Por Germán Masserdotti
Fuente: Religión en Libertad
4 de noviembre 2018
Cuando algunas intervenciones de miembros de la jerarquía eclesiástica en la vida política producen indignación -palabras más, palabras menos-, se sostiene que, para que no sucedan estas cosas, la solución es la separación entre la Iglesia y el Estado.
Bien visto, sostener dicha separación entre la Iglesia y el Estado para remediar “que la Iglesia se meta en política” refleja una eclesiología desencaminada. Según esta postura, la Iglesia se identificaría con la jerarquía eclesiástica “¡Aro, aro, aro!”, gritaría un gaucho de mi patria. Esta identificación, precisamente, es la que genera la falsa conclusión de la necesidad de separar la Iglesia del Estado. En realidad, el laicado católico, en razón del Bautismo recibido, forma parte de la Iglesia. Todavía mejor: es la Iglesia. Esto merece una breve explicación.
Como explica Julio Meinvielle en La Iglesia y el mundo moderno, “todos los fieles cristianos, incluidos los laicos, están investidos, por la unción del bautismo y de la confirmación, del sacerdocio, de la realeza y del profetismo de Cristo” a la vez que Él mismo “ha establecido ministerios jerárquicos en su Iglesia, lo que determina desigualdades que hacen al gobierno de la misma y a la dispensación de su gracia”. En la Iglesia “hay lo que viene de arriba, de Cristo, que ha instituido la Iglesia con magisterio, con sus medios de santificación, con su gobierno, pero hay también lo que viene de abajo, lo que traen los fieles consigo para participar de la verdad y de la gracia”. De esta manera “entre clérigos y laicos hay una igualdad fundamental que supera cualquier diferencia o jerarquía que puede establecerse por razones de ministerio. Sin embargo, estas diferencias existen y deben ser reconocidas y afirmadas”. Los laicos “constituyen la Iglesia con el mismo título que la constituye el Papa, los obispos, los clérigos y los religiosos. Sólo que su estado [de vida] les pide otra actuación dentro de la Iglesia” y también respecto del mundo. Los clérigos, en lo que se refiere a una comunidad política de acuerdo al orden natural y cristiano, “trabajan eficazmente, pero no como ejecutores directos”, sino como “inspiradores y directores espirituales, ya que han de enseñar cuál es la recta ordenación cristiana de la vida temporal”. Dicho sea de paso… o no tanto: ¿cumplen los clérigos, en particular los obispos, el oficio que grava su conciencia de cara a la vida eterna de “enseñar la recta ordenación cristiana de la vida temporal”? Antes de “meterse en política”, ámbito propio del laicado católico, ¿hacen carne los deberes del pastor de acuerdo a las enseñanzas de documentos como el decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos del Concilio Vaticano II?
De lo dicho arriba se sigue que la Iglesia debe “meterse en política”, pero debe precisarse que a quien corresponde “meterse” es al laicado católico en razón del carácter secular de su estado de vida.
El problema planteado, entonces, se soluciona recordando un refrán castellano que reza “Zapatero, a tus zapatos”. Resulta por demás loable la preocupación los miembros del episcopado de cada país por la “cuestión social”. Sin embargo, la gestión de las cosas temporales, en este caso las políticas, es algo propio de laicado católico, no del clero.
Otra sería la realidad política argentina si cada uno de los bautizados, clérigos y laicos, cumpliera a conciencia con su deber de consagrar el mundo a Cristo desde la propia posición. Blanco sobre negro: los clérigos gobernando en la Iglesia, santificando y enseñando la doctrina de siempre y los laicos gestionando las realidades temporales con la debida competencia de acuerdo al rol social en el que se encuentren.