Desde el Instituto Acton​ queremos despedir hoy a una gran persona, un gran intelectual, un gran amigo, y un sacerdote increíble de la Iglesia Argentina: Rafael Braun.
Raffy, como todo el mundo lo llamaba, fue sin lugar a dudas una de las mentes más brillantes que tuvo la Iglesia Argentina. Su ser multifacético lo hacía capaz de moverse por diferentes arenas del saber y de la cultura, y su coraje intelectual lo hizo capaz de adelantarse a muchos que no supieron entender e interpretar su pensamiento político superador de tantas falacias causas de muchos de los males que seguimos padeciendo en la Argentina y en el mundo de hoy.
Raffy fue un amigo fiel, presente siempre, coherente como pocos, con una sensibilidad aguda y un amor sincero y claro. Fue acompañante​ y director​ espiritual de tantas personas que se le acercaban diariamente, y probablemente haya sido esa su mayor vocación, la escucha atenta al corazón del otro… desde un corazón que dejaba emanar la misericordia de Dios.
​¿Cómo despedirte, Raffy? Siguiendo seguramente tus pasos. ¿Cómo hacerlo? ​​Pidiendo a Dios por tu alma y ​que ​derrame en quienes te conocimos ​el amor​ que tuviste por Jesús y Su​ Iglesia.
​¿Cómo despedirte Raffy? Recordando el legado de un hombre que como pocos supo leer los signos de los tiempos y anticipar las ideas correctas por donde debía leerse la realidad latinoamericana…
Cecilia Vázquez Ger
Directora Ejecutiva del Instituto Acton


Compartimos aquí su artículo «Iglesia y democracia»
 IGLESIA Y DEMOCRACIA
Ponencia presentada al Encuentro sobre Iglesia y Estado en América Latina, organizado por el CELAM en Quito del 26 al 30 de noviembre de 1984.
La situación política de los Estados latinoamericanos puede ser encuadrada en diferentes tipologías según sean las variables que se estimen más relevantes. El encuadramiento del tema que se me ha asignado en una tipología que contrasta el “Estado liberal-democrático y social-democrático”, por una parte, a los “regímenes estatistas (de fuerza – de izquierda marxista)”;-por “el otro, me ha intrigado por qué no responde a las tipologías en uso en la ciencia política latinoamericana.
Esta discordancia actualizó el valor de una hipótesis elaborada hace más de una década: la Iglesia, y en especial la Iglesia en América Latina, no ha pensado a fondo el tema de lo político tal como se manifiesta en nuestro tiempo. En su enseñanza social ha acordado sistemáticamente prioridad a lo social y económico respecto de lo político, y por ello sus análisis, hechos desde la perspectiva que ofrece la sociología general, carecen del marco teórico adecuado para pensar el Estado, y por ende para pensar las relaciones de la Iglesia con el mismo.
Mi propósito en este trabajo es presentar en forma resumida seis características esenciales del régimen político democrático contemporáneo, cotejar sus principios con las enseñanzas de la Iglesia universal y latinoamericana, y verificar su vigencia en América Latina. Para comprender el análisis que sigue es necesario tener siempre presente que el concepto de ‘régimen político’ no se identifica con el de Estado ni con el de ‘gobierno’. Un mismo Estado puede tener sucesivamente diversos regímenes políticos, y a la vez varios gobiernos de distinto signo ideológico pueden sucederse en el marco de un mismo régimen político. Los gobiernos pueden estar en manos de partidos social-demócratas, demócrata-cristianos, liberales o conservadores, pero el régimen a que me referiré -que R. Aron denomina “constitucional-pluralista”- se conoce en América con el simple nombre de democracia. ¿No es acaso tremendamente significativo que: los conceptos de ‘Constitución’ y ‘democracia’ no aparezcan ni en Medellín ni en Puebla?
 
EL IDEAL REPUBLICANO
El régimen político democrático, tal como se lo practica en los países desarrollados, es el resultado de una evolución histórica que arranca de la lucha del liberalismo político contra el absolutismo de Estado. Esa lucha procuraba evitar la concentración del poder en manos del monarca, e imponer, por medio de la ley, límites a la voluntad del soberano respecto de la vida, libertad y propiedad de los súbditos. El estado de derecho tendía a regular las relaciones entre gobernantes y gobernados, mientras que la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, ponía un freno a la arbitrariedad de la voluntad despótica.
Este ideal republicano es recogido en la tradición constitucionalista americana, una tradición de tal raigambre en nuestros países que incluso los gobiernos militares se ven obligados en parte a respetar, ya que la Constitución no determina solamente la forma de gobierno sino también la forma de sociedad a través de la declaración de derechos y garantías de los ciudadanos. Cada país tiene una doble historia constitucional. La primera describirá los sucesivos textos adoptados y el lugar que jurídicamente se hacía en ellos a la Iglesia y a la religión en general. La segunda sería la historia de las revoluciones, es decir de las interrupciones del orden constitucional. Mientras que Estados Unidos se gobierna desde la Independencia de acuerdo a lo prescripto en su Constitución, ninguno de nuestros pueblos puede exhibir un siglo de ininterrumpido acatamiento a las normas constitucionales. ¿Qué relación ha tenido la Iglesia con las revoluciones? ¿Ha recogido la Iglesia en sus documentos esta tradición constitucionalista?
Escapa a los límites de este trabajo el análisis de las declaraciones de los episcopados nacionales, pero el examen de los documentos de Medellín y Puebla sugiere a primera vista una respuesta negativa a la segunda pregunta. En efecto, es notable observar que ninguno de ellos recoge las clarísimas enseñanzas que sobre este tema contiene la encíclica Pacem in Terris (1963) de Juan XXIII. En la II parte, consagrada a las relaciones entre los poderes públicos y el ciudadano, se aborda a partir del N° 67 el problema de la constitución jurídico-política de la sociedad. Allí se dice: “En nuestra época, lo primero que se requiere en la organización jurídica del Estado es redactar, con fórmulas concisas y claras, un compendio de los derechos fundamentales del hombre e incluirlo en la constitución general del Estado” (75). Se requiere, en segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos, se elabore una constitución pública de cada comunidad política en la que se definan los procedimientos para designar a los gobernantes, los vínculos con los que necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de sus respectivas competencias y, por último, las normas obligatorias que hayan de dirigir el ejercicio de sus funciones (76). Se requiere, finalmente, que se definan de modo específico los derechos y deberes del ciudadano en sus relaciones con las autoridades y que se prescriba de forma clara como misión principal de las autoridades el reconocimiento, respeto, acuerdo mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos y deberes del ciudadano” (77). Este perfecto resumen de lo que habitualmente se conoce como ‘liberalismo político’, es plenamente concordante con las creencias políticas mayoritarias en América Latina y ofrece un modelo que sirve tanto para explicar parte importante de nuestros males como para proponer el remedio a los mismos.
Lo que dice Medellín en su Cap. I,3.2. sobre la reforma política es raquítico comparado con lo que se propone antes como orientación del cambio social (cf 3.1; ver sin embargo VII.3.2.5.e que cita G.S. 73), y no recoge la idea de PT sobre la importancia del orden constitucional y la gravedad de su quiebra. Puebla denuncia “las angustias surgidas por los abusos de poder típicos de los regímenes de fuerza” (42), pero cuando llega el momento de indicar las raíces profundas de estos hechos (cf 63 y ss.) ni se menciona la falta de régimen político constitucional. La lectura de la realidad carece de una explicación propiamente política, y por ello no puede extrañar que falte una propuesta específicamente política y o meramente moral. En este punto la Iglesia latinoamericana padece, a mi juicio, de una deficiencia cultural al no haber aprendido a distinguir con más cuidado el liberalismo político, el liberalismo económico y el liberalismo filosófico, encerrando en una misma condena a lo que ideológicamente e históricamente era díferente y merecía ser objeto del discernimiento pedido por Pablo VI en Octogesima adveniens.
La ausencia de un modelo constitucional deseable tiene como contrapartida la confusión respecto del concepto de revolución. Con más frecuencia se ha condenado la orientación de los gobiernos surgidos de las revoluciones que el hecho del golpe de fuerza. ¿Cuántas veces los episcopados o los vicariatos castrenses han condenado los golpes militares? ¿Cuántas veces las jerarquías eclesiásticas han advertido a sus fieles de los peligros involucrados en la cooperación con los gobiernos de facto, como habitualmente lo hacen respecto del voto a determinados partidos políticos? No ha existido un pronunciamiento claro respecto del principio de legitimidad del régimen político deseable, lo cual nos conduce al tema de la democracia.
 
LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA
Históricamente, el principio democrático fue posterior al principio republicano. Por el mismo se quería responder a la pregunta acerca de quién tiene el derecho a gobernar, y no sólo al cómo ha de hacerlo. La legitimidad monárquica fue progresivamente suplantada por la legitimidad aristocrática -aristocracias de las armas, de la cultura o del dinero-, hasta que finalmente se impuso en el plano de las creencias -aunque no siempre en la realidad- la legitimidad democrática, fundada en la igual dignidad de todos los hombres y en el derecho que tienen de participar libremente en la determinación de su destino colectivo. El concepto de soberanía popular encontró su traducción institucional -mal que le pese a Rousseau- en la forma representativa de gobierno, que prevé la designación y la renovación periódica de las autoridades mediante elecciones populares. La legitimidad democrática goza de tal preeminencia en nuestras creencias colectivas que incluso los tiranos recurren a elecciones (fraudulentas) con tal de exhibir un título de legitimidad.
En América Latina los movimientos populares se hicieron fuertes en la reivindicación democrática, negada en los hechos por las oligarquías sociales, militares y económicas. Intuyeron con acierto que la ley, el derecho de asociación y el voto eran los instrumentos con que los débiles podrían hacer frente a los fuertes. De allí que bregaran por otorgar el voto a los pobres y analfabetos, a asegurar la limpieza de los comicios, a favorecer la participación popular, a desarmar los mecanismos de representación indirecta que burlan la voluntad popular. ‘Directas, ya’ es más que un slogan gritado hoy por millones de brasileños. Es la expresión de un anhelo colectivo, de creencias profundamente arraigadas en la conciencia latinoamericana.
¿Están arraigadas estas creencias en la conciencia eclesial latinoamericana? Hay razones para dudarlo. El tema de la legitimidad de origen de la autoridad política está ausente, tanto en Medellín como en Puebla. Se habla acerca de cómo debe ejercerse la autoridad, del origen divino de la misma (cf. DP 499), pero no del origen humano. La perspectiva es teológica o moral, pero nunca específicamente política, como lo exigiría un planteo hecho en la perspectiva de la justa autonomía de las realidades terrestres (cf.GS, 36). En DP 502-505 se enuncian algunos valores consonantes con la democracia, pero nunca se menciona a ésta como la forma política concreta de traducir lo allí deseado. Cuando se aborda el problema de las ideologías, se lo hace principalmente desde la perspectiva de lo económico-social, al punto que la “democracia” no entra en el cuadro ideológico de Puebla. Más grave aún, cuando se habla de los constructores de la sociedad pluralista en América Latina (cf. DP 1201 y ss.), ni se menciona al único modelo político –la democracia– que hasta ahora la ha hecho posible.
El contraste de los documentos latinoamericanos y los de la Iglesia universal llama también la atención en este caso. Juan XXIII vincula explícitamente el tema de la autoridad al de la democracia al afirmar que la doctrina por él expuesta puede “conciliarse con cualquier clase de régimen democrático” (PT,52). Luego de declarar que “es una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con pleno derecho dedicarse a la vida pública” (PT,73), y que “la renovación periódica de las personas en los puestos públicos no sólo impide el envejecimiento de la autoridad, sino que además le da la posibilidad de rejuvenecerse en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad humana” (PT 74, que remite en nota al mensaje navideño de Pío XII en 1942), concluye que “los hombres exigen hoy que las autoridades se nombren de acuerdo con las normas constitucionales y ejerzan sus funciones dentro de los términos establecidos por las mismas” (PT 79), idea que retomará el Concilio Vaticano II (cf GS,74 y 75) aunque sin mencionar a la democracia.
Pablo VI vuelve sobre el tema con énfasis en su carta al cardenal Roy. Allí anota que “la doble aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad democrática… el cristiano tiene la obligación de participar en esta búsqueda” (OA 24). Que “para hacer frente a una tecnología creciente, hay que inventar formas de democracia moderna” (OA 47), ya que una de las intuiciones centrales de Pablo VI en dicha Carta es que “el paso de la economía a la política es necesario” pues “es cosa de todos sabida que, en los campos social y económico -tanto nacional como internacional-, la decisión última corresponde al poder político” (OA,46). De cómo se organice dicho poder político depende, pues, casi todo lo restante. Releyendo Medellín y Puebla uno tiene la impresión de que la Iglesia en América Latina no “recibió” Pacem in terris y Octogesima adveniens, y no descubrió la riqueza que contienen en materia de reflexión política.
La consecuencia a mi juicio es grave, pues se les ha dicho a los cristianos que era necesario “un cambio global de las estructuras latinoamericanas”, que “dicho cambio tiene como requisito la reforma política” (Med.I.3.2), pero nunca se les presentó una reflexión medianamente desarrollada acerca de la forma política deseable. La falta de una distinción clara entre los conceptos de Estado, régimen político, gobierno y partidos (cf. p.ej..DP 521-523), es el indicador de la poca importancia que en nuestro continente se acuerda a las enseñanzas específicamente políticas contenidas en la Doctrina Social de la Iglesia y a la ciencia política contemporánea. Esta carencia tiene un alto costo para la Iglesia, pues deja a sus miembros librados a un voluntarismo político que repetidas veces recurre al uso de la fuerza (militar o guerrillera) para conseguir sus fines y convierte a la Jerarquía en un ineficaz, aunque valiente, denunciador de excesos. En política no basta saber lo que uno no quiere. Hacen historia quienes saben lo que quieren. En materia política ello implica adherir a un principio de legitimidad. Hoy, en América Latina, esto significa para la Iglesia escoger entre la democracia, que otorga la soberanía al pueblo, y dos formas de aristocracia: la militar, que confiere el poder a las oligarquías militares y sus aliados, y la marxista del partido único, que se arroga la representación exclusiva de los intereses populares. ¿No habrá llegado la hora de que la Iglesia en Améríca latina, como ya lo ha hecho en algunos países, haga una opción explícita en favor de la democracia?
 
LOS DERECHOS HUMANOS
Esta opción tendría un profundo impacto sobre un tema que preocupa por igual a los demócratas y a la Iglesia: los derechos humanos. Es un tema muy antiguo en la tradición republicana, ya que se remonta por lo menos a las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII. Pero adquirió nueva vigencia a partir de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Juan XXIII reconoce el valor de esta Declaración (cf.PT,143- 145), Y por su parte hace suyo y desarrolla el tema, agregándole el de los deberes del hombre (cf. PT,9- 34). En el ámbito universal la reflexión continuó en el marco de las Naciones Unidas, suscribiéndose en 1966 un Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y un Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En América, la Novena Conferencia Internacional Americana, reunida en Bogotá en 1948, aprueba una Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre antes que lo hiciesen las Naciones Unidas. Finalmente, el 22 de noviembre de 1969, se suscribe en San José de Costa Rica la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que crea la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Los Pactos internacionales y la Convención americana recogen en sus textos una distinción, cargada de sentido, entre los derechos civiles y políticos, por un lado, y los derechos económicos sociales y culturales, por el otro. Mientras los Estados se comprometen “a respetar y a garantizar a todos los individuos” los primeros, solamente se comprometen a “lograr progresivamente… la plena efectividad” de los segundos (Cf. art. 2.1 de ambos Pactos y art. l. l y 26 de la Convención). La diferencia con que se urge el respeto de ambos conjuntos de derechos expresa, a mi modo de ver, la prioridad de lo político sobre lo económico. En efecto, un pueblo existe como comunidad organizada si es capaz de darse a sí mismo un orden político que regule la pacífica convivencia de sus miembros. La prioridad acordada a los derechos civiles y políticos significa que ese orden político no ha de ser impuesto por la fuerza de unos pocos sino por el consentimiento de la mayoría, la cual se expresará sucesivamente, eligiendo un particular régimen constitucional y luego los ocupantes de los roles gubernamentales previstos en dicho sistema. Significa también que lo político no es considerado meramente como una superestructura del sistema económico.
A pesar de lo establecido en los acuerdos internacionales, no existe en América Latina un consenso respecto de esta prioridad. Casi todos los grupos de inspiración marxista, incluyendo en ellos a los cristianos que adoptan el ‘método científico’ marxista, elaboran diagnósticos y estrategias de cambio que privilegian la reforma económica y social, por considerarla determinante del orden político. Cuando alcanzan el poder político a través del modelo leninista del partido de revolucionarios profesionales, nunca han puesto en vigencia los derechos civiles y políticos. El caso de Cuba, gobernada desde hace un cuarto de siglo por la misma persona, es por demás elocuente.
Esta actitud economicista fue observable también en las intervenciones militares que pretendieron justificarse alegando que la ‘modernización’ y el ‘desarrollo’ eran precondiciones de la democracia. Hubo versiones ‘populistas’, como la experiencia de Velasco Alvarado en Perú; o de extremo liberalismo, como la de Pinochet en Chile, con una amplia gama intermedia. Todas tenían en común considerar que el pueblo no estaba maduro para gozar sin restricciones de sus derechos civiles y políticos.
Ahora bien, fue precisamente en los países que adoptaron estos modelos elitistas de gobierno -de izquierda o de derecha, poco importa- donde se produjeron y producen las violaciones más graves a los derechos humanos. Una consideración realista del problema obliga a buscar una explicación satisfactoria. La denuncia moral es necesaria, pero no va a la raíz de la cuestión. Hay que preguntarse por qué “los abusos de poder” son “típicos de los regímenes de fuerza” (DP 42). La respuesta de un demócrata será muy simple: porque el primer abuso es la usurpación del poder político por la fuerza, negación del pleno derecho que todos los hombres tienen, por el solo hecho de ser tales, de dedicarse a la vida pública. El poder económico, el poder social, el poder moral y religioso son importantes y a veces tienen gran influencia sobre el poder político. Pero éste concentra en sus manos el monopolio de la fuerza legítima, puede controlar a los poderes subordinados y es el único capaz de tomar decisiones que comprometan efectivamente a la comunidad en su conjunto. La explicación, por lo tanto, tiene que ser de naturaleza política. Si en la constitución del poder político no se respetan los derechos naturales del hombre, éste nunca accederá a la categoría de ciudadano: será un habitante, más o menos libre, mejor o peor alimentado, vestido y alojado -como el antiguo esclavo-, pero privado del ejercicio de una dimensión esencial de su existencia. Como decía Aristóteles, el hombre es un animal político.
En los documentos de la Iglesia no encontramos esta distinción operativa entre los derechos civiles y políticos, y los económicos, sociales y culturales. Juan XXIII hace una extensa enumeración de ellos en PT,11-27, con numerosas referencias al anterior magisterio eclesiástico, y vuelve sobre el tema en relación con el bien común al reconocer que “en la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana” (PT,60; cf también PT,61-65). Pablo VI reconocerá que “se han hecho progresos en la definición de los derechos del hombre y en la firma de acuerdos internacionales que den realidad a tales derechos. Sin embargo… los derechos humanos permanecen todavía con frecuencia desconocidos, si no burlados, o su observancia es puramente formal” (OA,23).
Medellín no incorpora el rico análisis de Juan XXIII, ni los desarrollos contenidos en los Pactos internacionales de 1966, aunque insta “a las universidades de América Latina a realizar investigaciones para verificar el estado de su aplicación en nuestros países” (Med. II, 3.2.11). Puebla ofrece una clasificación novedosa pero muy pobre al distinguir derechos individuales, sociales y emergentes, con total prescindencia de los documentos anteriores y en particular de la Convención americana de derechos humanos. Esto es particularmente grave en el tema que nos ocupa, pues mientras la Convención detalla con toda precisión en su art.23 los derechos y oportunidades de que deben gozar todos los ciudadanos, Puebla se limita a reconocer un vago derecho “al buen gobierno” (DP,1272) (¿de quién? ¿designado por quién?) y un no menos vago derecho “a la participación en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones” (id.).
Afortunadamente estas carencias conceptuales no fueron óbice para que en la práctica pastoral la Iglesia se irguiera como uno de los más firmes defensores de los derechos humanos en América Latina. Impulsada sin duda por la importancia que Juan Pablo II acuerda al tema en general, y a la libertad religiosa en particular, y por la opción que ha hecho en favor de los pobres ha pagado con la sangre de muchos de sus miembros el testimonio en favor de la dignidad humana.
Con la tradición intelectual democrática los puntos de coincidencia son numerosos y fundamentales. Con ciertos partidos que encarnan esta tradición surgen a veces discrepancias por la confianza un tanto ingenua de éstos en que la vigencia de los procesos democráticos formales conducirán por sí mismos a una mayor justicia social, lo cual puede no ser cierto en el corto y mediano plazo. En la perspectiva cristiana la prioridad de los derechos civiles y políticos puede justificarse en términos operacionales, no en términos valorativos. El hombre es uno y todos sus derechos son igualmente importantes, aunque no igualmente urgentes. Por ser sujeto, y no sólo objeto, de la vida social el ser humano tiene derecho a participar libremente en la determinación de su destino, tanto político como social. Aceptar que minorías ‘ilustradas’ –autoritarias o totalitarias, liberales, socialistas o populistas– decidan por sí y ante sí cuáles son los verdaderos intereses del pueblo, es negar la dignidad esencial que fundamenta toda teoría de derechos humanos que trasciende la retórica. La lucha por la defensa de los derechos económicos y sociales no puede escindirse de la que se libra por ejercer los derechos civiles y políticos, pues ya Aristóteles observaba que el gobierno de la mayoría era también el gobierno de los pobres. La vigencia del derecho de libre asociación verificará en la práctica el grado de libertad que una sociedad acuerda a sus miembros, pues es a través de la asociación voluntaria que la persona trasciende su individualidad y se transforma en una fuerza colectiva, única manera eficaz de frenar la acción arbitraria de los gobernantes y de los ‘grandes’ que controlan los resortes del poder económico y social.
 
 
LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Si bien los primeros teóricos de la democracia representativa miraban con desconfianza a los partidos políticos, los estudiosos de los regímenes constitucional-pluralistas contemporáneos reconocen la importancia del papel que juegan. Es común hoy clasificar a los regímenes políticos por el sistema de partidos en ellos vigente, porque constituyen la traducción institucional en el plano político del derecho de asociación. No existen democracias políticas en el mundo que no estén sustentadas en un sistema de partidos múltiples, que compiten libremente entre sí con el fin de alcanzar el gobierno. La existencia de un sistema multipartidario no alcanza, sin embargo, para acreditar a un régimen como democrático, pues muchos sistemas de partido único disfrazan su verdadera naturaleza tolerando y hasta fomentando la existencia de pequeños partidos que no gozan de libertad para actuar ni de autorización para eventualmente gobernar.
Los partidos políticos cumplen una función de mediación entre el individuo y el poder. Agrupan a los ciudadanos por afinidad ideológica, educan cívicamente a sus miembros, seleccionan a los candidatos que participan en las elecciones, ocupan posiciones de gobierno cuando triunfan y ejercen la oposición cuando son derrotados. Esta función de mediación es necesaria y útil, al punto que sin partidos políticos la libre participación ciudadana sería imposible. No en vano la primera medida que adoptan los regímenes autoritarios es disolverlos o prohibirles toda actividad.
No obstante ello, los partidos políticos no han gozado de favor en el magisterio eclesiástico. Encontramos numerosas alusiones a los sindicatos y corporaciones profesionales, a su legitimidad y positivo papel, pero he hallado sólo escasas referencias (cf. GS.75, DP 523-524) –y en un contexto peyorativo que opone la perspectiva sana del bien común a la negativa del interés particular– a los partidos políticos.
La distinción de una política con mayúscula, sólo ocupada del bien común, de la política partidista entregada a la búsqueda mezquina del interés particular, no sólo es difícil de sostener en teoría sino que ha servido con frecuencia como justificación ideológica a los militares que reclamaban para sí el honor de servir con exclusividad el interés nacional. En efecto, la política es una actividad práctica fundada en valores, sometida al reino de la opinión y que promueve y defiende intereses. El pluralismo político no es el resultado de la ignorancia o malicia de los hombres, sino la expresión cabal de la libertad con que buscan la verdad (cf. DH, 2), del conocimiento parcial e imperfecto que tienen de la realidad, y de la pluralidad de intereses que se derivan de la división y estratificación de roles en una sociedad. El partido es tan necesario a la vida política como el sindicato a la vida social; en uno convergen opiniones, en el otro intereses. Nadie puede arrogarse en la sociedad –ni las Fuerzas Armadas, ni un partido, ni la Iglesia– el derecho de hablar en nombre de todos desde una perspectiva suprapartidaria sin caer en las contradicciones del rey-filósofo platónico. En política todos buscan el bien común desde una perspectiva particular, y todos tiñen esa búsqueda de un apego a sus intereses. Negarlo sería negar la condición finita y pecadora del hombre.
Esta incomprensión del papel positivo que juega el partido político en un régimen político que respete los derechos humanos explica, me parece, por qué la Iglesia ha promovido más las instituciones propias del orden corporativo que las del orden constitucional democrático. La Jerarquía se ha reservado la política con mayúscula –la del bien común– y ha confiado a los laicos la pequeña política de la lucha partidaria. ¿Cómo extrañarse luego de los clericalismos de derecha e izquierda? Algo de esto seguramente percibía Juan Pablo II en 1980, cuando dirigiéndose a los obispos del Brasil les decía: “(los laicos) esperan también el legítimo espacio de libertad para su comportamiento en el orden temporal. Esperan apoyo y estímulo para ser laicos sin riesgo de clericalización (y para eso esperan que sus Pastores lo sean en plenitud, sin riesgos de laicización…). (Criterio, 1980, p.578). Explica también por qué la Iglesia ha estado más preocupada por el ejercicio de la autoridad que por la legitimidad de su origen. Lo primero se vincula con el bien común; lo segundo con la política de partidos. Quizás los modelos armónicos y corporativos de la década del treinta sigan proyectando su sombra utópica sobre nuestro tiempo, impidiendo la asunción realista y racional del conflicto político. Si ese fuera el caso, la reivindicación metodológica de la lucha revolucionaria de clases por ciertos cultores de la teología de la liberación podría ser vista como la denuncia implícita, y exasperada, de una grave carencia de la enseñanza social de la Iglesia en nuestro continente.
 
LIBERTAD RELIGIOSA Y PLURALISMO
Uno de los rasgos característicos de los regímenes democráticos es la separación de la Iglesia y el Estado. El proceso histórico que condujo a la actual situación fue bastante conflictivo, porque partió de la larga simbiosis entre el Trono y el Altar establecida por el Antiguo Régimen. El laicismo decimonónico fue a menudo injusto e intolerante, erigiendo en doctrina oficial un positivismo ‘ilustrado’ anticlerical y antirreligioso. Puede también decirse que la Iglesia no tuvo la suficiente apertura de espíritu para comprender la naturaleza profunda de los cambios que se producían, por lo que tardó demasiado tiempo en reconciliarse con la idea de la laicidad del Estado.
¿Qué se espera hoy de un régimen democrático en relación con la religión? Que asegure la libertad de conciencia y de religión como lo prescribe el art. 12 de la Convención americana de derechos humanos. El Estado se declara en principio agnóstico, pues teniendo como finalidad el bien común temporal no está obligado a adherir a una creencia religiosa particular, aunque pueda reconocer en la práctica el papel especial que ciertas comunidades –como la Iglesia– juegan en un país por razones sociológicas o históricas. Esta libertad de religión –junto a la libertad de pensamiento, de expresión y de asociación– ha creado en nuestras sociedades el llamado pluralismo religioso y cultural. No se acepta ya que la Iglesia imponga sus criterios en los casos controvertidos, pues se considera anacrónico querer preservar “desde arriba” una homogeneidad cultural ya inexistente.
En el plano de los principios del régimen político hay un acuerdo sustancial con las posiciones de la Iglesia respecto de esta cuestión. Pío XII decía ya en 1958: “La legítima sana laicidad del Estado es uno de los principios de la doctrina católica”. Vaticano II dirá en términos parecidos: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propia terreno” (GS,76) y dirá sin temor que “el cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aún agrupados, defienden lealmente su manera de ver” (GS,75). En materia de libertad religiosa quizás ningún documento civil vaya tan lejos como la declaración conciliar Dignitatis humanae.
En Medellín y Puebla el tema de la libertad de la cultura –brillantemente expuesto por Juan Pablo II en Río de Janeiro en 1980– y el de la libertad religiosa no son asumidos como aspectos centrales y deseables de las nuevas condiciones de evangelización. El ejercicio de estos derechos es visto sobre todo como una amenaza al “sustrato católico” de la cultura latinoamericana o como una ocasión que favorece la acción deletérea de las sectas. Los reclamos de libertad se hacen siempre desde la perspectiva del interés corporativo de la Iglesia institucional sin ponerlos en el marco más amplio que brinda, por ejemplo, la primera parte de Dignitatis humanae. Da la impresión que se percibe a la libertad religiosa y cultural más como amenaza que como oportunidad, razón por la cual en la práctica parece que la Iglesia se opusiera a algo que, sin embargo, en teoría postula y defiende. Hay que reconocer que en América Latina son escasísimos los países que gozan de un régimen democrático, y que en ocasiones estas libertades se conceden en contextos autoritarios con el fin de descomprimir las tensiones que se acumulan en el plano político, económico y social. El ejercicio de estos derechos queda inevitablemente afectado por la misma arbitrariedad que soporta la población en otros campos. Así como antes hubo que distinguir entre laicidad y laicismo, entre secularismo y secularización, hoy habrá que discernir de manera positiva la frontera entre libertad y permisivismo.
El reconocimiento de la “legítima sana laicidad del Estado” y del pluralismo religioso y cultural que resulta de admitir con franqueza las consecuencias del derecho a la libertad religiosa, disipa las posibilidades de conflicto en el nivel del modelo teórico deseable de régimen político. En la práctica, sin embargo, la comunidad política y la Iglesia “aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo” (GS,76). En este nivel de la cooperación institucional juegan un papel crucial la ideología que inspira a los partidos políticos y la mentalidad que anima a sus dirigentes, como asimismo la idea de Iglesia y de la sociedad civil deseable que tienen los dirigentes eclesiásticos, tanto clérigos como laicos. Cruzando variables, es fácil imaginar tanto las posibilidades de sana cooperación como de abierto conflicto. Sólo un examen histórico realizado país por país, pero desde la perspectiva teórica aquí adoptada podrá reconocer las discrepancias de fondo, los frecuentes malentendidos y las oportunidades desaprovechadas por dirigentes políticos y eclesiásticos condicionados por su pertenencia a mundos culturales disímiles e incomunicados.
Desde el punto de vista eclesial, dos pasos me parecen necesarios. El primero, asumir que es “necesario distinguir entre las teorías filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del hombre y las corrientes de carácter económico y social, cultural o político, aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías filosóficas” (PT, 159). Esta tarea de discernimiento, a la que Pablo VI encareció nuevamente (cf OA,26 y ss.) exige sacudirse una cierta pereza intelectual que tiende a reducir el conflicto ideológico o la pluralidad cultural al enfrentamiento del marxismo y el liberalismo, con una contribución marginal de la doctrina de la seguridad nacional. La enorme mayoría de los partidos políticos latinoamericanos con votos no se adscriben a estos modelos puros, y participan en cambio de tradiciones que los documentos eclesiales no se han molestado en analizar. El populismo, el nacionalismo, el antiimperialismo, el indigenismo, el constitucionalismo democrático, el laicismo positivista, el integrismo católico, el socialismo democrático, el social cristianismo, la democracia cristiana, el conservadorismo son corrientes históricas arraigadas en nuestra América que no han sido objeto del examen que merecen, Este trabajo ha de emprenderse sin demora, pero sólo será útil si se lo hace en un alto nivel académico. El impresionismo debe dar lugar al análisis documentado y apoyado en argumentaciones sólidas.
El segundo paso necesario se desprende del anterior y de importantes documentos eclesiales. Los católicos no han actuado en política como un bloque homogéneo sino que se han enrolado en casi todos los movimientos históricos latinoamericanos ya mencionados. La legitimidad de este proceder quedó rotundamente confirmada por el Concilio Vaticano II: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen el mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia” (GS,43). La misma idea será retornada por Pablo VI: “En las situaciones concretas, y habida cuenta de las solidaridades que cada uno vive, es necesario reconocer una legítima variedad de opciones posibles. Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes” (OA, 50).
No he encontrado en Medellín referencias al tema de la legítima variedad de opciones posibles. El capítulo sobre los laicos afirma la autonomía de éstos con respecto a los pastores en la opción de su compromiso temporal (cf. Med, X,2.3.), y a pesar de citar al respecto GS 43, no aborda un tema candente en América Latina, ya que no puede ignorarse que en la mayoría de nuestros países los victimarios y las víctimas pertenecen a la misma Iglesia. Refiriéndose al compromiso político de los laicos, Puebla se inspira en un texto de Pío XI para concluir que “ningún partido político por más inspirado que esté en la doctrina de la Iglesia, puede arrogarse la representación de todos los fieles” (DP, 523), y luego, tratando de la acción de la Iglesia con los constructores de la sociedad pluralista, tampoco recoge el tema del pluralismo de opciones legítimas en el campo temporal para el cristiano. Un ejemplo más del poco impacto que tuvo en nuestra Iglesia Octogesima adveniens.
A mi entender, admitir en plenitud, y hasta favorecer, el pluralismo temporal de los cristianos en un marco de comunión eclesial es el paso indispensable para insertar a la Iglesia en la sociedad pluralista y desclericalizar su relación con el Estado. El llamado a la unidad de acción, típico requisito del orden corporativo y reflejo defensivo de las instituciones que no asumen el cambio, no tiene futuro como estrategia eclesial porque no responde ni a la conciencia que la Iglesia tiene hoy de sí misma, ni a las condiciones objetivas que imperan en nuestros países. Por eso, la reconciliación sincera con la libertad implica acoger con beneplácito y defender con tenacidad su consecuencia: el pluralismo en sus diversas manifestaciones.
 
DEMOCRACIA Y LIBERTAD ECONÓMICA
El régimen político democrático, fundado en el reconocimiento de los derechos humanos, tiene vigencia hasta ahora sólo en sociedades que reconocen el derecho de propiedad, la libertad de trabajo y de comercio, la libertad de asociación, la iniciativa privada en forma individual o colectiva, en una palabra, las instituciones que caracterizan a la economía de mercado capitalista o lo que otros llaman el capitalismo liberal o el liberalismo económico, confundiendo, a mi juicio, determinadas experiencias históricas y corrientes ideológicas con las instituciones básicas.
El modelo de la economía de mercado capitalista es el resultado de reconocer a los miembros de una sociedad un conjunto de derechos económicos y sociales cuya enunciación a partir de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre se ha ido ampliando a medida que una conciencia social más aguda fue explicitando las consecuencias de reconocer la igual dignidad de todo ser humano. Esta enunciación se presenta en las Declaraciones, Pactos y Convenciones como un horizonte normativo que mide la mayor o menor justicia del orden social efectivamente vigente en una sociedad. Las Constituciones modernas incorporan muchas de sus cláusulas, lo cual no significa que sus disposiciones se apliquen. He señalado con anterioridad la diferencia con que se urge el respeto de los derechos civiles y políticos respecto de los económicos y sociales, y he procurado dar cuenta de ello. Quizás ahora haya que agregar razones históricas ligadas al desarrollo del capitalismo y a la primacía que en ese desarrollo tuvieron los derechos económicos sobre los sociales, y aún, en muchos casos, sobre los civiles y políticos. Por eso hay sociedades capitalistas sin gobierno democrático, pero no hay regímenes democráticos en sociedades no capitalistas, admitiendo que en la realidad la frontera entre lo público y lo privado es muy fluctuante.
Distinguir en este campo lo básico, lo histórico y lo ideológico es tan importante como en política distinguir el régimen democrático, las constituciones históricas y los programas partidarios. ¿Qué es lo básico de una economía de mercado capitalista en nuestro tiempo? Primero, el reconocimiento de que “toda persona tiene derecho a la propiedad individual y colectivamente” (Dec. Univ. art.17.1), lo cual significa que el Estado instituye un régimen jurídico que establece y garantiza la propiedad privada y su libre disposición, incluso de los medios de producción. Los alcances de este régimen jurídico pueden variar enormemente de país a país según sea la ideología que inspira la legislación, pero encuentran un límite infranqueable en el modelo socialista alternativo que niega la legitimidad de la propiedad privada de los medios de producción. Segundo, el derecho de toda persona a trabajar y de ser dueña de su trabajo y del fruto de su trabajo, lo que implica aceptar la legitimidad del sistema salarial, la elección del lugar de trabajo y el derecho de huelga. Tercero, la libertad de asociación sindical que permite a los asalariados negociar con los propietarios y administradores del capital privado y estatal las condiciones de trabajo y su remuneración.
Basta enunciar estas condiciones para advertir la diferencia existente entre el modelo actual de economía de mercado capitalista vigente en los regímenes políticos democráticos, y sus antecedentes históricos y realizaciones presentes en tantas partes de América Latina fundados en el desconocimiento de los derechos de los trabajadores, fundamentalmente el de huelga y el de asociación. Es incorrecto juzgar un sistema económico prescindiendo del régimen político en el que se desenvuelve, porque a veces se atribuye a ese sistema males que en realidad dependen del orden político autoritario que lo acompaña.
La importancia del papel del Estado en el modelo de economía de mercado no es desconocida hoy por nadie. Siempre intervino, como gendarme, árbitro o competidor. Uno de los puntos de mayor discrepancia ideológica ha sido siempre el referido al grado deseable de la intervención estatal. Los liberales reclaman, en un extremo, el Estado mínimo. Los estatistas, en el otro extremo, confían más en la burocracia pública que en la iniciativa privada de empresarios y trabajadores. Pero mientras esta discusión se lleva a cabo, pocos atienden a la importancia de analizar la naturaleza del poder político que interviene en un sentido u otro. Un gobierno elitista -de derecha o de izquierda-, fundado en la fuerza de los que se consideran superiores, restringirá inevitablemente la libertad de unos y/o de otros, y acentuará las desigualdades. Un gobierno democrático fundado en la igualdad y en la voluntad de las mayorías producirá en el mediano plazo una democratización de la vida económica, porque sus instrumentos de acción son la participación y el consenso.
Es imposible hacer justicia en el espacio de que dispongo a la riqueza y fecundidad de las enseñanzas económicas y sociales del magisterio eclesiástico. Ello requeriría un trabajo específico. Pero asumiendo los riesgos implicados en toda simplificación, me atrevería a realizar tres afirmaciones: 1) No hay contradicción entre los tres componentes básicos del modelo de economía de mercado capitalista y las enseñanzas sociales de la Iglesia; 2) Ha existido, y sigue existiendo en la medida en que persiste, una fuerte impugnación por parte de la Iglesia del modelo histórico de desarrollo del capitalismo liberal y del socialismo capitalista de Estado; 3) Ha existido, y sigue existiendo, una incompatibilidad entre la ideología del liberalismo económico y la doctrina social de la Iglesia respecto de cuestiones centrales como la propiedad, el trabajo, el papel del Estado, la justicia social, la solidaridad social, la participación, la empresa, etc. Lo mismo cabe decir respecto de la ideología marxista-leninista. Como los puntos 2) y 3) son obvios para quien está medianamente familiarizado con el magisterio social de la Iglesia, procuraré esclarecer el alcance de la primera afirmación.
Para ello recurriré a citas que me parecen particularmente claras y sugestivas, pero que deben ser siempre leídas en el contexto de lo afirmado en 3). Por eso mi tesis sólo consiste en afirmar que no hay contradicción entre los tres componentes básicos del modelo de economía de mercado y el magisterio eclesial, y no que dicho modelo sea hoy conforme o esté patrocinado por la Iglesia.
Dice Juan XXIl: “Como tesis inicial hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos. ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes” (MM.51), iniciativa que hace “necesario también la presencia activa del poder civil en esta materia” (MM, 52). Para ejercer esta iniciativa privada Juan XXIII va a reconocer que:

  1. a) “surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, derecho que… constituye un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad para el Estado” (PT,21); “El derecho de propiedad privada entraña una función social. (PT,22).

 

  1. b) “es evidente que el hombre tiene derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar y a la libre iniciativa en el desempeño del trabajo”. (PT,18). “En la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores” (Gs,68). Pablo VI retomará la misma enseñanza en OA,14. y ya Pío XI había defendido el sistema salarial al sostener “que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo (no) es de por sí injusto”. (QA,64).
  2. c) Por último, Juan Pablo II resumirá una tradición que se remonta a León XIII al reafirmar que los trabajadores tienen “derecho a asociarse esto es, a formar asociaciones o uniones que tengan como finalidad la defensa de los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre de sindicatos” (LE,20).

¿Qué sentido tiene para nuestro propósito comprobar esta no contradicción? El interés no es meramente teórico, sino que consiste en correlacionar la vigencia de ciertos principios y derechos con un determinado orden político, tal como lo hace Juan XXIII: “La experiencia diaria prueba… que, cuando falta la actividad de la iniciativa particular, surge la tiranía política. (MM, 57). “La historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o se suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad” (MM, 109). La fallida experiencia polaca del sindicato Solidaridad prueba lo mismo en relación con el derecho de asociación sindical.
Es esta conexión entre el sistema económico deseable y el régimen político deseable lo que echo de menos en la reflexión de la Iglesia latinoamericana. Si la tarea se agota en la crítica, si todos los sistemas son igualmente condenables, vale lo mismo uno que otro. Lo que he querido recordar es que no son igualmente condenables el modelo de economía de mercado fundado en la iniciativa privada y desarrollado en el marco de un régimen político democrático, y el modelo socialista de capitalismo de Estado combinado con el régimen político marxista-leninista de partido único. Contribución modesta, si se quiere, pero fundamental para el actor político que ha interiorizado estos conceptos de Pablo VI: “No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva” (OA.48).
 
 
[*] Publicado en Revista Criterio, nº 1940, 28 de marzo 1985, pp. 82-91.