Por Carolina Riva Posse
Para el Instituto Acton
Enero 2023

Estas líneas intentarán detenerse en un aspecto del pensamiento y la persona de Benedicto XVI que no pretende ser ni el central ni el más abarcativo o agudo, pero que es significativo y verdadero. Desde joven, Ratzinger tuvo una gran sensibilidad hacia su actualidad histórica, es decir, estaba atento a lo que vivía su época. 

Es ya memorable y seguramente muy citada en estos días su expresión sobre la «dictadura del relativismo». En esa fórmula él condensaba el desafío cultural de nuestros días, en que los hombres son llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina. Pero además, la cultura dominante se muestra intolerante y censuradora de cualquier afirmación que pretenda ser definitiva; de ahí que se convierte en «dictadura». 

Pero desde mucho antes Ratzinger percibía que la propuesta cristiana no estaba siendo presentada como una respuesta al deseo del hombre, como una ayuda adecuada a la vida de todos los días. En un texto publicado en 1974 decía: «La crisis del anuncio cristiano, que crece desde hace un siglo, depende en no poca medida del hecho que las respuestas cristianas dejaron a un lado las preguntas de los hombres; eran y siguen siendo correctas; sin embargo, no tuvieron influencia porque no partieron del problema y no fueron desarrolladas dentro de él»1. Ratzinger detectaba como una falla de su tiempo el presentarse del cristianismo como una respuesta a una pregunta que no se hacían los hombres. Se transmitían verdades «objetivamente correctas», pero no se ponía en evidencia la correspondencia de esas verdades, de esas respuestas, con el deseo del corazón humano, con la necesidad que tienen todos los hombres de sentido, de verdad, de belleza. El pedagogo norteamericano Richard Niebuhr lo expresaba así: «No hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta no planteada»2. Ratzinger percibía la necesidad de conectar la fe con la búsqueda humana, con el deseo de felicidad. Se trataba de mostrar la razonabilidad de la fe. Si no se parte del problema humano, de la sed constitutiva del hombre, pareciera que queremos llenar con la fe una copa que ya está llena. La fe se vuelve superflua, irrelevante, insípida. 

Así lograba interpretar los signos de los tiempos, identificar los desafíos del hombre inmerso en una mentalidad resistente al fenómeno religioso. En su Introducción al cristianismo, Ratzinger cita un relato de Kierkegaard que da cuenta de la dificultad de la Iglesia en el mundo. «El relato cuenta cómo un circo de Dinamarca fue presa de las llamas. El director del circo envió a un payaso, que ya estaba preparado para actuar, a la aldea vecina para pedir auxilio, ya que existía el peligro de que las llamas se extendiesen incluso hasta la aldea, arrastrando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al circo para extinguir el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba solamente de un excelente truco ideado para que en gran número asistiesen a la función; aplaudieron y hasta lloraron de risa. Pero al payaso le daban más ganas de llorar que de reír. En vano trataba de persuadirlos y de explicarles que no se trataba ni de un truco ni de una broma, que la cosa había que tomarla en serio y que el circo estaba ardiendo realmente. Sus súplicas no hicieron sino aumentar las carcajadas; creían los aldeanos que había desempeñado su papel de maravilla, hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas»3. La preocupación por la recepción adecuada del mensaje, de la experiencia cristiana, se muestra como una constante en Ratzinger. Los cristianos, como el payaso, corremos el riesgo de resultar excéntricos o incomprensibles. 

Es difícil creer que una persona tildada de retrógrada y fosilizada, como ha hecho la prensa en varias oportunidades con Benedicto, pueda tener la sensibilidad para citar este relato y ponerse en el papel vulnerable de quien necesita un auto-examen. En la misa de inicio de su pontificado, Benedicto recibió el palio y el anillo del pescador. El mismo Papa se dedicó a explicar estos símbolos, de una belleza y un significado herméticos para nosotros sin su pedagogía paciente. Sin su explicación, seríamos los aldeanos creyendo tener razón al reír. 

Ratzinger completa la explicación del relato de Kierkegaard señalando que el payaso, si no se quita los atuendos de un payaso de la edad media o de cualquier otra época, no será escuchado con seriedad. Sus ideas no tendrán nada que ver con la realidad. En cambio, atento a las condiciones nuevas de cada generación, él mismo priorizó la transmisión del mensaje a la conservación de un discurso abstractamente correcto. En realidad, por causa de la fidelidad a la verdad es que se empeñó llegar a los hombres. La invitación hacia la verdad no era nunca imposición, sino compañía hacia un encuentro. Siendo en el concilio del bando «progresista», entendía el progresismo como un intento de comprender mejor la fe y de vivirla desde su origen4. Quiso traducir la teología y la fe a un lenguaje actual, y llevar adelante «una reflexión moderna sobre la fe»5

El cristianismo, nos ha enseñado Benedicto XVI, es el encuentro con la persona de Jesús. Para llevar a este encuentro, como también explicaba Romano Guardini, no basta una doctrina o una interpretación de la vida. También las involucra, pero no constituyen su núcleo esencial. En una época de rígido tomismo neoescolástico, que le resultaba lejano de sus inquietudes personales6, fue desarrollando un personalismo que integraba lo metafísico con lo histórico, el Dios de la fe con el Dios de los filósofos. En ocasiones consideraba que era necesario completar planteos iusnaturalistas con perspectivas antropológicas más abarcadoras. La inmensa amistad que lo unió con Juan Pablo II compartía la misma atención al hombre de hoy, orientada a proponer a Cristo como aquello que el hombre en el fondo desea. Benedicto sabía entablar un diálogo con el mundo en la verdad, una verdad transmitida amorosamente. 

Terminamos con un fragmento final del diálogo con Peter Seewald después de su renuncia: «Es cierto que no podemos decir: «Tengo la verdad». Pero la verdad nos tiene a nosotros, nos ha tocado, nos ha rozado. Y tratamos de dejarnos llevar por este contacto. Me acordé de la Tercera Carta de Juan que afirma que somos «colaboradores de la verdad». Con la verdad se puede colaborar porque es persona. Es posible comprometerse con ella, intentar hacerla valer»7. En su lectura de los signos de los tiempos, atento a las condiciones nuevas de cada generación, Benedicto hizo valer la verdad y se puso a su servicio. 

1 J. Ratzinger, Dogma e predicazione, Queriniana, Brescia, 2005, p. 75.

2 R. Niebuhr, The Nature and Destiny of Man. A Christian Interpretation, vol. II. London-New York, 1943, p. 6. 

3 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, ed. Sígueme, Salamanca, 1969, p. 7.

4 Cfr. J. Ratzinger-P. Seewald, Últimas conversaciones, Ágape, Buenos Aires, 2016, p. 167.

5 Ibídem, p. 287. 

6 Cfr. J. Ratzinger, Mi vida, 1997, p. 44. 

7 J. Ratzinger-P. Seewald, Últimas conversaciones, Ágape, Buenos Aires, 2016, p. 292.