Por Jorge E. Velarde Rosso
Para Instituto Acton
Leviatán es el nombre –resumido–[1] del libro más conocido del filósofo político inglés Thomas Hobbes. Publicado en 1651, su título hace referencia al monstruo bíblico homónimo. Este breve ensayo parte de una petición de principio, a saber; que el estado moderno contemporáneo está modelado según el patrón hobbesiano. Es decir, los estados modernos contemporáneos pretenden ser capaces de controlar –supuestamente para el bien– la mayor cantidad de esferas posibles de la vida de sus ciudadanos. El control y regulación de la mayor cantidad de espacios vitales se derivaría de la premisa hobbesiana de que el hombre es el lobo del hombre. Si en estado leviatánico los seres humanos nos mataríamos, robaríamos, violaríamos unos a otros. Como no se puede confiar en la naturaleza humana, confiemos en un gran estado regulador, inventemos y sometámonos al Leviatán.
Se ha hablado de estados modernos contemporáneos para diferenciar, al menos teóricamente, de otros estados modernos posibles, aunque quizás nunca hayan existido esas otras formas. Es decir, y para simplificar la argumentación, entre estados modernos lockeanos, rousseaunianos, suarecianos, parece haber prevalecido la versión hobbesiana. Todo estado moderno se diferencia de otras configuraciones estatales pre-modernas principalmente por la idea del contrato social. Estos cuatro autores mencionados, basan sus respectivas teorías políticas a partir de la representación simbólica del momento constitutivo por contrato. Es decir, y esta sería otra característica, toda teoría política moderna se basa en la idea de que las personas son capaces de acordar las pautas para mutua convivencia porque son depositarias de derechos. Tanto en Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jaques Rousseau y Francisco Suarez se puede encontrar básicamente esta formulación general que sería típicamente moderna. Ahora bien, la diferencias existen y configurarían distintas formas –todas modernas– de imaginar y construir el estado.
Sin entrar en detalles que cansarían la lectura de este ensayo, con pretensiones más divulgativas que de rigurosidad académica, es necesario hacer notar que lo que en gran manera determina las diferencias entre estas teorías modernas del estado es la antropología subyacente. Del modo como nos representemos a nosotros mismos dependerá en gran medida el estado que construyamos para nosotros mismos. De ahí que la petición de principio de estas líneas sea que vivimos en un estado más cercano al modelo hobbesiano que a cualquiera de los otros tres autores. Ya que fue Hobbes quien presupuso que ‘el hombre es el lobo del hombre’, su antropología pesimista lo llevó a construir un necesario estado controlador e hiperdesarrollado, para evitar que nos ataquemos mutuamente, todos debemos vivir – ¿libremente?– temerosos del estado.
Por múltiples razones históricas esa parece ser la configuración que predomina en las sociedades contemporáneas. Si bien a casi nadie le gusta pagar impuestos, hacer largos y morosos trámites o brindar cada vez más datos personales e íntimos al estado, la inmensa mayoría lo realiza con una notable sumisión. Y quien ose a cuestionar al estado leviatánico pronto recibirá críticas de sus súbditos inconscientes pero militantes. Sugerir que es un abuso que el estado exija de cada persona registros biométricos es tomado como un ataque anarquista que debe ser neutralizado. Y tan domesticados estamos que ya el mismo estado no necesita intervenir. La neutralización es simple y lapidariamente social. Proponer que la salud, la educación, la jubilación no son responsabilidades del estado y que pueden ser mejor atendidas por privados genera más sorpresa que hablar de Ovnis, fantasmas o el apocalipsis maya.
Tristemente, el cristianismo –tanto católico como protestante– ha dado pie a la construcción de ese Leviatán. La fórmula Cuius regio, eius religio[2] degeneró en la identificación entre religión y estado (moderno) que permaneció siendo formalmente cristiana por mucho tiempo. La Revolución Francesa desligó al estado francés de la Iglesia Católica, pero según Alexis de Tocqueville no significó un gran cambio en lo que a centralización estatal se refiere. La secularización progresiva de las élites fue permeando progresivamente a toda la sociedad y lo que antes de 1789 solo podía exigir Dios, pasó a ser exigencia del estado. De modo que, consciente o inconscientemente, a principios de siglo XXI la gran mayoría de las personas ve como lo más normal que el estado –cualquier estado– pueda exigirnos lo que quiera; porque sus exigencias se originarían en su misión de evitar la descomposición social. Como se presupone que somos malos, cualquier policía en cualquier aeropuerto puede –impunemente– romper candados y revisar nuestras pertenencias personales, solo para asegurarse que no somos una amenaza pública. Y a nadie parece molestarle, es más bien lo contrario, se percibe una especie de alivio que alguien nos cuide de nosotros mismos.
Muchísimos cristianos han estado en paz –y han fomentado mansamente– al Leviatán, siempre y cuando perduraban en la sociedad los presupuestos cristianos. ¡Hasta hace tan solo 50 años atrás, la Iglesia Católica seguía exigiendo privilegios donde era mayoría, pero reivindicaba libertad religiosa donde era minoría! Pero como en esos 50 años los presupuestos sociales han girado 180 grados, muchos de esos cristianos reconocen –tarde– que la libertad religiosa es un derecho universal. El Leviatán, fiel a su naturaleza devoradora, quiere legislar sobre aspectos tan íntimos como; desde qué momento se empieza a ser un ser humano, o cuándo uno tiene ‘derecho’ a morir o el tipo de configuración familiar que se quiere tener. En esas circunstancias muchos cristianos descubren decepcionados el carácter monstruoso del Leviatán. Se sienten traicionados; quizá con razón, pues confiaban sinceramente en que mientras las leyes del estado leviatánico les dieran una ligera ventaja, todo andaría bien, y de ese modo alimentaron a la bestia que hoy amenaza con devorar el modo de vida cristiano.
Para los cristianos que no queremos seguir un derrotero conservador, en el sentido político del término, hay una gran esperanza –virtud eminentemente cristiana–. Esa esperanza es que no necesitamos que el estado apruebe nuestra fe para ser auténticos. Los primeros cristianos vivieron con otro estado bestial. Cierto que muchos lo pagaron con su vida, pero la llama de la fe no se extinguió. Inspirados en ellos caben dos estrategias, entregarse gustosos al martirio o ser astutos y evitar enfurecer al Leviatán. Lo curioso, es que quienes opten por la primera en realidad no están imitando a los verdaderos mártires, pues siempre fue un criterio de la Iglesia que la muerte y el martirio no son cosas que se desean. Si se llegan a esas circunstancias, el premio del martirio no es la muerte o la tortura misma, sino la convicción y la esperanza de la fe. La llamada palma del martirio se la otorga Dios a quienes supieron ser fieles a su conciencia. Pero para ser menos dramáticos vale la pena preguntar a aquellos que buscan resistir tozudamente si es la mejor estrategia enfurecer innecesariamente al estado leviatánico. ¿Acaso no fue Jesús quien nos recomendó ser astutos y mansos (Mt 10, 16)? ¿Convivir con el Leviatán no podría ser otra forma de ‘estar en el mundo, sin ser del mundo’ (Jn 17,15)?
[1] El nombre completo en ingles es: Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Ecclesiasticall and Civil
[2] Frase latina que significa que la confesión religiosa del príncipe se aplica a todos los ciudadanos del territorio. Esta fórmula sirvió para resumir, explicar y transmitir los alcances de la Paz de Augsburgo de 1555.
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