Por Pbro. Gustavo Irrazábal

“Popular” no necesariamente es sinónimo de “superficial” o “pasatista”. Esto se aplica de un modo especial al tango, un género que fue madurando con el tiempo, hasta brindarnos canciones de una profundidad humana y un vuelo poético notable. Tal es el caso del conocido tango “Naranjo en Flor”, de 1944, obra de los hermanos Virgilio y Homero Expósito. Homero (1918-1987), autor de la letra, de carácter perfeccionista y obsesivo, introdujo en ella imágenes y expresiones desusadas, que en su momento muchos consideraron incongruentes con el tango tradicional.

Conviene por eso hacer una pequeña introducción antes de escuchar este tema, para poder apreciarlo en su real valor artístico, más allá de la atracción o rechazo que pueda suscitarnos este tipo de música. La dificultad y el mérito estriban en que la letra evoca sobre todo impresiones, que quedan asociadas inseparablemente a la experiencia que el protagonista nos quiere transmitir, y que quedan marcadas en él a fuego, como claves de una historia de la cual sólo podremos conocer la esencia, despojada de todo detalle. Pero esas impresiones y esa historia apenas esbozada son suficientes para sumergirnos en la desesperación resignada del protagonista, para el cual aquella historia puso fin a su vida en plena juventud.

La versión que vamos a oír a continuación, es la versión interpretada por Roberto Goyeneche y la orquesta de Atilio Stampone. Comienza de un modo inesperado con melodía casi infantil, hecha de notas cristalinas de tímpano que evocan la inocencia y la pureza. Luego, esa primera impresión se traduce de sonidos a palabras e imágenes referidas a ella, la joven amada: “Era más blanda que el agua…”, “era más fresca que el río…”. Y a continuación, se evoca aquella sensación que da título a este tango, y compendia en sí todo el drama que se nos va a relatar: el aroma del naranjo en flor que impregnaba el aire de aquella tarde de verano, en una calle cualquiera de barrio, donde ella y él se encontraron. Pero no sabemos por qué aquel amor fue fugaz. Y el protagonista queda trágicamente atado a su desilusión. Escuchemos este tango con atención, para después volver sobre la letra.

(Se puede seguir este link: https://www.youtube.com/watch?v=q9laMl8d3sA )

Era más blanda que el agua
Que el agua blanda
Era más fresca que el río
Naranjo en flor
Y en esa calle de estío
Calle perdida
Dejó un pedazo de vida Y se marchó

Ella se marcha dejando al protagonista simplemente un “pedazo de vida”, que sin ella no es más que una reliquia muerta, y recuerdo lleno de dolor y de nostalgia, una prisión que describe el estribillo de un modo contenido, sobrio y, al mismo tiempo, desgarrador.

Después de conocer el dolor del corazón roto, sólo queda “partir” sin rumbo, y “andar sin pensamiento”, vacío de amor y de esperanza, como suspendido en la existencia, atrapado por el recuerdo del pasado, cuya cifra es el “perfume del naranjo en flor”, es decir, la “promesa” engañosa del amor, que fue barrida por el viento de la vida.

Defraudado por la promesa del amor, despojado de futuro, la palabra “después” ha perdido sentido para él. Como imaginando que alguien le pregunta, ¿qué pasó después?, responde el protagonista que no existe un “después”, algo que merezca ser contado. “Después, ¿qué importa del después?”, grita exasperado, con una rabia de dientes apretados que Goyeneche interpreta a la perfección. Toda su vida ha quedado encerrada en el ayer, en una juventud que se ha convertido en una trampa. Es la “eterna y vieja juventud”: “eterna” porque no puede superarla, se ha quedado detenido en ella, y “vieja” porque ya no tiene nada que ver con las ilusiones de la juventud y el florecer de la vida, sino con el recuerdo de lo que ya no puede ser. La imagen final, sobrecogedora, es la de un ser paralizado y temeroso, acobardado frente a la vida, que se le ha revelado como absurda e incomprensible, y que lo ha dejado como “un pájaro sin luz”, incapaz de volar.

En la segunda parte, el protagonista expresa su sentimiento de culpa y perplejidad, nuevamente asociadas al recuerdo de la calle arbolada, la canción entonada por el silbido distraído de algún transeúnte, y el aroma estival del naranjo en flor.

¿Qué le habrán hecho mis manos?
Qué le habrán hecho
Para dejarme en el pecho
Tanto dolor
Dolor de vieja arboleda
Canción de esquina
Y con un pedazo de vida
Naranjo en flor

Pese a los años transcurridos desde su creación, este tango conserva todavía su fuerza para emocionarnos. Es que, aunque nuestras historias de vida pueden ser muy distintas a la del protagonista, siempre tienen que ver con el amor. Sólo la promesa del amor puede ponernos en movimiento; sin ella, la vida queda vacía.

Puede tratarse del amor de los padres, de los hermanos, los amigos, los compañeros de camino o el amor de pareja. Pero esa aventura del amor es frágil, está sometida a muchas posibles eventualidades: puede ir bien, o no; puede realizarse o convertirse en una quimera inalcanzable; podemos ser aceptados o rechazados; o la vida misma puede ponerle fin contra el deseo de los dos. Y una frustración de ese deseo cuando todavía no estamos suficientemente maduros para asumirla, o a cualquier edad no encontramos recursos interiores para sobreponernos, puede llevarnos a dudar de la posibilidad misma del amor, a dudar de que la vida tenga sentido.

Cualquier hecho traumático del pasado puede convertirse en una trampa de la cual es difícil liberarse, algo que permanece como un peso sobre nuestras espaldas, absurdo e impenetrable, que puede generar sentimientos de desencanto y de resentimiento para con la vida, cuando creemos que no ha sido buena o justa con nosotros, que sus promesas que no se cumplieron. Y al mismo tiempo abrigamos un vago sentimiento de culpa por sentirnos de alguna manera responsables. Y así podemos terminar “como un pájaro sin luz”. De hecho, cuántas personas viven del pasado, de la nostalgia, como si a partir de cierto punto sus vidas no hubieran tenido un “después”.

Esto nos muestra la importancia de lo que llamamos “la purificación de la memoria”. Se trata de la tarea de volver una y otra vez sobre nuestra historia, pero no para revivir inútilmente viejos dolores y frustraciones, sino por el contrario, para contemplar nuestro pasado a la luz de la fe, para discernir en él los caminos de Dios.

Uno de los Padres de la Iglesia San Ireneo de Lyon insistía en que “lo que no se asume no se redime”. Necesitamos asumir en la fe aquellos hechos y situaciones del pasado que todavía pesan sobre nosotros, que nos llenan de dolor o de culpa, de indignación o frustración, y nos hacen dudar de que sea posible todavía confiar en la bondad de la existencia. Este ejercicio de la purificación de la memoria debe tener lugar sobre todo en el ámbito de la oración.

¿Y cuál es la clave para superar el peligro de la desesperación y encontrar el camino del crecimiento interior y la esperanza? Los cristianos podemos responder: la clave es la cruz. Precisamente, el lunes que viene celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz, y por lo tanto, es oportuno pensar de qué manera esta recurrencia puede iluminar el desafío de convertir la cárcel del pasado en un ámbito lleno de los signos del amor de Dios, en un impulso que nos proyecta hacia el futuro y nos acerca a Él. El tema de la exaltación de la Cruz puede resultarnos algo desconcertante porque da la impresión de glorificar un mero objeto material, la cruz, y no al Salvador que colgó de ella. ¿Cómo explicar la devoción a la cruz misma?

Aquí nos encontramos con un ejemplo de la llamada Crux gemmata (cruz enjoyada), difundida en la Cristiandad antigua y la temprana Edad Media. En ella vemos expresada la paradoja de un instrumento de ejecución que se convierte en símbolo del triunfo de Cristo cuando se la mira a la luz de la resurrección. La cruz enjoyada es una de las primeras manifestaciones de esta fe. En su origen, este tipo de obra era una respuesta a los paganos que se mofaban de que los cristianos tuvieran por signo distintivo algo tan vulgar como un madero, más aún, un instrumento de tortura. Pero es importante señalar que, de hecho, hasta el siglo VI rara vez se representaba a Cristo en la Cruz, o sólo se lo representaba pudorosamente en la parte de atrás. Recién en torno al año 1000 d.C, Cristo crucificado pasó a la parte de adelante, y la Cruz se convirtió en “Crucifijo”, como puede apreciarse en la Cruz (enjoyada) de Matilde (en honor a la abadesa de ese nombre, 973). Cada vez necesitó menos ornamentación para ser aceptada por los creyentes.

Podría causarnos un poco de escándalo esta historia que refleja la dificultad del pensamiento humano de encontrar sentido al dolor, a la debilidad, al fracaso, a la muerte, y entender que Dios mismo hizo de ellos camino de salvación. Aun los cristianos necesitamos un largo proceso para unir al Redentor y a la Cruz, como lo necesitaron Pedro y los apóstoles (Mateo 16,21-27). La Exaltación de la Cruz es una fiesta que debe ayudarnos a imitar este proceso, por difícil y gradual que sea, en nuestra vida personal. Transformar nuestras mentes para “pensar como Dios y no como los hombres” (cf. Mt 16,23), para tener la “mente de Cristo” (1 Cor 2,16). Ésta nueva “lógica”, y no un simple madero, es lo que exaltamos. Una vez aceptada en lo profundo del corazón la “lógica” de la Cruz, el dolor, la debilidad o el fracaso del pasado o del presente, dejan de generar confusión, vergüenza o culpa, y transformarse en oportunidades misteriosas de encuentro con Dios, de gracia, de liberación.

Nosotros comprendemos el sentir del protagonista de este tango, que sufrió una separación y un desengaño del cual posiblemente no fue responsable (pese a la culpa difusa que lo atormenta). Pero en el fondo, fue por propia decisión que quedó “fijado” a ese episodio temprano de su vida. Podríamos decir que quedó “clavado” a su cruz porque la vivió sin fe, una cruz sin resurrección. La desesperación no era para él un destino inexorable, fue una elección. El dolor sufrido, aun teniendo en cuenta la intensidad afectiva propia de la juventud, pudo haber sido una oportunidad de madurar, y el perfume del naranjo en flor pudo haberse convertido en el signo, a la vez doloroso y gozoso, de esa liberación.

Todos nosotros, de un modo u otro, estamos expuestos al mismo peligro. Por eso, debemos purificar nuestra memoria a la luz de la fe en la cruz gloriosa, que nos revela el amor providente de Dios, y nos brinda la certeza de que todo en nuestra vida tiene sentido: incluso lo más oscuro y doloroso, puede redundar, del modo que sólo Dios sabe, en nuestro bien. Como dice San Pablo:

«Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él llamó según su designio. En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó.» (Romanos 8,27-30)

 

Para reflexionar

¿Siento que hay episodios de mi pasado que me siguen pesando y me condicionan en el presente?

¿He procurado hacer entrar estos “nudos” de mi pasado en la oración?

¿Logro reconocer las huellas de Dios en mi historia personal?

¿Contemplo mi vida con los ojos de Cristo, a la luz de su Cruz?

¿He experimentado cómo, en la fe, el dolor puede transformarse en resurrección?

 

Para orar

Himno: CRUZ DE CRISTO

Cruz de Cristo, cuyos brazos todo el mundo han acogido.

Cruz de Cristo, cuya sangre todo el mundo ha redimido.

Cruz de Cristo, luz que brilla en la noche del camino.

Cruz de Cristo, cruz del hombre, su bastón de peregrino.

Cruz de Cristo, árbol de vida, vida nuestra, don eximio.

Cruz de Cristo, altar divino de Dios-Hombre en sacrificio. Amén.