene −tomando pie en la crisis del sudeste asiático de fines de los ‘90− que las organizaciones internacionales, que muchos militantes antiglobalización odian irracionalmente, más que ser combatidas deben ser reforzadas. Quienes quieran defender los intereses de los pobres en el mundo deben abogar por unas instituciones globales más fuertes y por una mejor regulación a nivel mundial (nº 270).
Sería simplista atribuir al mercado los problemas de la actual globalización. Esto es verdad sólo cuando el mercado global está totalmente desregulado y cuando las condiciones no equitativas de la competencia no les ofrecen a los pobres ninguna oportunidad. Pero los pobres sufren muchas veces porque son los países ricos los que anulan el mercado global. Es el caso, por ejemplo, cuando los países industrializados impiden la exportación de los países en desarrollo estableciendo barreras arancelarias y poniendo trabas de todo tipo (nº 271-272). Es claro que los países en desarrollo deben abrir gradualmente sus mercados. De lo contrario, les faltará el capital y el conocimiento tecnológico necesarios para seguir progresando económicamente. Pero también deben abrir sus mercados los países desarrollados.
RM concluye expresando su convicción de que la DSI está espiritual y teológicamente fundamentada, y es razonable. Sólo si nos mostramos a la altura del desafío actual de unir libertad de mercado y justicia social, evitaremos que el fantasma de Karl Marx salga de la tumba para perseguirnos. Y cierra el Autor: “yo le deseo a mi tocayo que descanse en paz”.