Laclau y Mouffe, profetas de la nueva izquierda
Laclau y Mouffe dicen que la izquierda debe dejar de apostar por los obreros y hacerlo por los “nuevos movimientos sociales”. Para Laclau y Mouffe, la esencia de la izquierda es el antagonismo, el conflicto, “que divide el espacio social en dos campos”.
 
3 de marzo de 2019
Por Francisco José Contreras
Fuente: Actuall
Si hay una obra clave para entender a la izquierda del siglo XXI, se trata probablemente de Hegemonía y estrategia socialista, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Se dice que es el libro de cabecera de Pablo Iglesias y demás catedrocracia podemita. Fue publicada en 1985, el año en que Gorbachov ascendió al poder y embarcó a la URSS en un proceso de reformas que, al fracasar, demostraron una vez más la inviabilidad de cualquier “socialismo con rostro humano” y precipitaron el colapso del bloque comunista (1989-91).
En realidad, Laclau y Mouffe dan ya en 1985 por fallido al socialismo clásico y proponen su sustitución por otra cosa. Muy versados en historia de la izquierda, dan a entender que el marxismo clásico entró en crisis ya a finales del siglo XIX (en 1899 Eduard Bernstein inaugura el “revisionismo” con su obra Los presupuestos del socialismo y la tarea de la socialdemocracia), cuando, medio siglo después del Manifiesto comunista, no se había materializado en ningún lugar la revolución social que Marx y Engels habían considerado inminente: al contrario, superada la Gran Recesión de 1873-1896, el capitalismo marchaba viento en popa, los salarios subían, y los obreros habían encontrado una vía legal de presión y negociación a través de los sindicatos. A diferencia del comunismo de 1985-89, el capitalismo de 1900 sí había demostrado elasticidad y capacidad de reforma.
Laclau y Mouffe se estiman continuadores del marxismo heterodoxo de principios del siglo XX, que asumía el fracaso de la línea socialista clásica y buscaba alternativas. Por ejemplo, los austromarxistas de la belle époque (Adler, Bauer, Renner), capaces de revisar los dogmas marxistas de la necesidad histórica (indefectibilidad de la revolución socialista) y la centralidad de las relaciones de producción, sustituyéndolos por una búsqueda contingente de nuevos sujetos revolucionarios y nuevos conflictos instrumentalizables por la izquierda: por ejemplo, los relacionados con la cuestión nacional, especialmente relevantes en la monarquía austro-húngara (Otto Bauer, El socialismo y la cuestión de las nacionalidades, 1907). El propio Lenin tendrá que desviarse del guión marxista ortodoxo, que consideraba imposible la revolución socialista en un país como Rusia, con un proletariado industrial poco desarrollado: Lenin sostendrá que la pequeña clase obrera rusa puede ejercer la hegemonía dentro de una alianza de clases oprimidas que incluiría también a los campesinos pobres, mucho más numerosos. También el Gramsci de Notas sobre la cuestión meridional (1926) tendrá que enfrentarse al problema de la cuasi-inexistencia de proletariado industrial en el Mezzogiorno, y postular una alianza de clases o “bloque histórico”. Ahora bien, el concepto gramsciano de “hegemonía” no se refiere (sólo), como el leninista, al papel del proletariado dentro de la alianza de clases, sino también a la colonización del imaginario (hegemonía cultural) que los intelectuales marxistas deben emprender para preparar el camino a la revolución social: antes de revolucionar la estructura (el modo de producción), los socialistas deben dominar la superestructura (la ideología y valores ambientales) a través de una “larga marcha por las instituciones” que les permita infiltrar la escuela, la Universidad, el cine, la literatura…
Laclau y Mouffe completan la revisión del marxismo que Gramsci sólo había esbozado: lo que dicen de hecho es que la izquierda debe dejar de apostar por los obreros –ya Marcuse había dicho de ellos en 1964 que estaban alienados por el (falso) bienestar y que eran incapaces del “Gran Rechazo” al sistema- y hacerlo por los “nuevos movimientos sociales”: feminismo, homosexualismo, antirracismo, ecologismo, pacifismo, indigenismo…: “El obstáculo básico [para la izquierda] ha sido el clasismo, es decir, la idea de que la clase obrera es el agente privilegiado en el que reside el impulso fundamental del cambio social” (p. 223).
Para Laclau y Mouffe, la esencia de la izquierda es el antagonismo, el conflicto, “que divide el espacio social en dos campos” (p. 199). Pero el conflicto que servirá de motor a la nueva izquierda ya no es el de la burguesía contra el proletariado, sino el del varón blanco heterosexual contra las mujeres, los homosexuales, los indígenas (el vector indigenista es importante en Hispanoamérica), las gentes de color (el conflicto racial es relevante en EE.UU.) y los inmigrantes (importante en Europa).
Se trata, por supuesto, de conflictos imaginarios, al menos en el Occidente desarrollado, donde hombres y mujeres son iguales ante la ley desde hace generaciones, la homosexualidad está plenamente aceptada, la discriminación racial no existe y los inmigrantes son favorecidos con una generosa gama de derechos y prestaciones que no tenían en sus países de origen (por eso emigran). Y esto es lo que convierte a la nueva izquierda en una ideología destructiva: necesita dividir a la sociedad en tribus, en rebaños moralmente homogeneizados: los varones serían culpables en bloque de “masculinidad tóxica”, los blancos serían homogéneamente culpables de “racismo”…: la responsabilidad individual es sustituida por la colectiva, el individuo es disuelto en el grupo. Y necesita, además, enfrentar a esas tribus entre sí. Necesita alentar conflictos donde no los había. Es especialmente nefasto que uno de esos conflictos oponga nada menos que a los hombres y las mujeres, reinterpretando la relación entre los sexos como “una relación de poder” (Kate Millet). Sin cooperación amorosa entre los sexos no es posible la perpetuación de la especie. En ello estamos, con tasas de natalidad muy por debajo del índice de reemplazo en la mayor parte del mundo desarrollado.
Una última enseñanza a inferir de la obra de Laclau y Mouffe: los neoizquierdistas no hablarán de socialismo y nacionalizaciones, sino de “profundización en la democracia”: “La tarea de la izquierda no puede consistir en renegar de la ideología liberal y democrática sino, al contrario, consiste en profundizar en ella y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural” (p. 222). En la línea de precursores como Hermann Cohen o Ernst Bloch (y también, en cierto modo, el Marx de La cuestión judía), los “socialistas del siglo XXI” dicen que ellos sólo intentan llevar a su pleno cumplimiento los ideales de 1789, que los liberales habrían traicionado: quieren traer la “verdadera libertad”, la “verdadera democracia” y la “verdadera igualdad”.
Como la “verdadera libertad” incluye el bienestar económico y la garantía de las necesidades básicas, la nueva izquierda desarrollará los “derechos sociales”, es decir, subirá impuestos y nacionalizará servicios para “garantizar a todos un nivel de vida digno”. El resultado, ya lo sabemos, es Venezuela. Como la “verdadera igualdad” no es la igualdad ante la ley (formal y engañosa, dice la izquierda desde hace siglo y medio) sino la igualdad de resultados, ellos instituirán una maquinaria totalitaria de “leyes de igualdad”, “medidas de discriminación positiva” (que lo es siempre negativa para otros), cuotas raciales y de género… Presupondrán que, mientras no se alcance una ratio 50/50 de hombres y mujeres en el último consejo de administración, el último claustro universitario, la última brigada de bomberos o pelotón de infantería, será porque aún vivimos en una sociedad presa de estereotipos machistas, que necesita ser reeducada por ingenieros sociales y políticos ilustrados que nos conducirán a la “verdadera igualdad”.
Quien lea las exposiciones de motivos de nuestras leyes –nacionales y autonómicas- de Igualdad, de Violencia de Género o de “derechos LGTB”, entenderá que Laclau y Mouffe han ganado. O que van ganando. Porque aquí no se ha dicho todavía la última palabra, y mucha gente está empezando a despertar.