Por. J. L. González Quirós
Fuente: Disidentia
Madrid, 21 de abril de 2018
 
Soy de esos españoles que no suele sentir con demasiada frecuencia envidia de los franceses, tal vez porque, como decía Pío Baroja, hubo un momento en que en España hasta los ángeles estaban traducidos del francés; ya no es así, obviamente. Pero he sentido una noble envidia, creo que es posible que la haya, al leer el discurso de Macron ante la Conferencia de los obispos de Francia.
Hasta ahora estaba convencido de que Emmanuel Macron es un hombre audaz, pero acabo de comprender que no es un aventurero, el mero fruto de fracasos ajenos al que los franceses se agarraron como a un clavo ardiendo, sino que es un político de verdad, alguien que tiene cosas que decir a los franceses, y a los europeos, y que no teme ser malinterpretado, que desafía a las estúpidas convenciones que nos impiden pensar en problemas de fondo, o que nos llevan a creer que la política sea algo que puede reducirse a un sentido común romo y cobarde. Imaginar la posibilidad de que un político español fuere capaz de sostener un discurso de semejante enjundia me está vedado, al menos hoy por hoy, de ahí la envidia.
Macron no se anda por las ramas, ni pretende, simplemente, cortejar a los obispos, menos aún ganar clientes con una distancia más o menos fingida. Lo que se pregunta es cómo se deben suturar las heridas que han apartado el ejercicio de la política de ese venero de la conciencia moral, que es, por cierto, indistinguible de nuestra tradición centenariamente cristiana, y cómo garantizar esa continuada conversación, por decirlo como MichaelOakeshott, que debe existir entre la libertad ciudadana y la exigencia moral que emana de la conciencia y que siempre llama al deber, a la misericordia y al perdón.
Y les dice a los obispos que su religión no puede apartarse del debate de la república, aunque sea obvio que no puedan pretender que su voz sea la única, ni creerse en posesión de las verdaderas soluciones, pero acierta a subrayar cómo el ejemplo que la Iglesia sabe dar, y debe dar, de piedad y de saber estar al lado de quienes sufren, es un fermento necesario en la vida pública, de manera que espera de los católicos franceses “el don de vuestra inteligencia, el de vuestro compromiso, y el de vuestra libertad”.
Este discurso de Macron es una muestra especialmente lúcida y valiente de que es consciente de las limitaciones de cualquier estatismo, de que comprende cómo Europa está en un momento en el que podría ser suicida entregarse únicamente a la gestión, sin atreverse a afrontar decididamente las cuestiones más difíciles. Y entre estas no cabe duda que una de las más arduas es el intento de casar la soberanía política con el respeto a la libertad de conciencia.
Macron se atreve a afrontar esa cuestión porque se siente seguro de su condición política como líder de una república, de una sociedad de hombres libres, que también sabe reconocer que la vida humana, y esa forma de articular la convivencia que es la política, no puede ignorar que los ciudadanos necesitan algo más que normas positivas y meras prohibiciones para afrontar la vida con esperanza y con valor, que el Estado puede ser un freno a la barbarie, pero no tiene fuerza suficiente para garantizar la plenitud de una convivencia en libertad, en solidaridad y en mutuo reconocimiento y respeto.
 
Esa certeza de la insuficiencia del Estado se puede hacer especialmente aguda en épocas de crisis como la nuestra, y es algo de lo que carecen, como si fueran sordos melódicos, esas formas de laicismo que ni siquiera son capaces de atisbar sus limitaciones intrínsecas, que circulan alegremente como expresiones puras de la libertad y que suelen ocultar, sin embargo, formas muy peligrosas del totalitarismo, de abolición de cualquier forma de pluralismo que está detrás de la infinita arrogancia de los robesperrianos con piel de cordero.

La fe, la milicia y el republicanismo laico

Como ha escrito brillantemente Gregorio Luri, “El laicismo nace cuando el Estado se cree capaz de nacionalizar las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las administra con la ayuda de una nueva religión, la patriótica, promesa y liturgia de salvación colectiva”, mientras que el patriotismo como virtud cívica, y no como estofa del vicio colectivo que es cualquier nacionalismo, tiene que ser la otra cara de la visión liberal, del convencimiento de que los Estados no pueden ni deben hacerse cargo de nuestra conciencia moral, que no deberíamos consentir que se extralimiten para convertirse en proveedores de una nueva moral, por mucho que pretendan disfrazarla como una ”ética” puramente racional y supuestamente sin supuestos.
Macron comienza su discurso recordando al coronel Arnaud Beltrame, militar, católico, masón y republicano, que el pasado 24 de marzo supo poner generosamente en riesgo su vida, y perderla, al entregarse como prenda para obtener la libertad de un rehén, y Macron afirma que esas tres razones, la fe, la milicia y el republicanismo laico, forman parte de la misma llama que supo arder en el corazón valiente del héroe, es decir, que para el presidente francés no hay contradicción alguna entre esos ingredientes que han nutrido la historia de Francia.
Ahí tenemos, sin duda, una poderosa base de partida que no debiéramos dejar que se debilitara por formas estrechas y totalitarias de estatismo y de laicismo, pero el discurso de Macron también nos obliga a preguntarnos por la forma en que nuestra mejor tradición puede abrirse a convivir con otras formas de religión que, para empezar, no se muestran tan dispuestas a respetar la libertad de los demás y que están llamando a las puertas.
Una posibilidad que, en cualquier caso, habrá de tener el soporte de la ley democrática, pero que deberá buscar la savia de que nutrirse en raíces un poco más profundas y menos convencionales que las fórmulas habituales de la corrección política, estupendos disfraces de ignorancia que pretenden ocultar una necia satisfacción moral e intelectual.