Por Claudio Marenghi
Se están por cumplir quinientos años del 31 de octubre de 1517, fecha que la tradición atribuye a la colocación de las 95 tesis del gran reformista en la puerta de la catedral de Wittenberg. Creo que es una buena ocasión, tanto para católicos como para protestantes, a fin de repensar cuestiones inherentes a la ruptura de quince siglos de unidad cristiana. Y no sólo para pensar, claro está, sino también para acercarnos amistosamente y terminar de limar las asperezas entre los bandos, porque ser cristiano es, de alguna manera, ‘ser-en-Cristo’ y no hay un ‘Cristo católico’ y un ‘Cristo protestante’, sino el mismo Hijo del mismo Padre que nos llama a la hermandad universal en la comunidad del Espíritu Santo.
Supongo que hoy todos reconocemos la legitimidad de gran parte de las críticas de Erasmo de Rotterdam al fariseísmo hipócrita de la Iglesia de su tiempo, lo cual ya había comenzado a hacerse con la aparición de las ordenes mendicantes de los franciscanos, dominicos y agustinos. Sus profundos deseos de renovación religiosa son motivados tanto por la mundanización del clero vaticano en papados como los de los Borgia y los Medici, así como por el contraste existente entre los ideales cristianos de los primeros siglos y el estilo de vida de los religiosos renacentistas.
Muchos monjes y sacerdotes se preocupan por las riquezas, toman los hábitos por conveniencia social y suelen ser víctimas de sus pasiones. Erasmo en persona está signado por este flagelo, ya que es el fruto de una relación ilegítima entre un sacerdote y su sirvienta. En el ámbito de la jerarquía eclesiástica y la realeza cristiana el panorama no es tampoco alentador: Papas y obispos, reyes y príncipes, protagonizan una época de luchas, traiciones y asesinatos, donde lo que importa no es la fe, la esperanza y la caridad, sino el dinero, la lujuria y el poder.
Erasmo es un libre pensador, humanista y cristiano, que aborrece este estado de las cosas y el autoritarismo que ve reflejado en la escuela, la universidad y la Iglesia de su tiempo. Con grandes dotes literarios, carga las tintas de sus escritos contra los abusos de la Iglesia, pero no con el afán de destruirla, sino con la finalidad de renovar la vida cristiana, volviéndola a su esencia original: el mensaje de Cristo. Busca purificar el cristianismo de lo accesorio y pegadizo que se la ha ido adhiriendo a través del tiempo, por medio de una espiritualidad auténtica, sincera y no formalista, despojada de ritos agobiantes. De este modo, aún sin quererlo explícitamente, Erasmo prepara el terreno para la reforma protestante de Martín Lutero, que se va a llevar a cabo siguiendo la línea de estas críticas aunque se focalice en la controversia por las indulgencias.
No voy a ahondar en los acontecimientos que acabo de mencionar, porque no soy un historiador y mi interés principal tampoco es histórico. Me propongo, en cambio, escribir unas breves líneas sobre la cuestión del nominalismo que ha inspirado el pensamiento filosófico y teológico del movimiento reformista, destacando su repercusión inmediata y su vigencia hasta nuestros días.
Es sabido que tanto en Erasmo como en Lutero se da un rechazo generalizado de la razón a favor de la fe, a pesar de la exaltación de la libertad por parte del primero y el desprecio de la misma por parte del segundo. La fe cristiana, en efecto, es una doctrina de salvación y todo su esfuerzo está encaminado a salvar al hombre del pecado y de la muerte eterna. Este fideísmo teológico descansa, principalmente, en tres tesis: la doctrina de la justificación del hombre desde la sola fe, la doctrina de la infalibilidad de la Escritura como única fuente de verdad, la doctrina del sacerdocio universal y del libre examen de la Biblia.
Habiéndose doctorado ambos en Biblia y con una clara vocación humanista, Erasmo y Lutero tienen fuertes influencias nominalistas que vienen de Occam y que repercuten en sus ideas filosóficas y teológicas. Para entender este condicionamiento, no es necesario recalar tanto en el clásico problema de los universales, aquella disputa lógica entre realistas, conceptualistas y nominalistas, en la que se reconocía la existencia del universal en la realidad, en la mente y en el lenguaje respectivamente, sino que hay que poner el foco de atención en la naturaleza misma del cristianismo como religión, para así comprender la motivación profunda de esta orientación.
La fe bíblica se basa en la noción de revelación y en la mediación de la palabra: entre Dios y el hombre se establece un verdadero diálogo. Dios se da a conocer al hombre, le habla una y otra vez, en una interpelación que espera una respuesta a cambio. La palabra, entonces, pasa a ser el lugar en el que Dios muestra al hombre sus designios y lo hace partícipe de su vida. Pero, la palabra es también el lugar en el que el hombre busca a Dios en la oración, núcleo de la espiritualidad cristiana, que no es más que un diálogo interior con nosotros mismos en apertura a la escucha divina. La palabra, en suma, es el principal elemento unitivo de la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios.
Se agrega a esto la doctrina trinitaria: Dios es una comunidad de personas. Y una de esas personas divinas es, precisamente, el Verbo de Dios, que se ha hecho carne y que ha establecido su morada entre nosotros. Esta cuestión es muy importante, porque el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es un Dios creador entendido como Ser Absoluto: Dios mismo se revela a Moisés diciendo: ‘Yo soy el que soy’ (Éxodo 3,14). Pero el Dios de Jesucristo añade a todo esto un elemento esencial: la Palabra está en Dios y la Palabra es Dios como diálogo interpersonal: ‘En el principio era la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios’ (San Juan I, 1). La Palabra de Dios se ha hecho carne, asumiendo la naturaleza humana, a fin de liberarnos del mal a través del sacrificio del amor.
En este sentido, la importancia de la palabra en la teología cristiana es tal que puede favorecer el rechazo de la razón y el apego a un fideísmo nominalista, como sucede en Erasmo y Lutero. Dios, en este contexto, no es el ‘Dios de los filósofos’, al que se lo piensa como ‘Dios causa primera y última’ de todo cuanto existe, sino que aquí Dios es el ‘Dios de la fe’, esto es, un ‘Dios de amor’ del que se habla a partir de su propia palabra y al que se le habla constantemente en la oración. Y tan relevante es la Palabra de Dios, que ambos reformistas dedicaron la mayor parte de su vida a la traducción de la Biblia al latín y al alemán respectivamente.
Al no mediar las ideas universales en su lenguaje, Dios se vincula nombrando directamente las realidades particulares que crea y conserva, favoreciendo una actitud religiosa individual que relaciona a la persona directamente con Dios, sin necesidad de mediación de ningún tipo. Este planteo, consecuentemente, favorece el alcance de la voluntad divina por sobre la inteligencia divina, alejándose de todo tipo de ‘necesitarismo metafísico’, dado que la infinita libertad de Dios no se ve limitada por modos universales de ser para llevar adelante su obra creadora.
Desde una perspectiva metafísica como la tomista podríamos decir que, al no haber una esencia que especifique el ser del ente y que habilite una participación ontológica en una naturaleza común, cada existente está en relación ‘vertical’ directa de dependencia con el Ser, sin importar tanto su vínculo ‘horizontal’ participativo con los restantes existentes de la misma especie. Se da algo más parecido a lo que sucede en una metafísica como la heideggeriana, en donde el Ser se da al pensamiento del hombre, sin mediar una esencia y en un vínculo existencial directo que es ‘en-cada-caso-mío’.
En el caso del hombre, Dios crea a la persona individual concreta, nombrándola con nombre y apellido, por así decirlo, estableciendo una relación dialógica de intimidad entre un ‘yo’ y un ‘tú’, en la que no interesa tanto el ‘nosotros’, sino encontrar al Dios vivo que habita en cada uno, desplegando una dialéctica de llamado y respuesta que nos religue amorosamente.
Esta concepción tiene resonancias en lo que respecta a la organización social de los cristianos y a todo lo que tenga que ver con rituales tradicionales comunitarios, porque lo esencial ahora es mi vínculo con Dios en un recogimiento interior. Sin las ataduras metafísicas que provocan nociones como ente, ser y esencia, sin las conceptualizaciones, las clasificaciones y las argumentaciones silogísticas al estilo escolástico, la teología nominalista protestante se encuentra más libre de relacionarse directamente con la Palabra de Dios, desde una hermenéutica bíblica hecha a conciencia por cada cristiano, favoreciendo un liberalismo religioso.
El concepto universal es destronado de su primacía respecto del lenguaje y queda relegado a la condición de ‘flatus vocis’ otorgada por Roscelino. Esto se debe, como dijimos, no sólo por un rechazo filosófico de las ideas platónicas o de las formas aristotélicas, sino para afirmar que la palabra designa la singularidad de cada ente creado y que la palabra creadora y salvadora de Dios tiene mucha mayor fuerza que un mundo de ideas o formas eternas implicadas por la razón. Así, con estos reformistas, la vuelta a la Escritura en su lectura directa y en su libre interpretación, sin mediación de la tradición o del magisterio de la Iglesia, signadas fuertemente por una metafísica inspirada en Platón y en Aristóteles, cobra especial vigencia.
Desde la crítica de Erasmo y la reforma de Lutero, en la tradición protestante la superioridad de la palabra de Dios sobre la razón humana ha tenido siempre un gran peso. La palabra de Dios es un elemento que, desde una dimensión superior a la razón, interpela al hombre y le comunica una verdad salvífica. La primacía del lenguaje sobre la racionalidad en el protestantismo no descansa, entonces, en meras disputas lógicas que tengan que ver con la confrontación de orientaciones realistas, conceptualistas y nominalistas, no tiene tanta relación con que los conceptos y las cosas deriven de los usos comunicativos que le demos a las palabras, sino con que Dios mismo se reveló como la Palabra y en ella se dona al hombre para salvarlo.
Creo que este nominalismo teológico, que está en el corazón del pensamiento de Erasmo y Lutero, tiene un alcance tan amplio que ha influido en bloque en la historia del pensamiento occidental. Citaré algunos autores que considero fuertemente inspirados por esta tradición: los pensamientos cristocéntricos de Pascal, el misticismo teosófico de Boheme, el fideísmo escéptico de Michel de Montaigne, el romanticismo poético de Schelling, la hermenéutica bíblica de Schleiermacher, la metacrítica de la razón de Hamann, el existencialismo individualista de Kierkegaard, el sentimiento trágico de la vida de Unamuno, el giro poetizante del último Heidegger, la hermenéutica dialógica de Gadamer, la fenomenología cristiana de Henry, la hermenéutica textual de Ricouer y, por supuesto, la teología protestante contemporánea de autores como Karl Barth, Rudolf Bultmann y Paul Tillich.
Creo que todas estas orientaciones y otras que seguramente me estoy olvidando, no se entienden, por más secularizadas que estén, sin la inspiración teológica cristiana cercana al protestantismo que hemos desarrollado someramente aquí. El así llamado ‘giro lingüístico’ de la filosofía continental actual no se capta en profundidad si no se presta atención a la tradición nominalista que tuvo a la crítica de Erasmo y a la reforma de Lutero como paradigmas hace quinientos años atrás.
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