Por Ernesto Alonso
23 de julio de 2017
Verdad, amor, libertad y cruz en Edith Stein
Las palabras de Juan Pablo II recogidas en la Misa de Canonización de la beata Teresa Benedicta de la Cruz, del domingo 11 de octubre de 1998 y libremente glosadas en la primera parte del trabajo que sigue a continuación, no pretenden trazar una semblanza completa de Edith Stein sino ofrecer una pincelada espiritual de esta alma privilegiada, “eminente hija de Israel e hija de la Iglesia”, como con justeza la caracteriza el Papa. La de Juan Pablo II es una breve pero profunda, gozosa y pedagógica mirada sobrenatural sobre esta “alma bella y fuerte” que desde la fe judía inicial, pasando luego por el ateísmo, llegó al conocimiento y al servicio del Dios Uno y Trino “en espíritu y en verdad”, gracias a su apasionada e infatigable búsqueda de la verdad. La misma Edith, ya carmelita, expresó en una ocasión que ´quien busca la verdad, conciente o inconcientemente busca a Dios´.
“Al comienzo – dice Juan Pablo II – su ideal fue la libertad. Durante mucho tiempo, Edith Stein, vivió la experiencia de la búsqueda. Su mente no se cansó de investigar, ni su corazón de esperar. Recorrió el camino arduo de la filosofía con ardor apasionado y, al final, fue premiada: conquistó la verdad; más bien la Verdad la conquistó. En efecto, descubrió que la verdad tenía un nombre, Jesucristo, y desde ese momento el Verbo Encarnado fue todo para ella”.
Meditando sobre este discurso de San Juan Pablo II y considerando con atención la vida de Edith, primero, y Teresa Benedicta de la Cruz, posteriormente, puede sugerirse que ella, su carrera y su conversión, la vida oculta como religiosa y contemplativa, su santidad y su martirio; todo, en suma, está articulado sobre la trabazón poderosa de cuatro pilares: verdad, amor, libertad y cruz.
La verdad tensó al máximo todas las fuerzas concientes e inconcientes de su vida hasta dar con la Verdad Encarnada. Desde siempre, a tientas o reflexivamente, buscó con todo empeño la verdad, sobre la que escribió, ´ninguna obra espiritual viene al mundo sin grandes tribulaciones. Desafía siempre a todo el hombre´. Pudiera parafrasearse esta profunda sentencia de Teresa Benedicta apuntando que la Verdad Increada, al encarnarse y venir a este mundo, se hizo tribulación perfecta y víctima suprema, única agradable a Dios, obligando – suave pero firmemente – a todo hombre a definir su posición: “Quien no está conmigo, está contra mí; quien no recoge conmigo, desparrama” (Mt., 12, 30). Y pues esa Verdad hecha tribulación fue la Piedra Angular, piedra de escándalo para los hijos de la perdición; mas roca de salvación para los hijos de la obediencia y la fidelidad.
El ejercicio de la libertad fue más explícito, tal vez, en los años adolescentes y juveniles de Edith cuando alrededor de sus catorce años, y habiendo sido educada por su madre en la religión judía, “se alejó, de modo conciente y explícito de la oración” (…) pues “quería contar sólo con sus propias fuerzas, preocupada por afirmar su libertad en las opciones de la vida”, como afirma Juan Pablo II.
Brilla, quizás, con mayor luminosidad en Edith Stein la intensa relación entre verdad y amor. Por de pronto, Edith, fue filósofa pero lo fue al modo clásico cuando se concebía la filosofía como una “preparación para la muerte”, en consonancia con el magisterio de Platón. Lejos estuvo nuestra filósofa del intelectualismo de relumbrón, extraño y lejano a los grandes temas y problemas del hombre. Por el contrario, su filosofar fue un compromiso total que ocupó cada fibra de su corazón y su existencia toda. Enseña Abelardo Pithod que Edith Stein “constituye como filósofa un caso excepcional de ´philo-sophia´, de amor a la sabiduría (…). Aquel Dios en el que durante un tiempo no creyó le concedió el privilegio de conocer a Edmund Husserl y a Max Scheler, seguir sus cursos y convivir con ellos y sus discípulos. Este ´convivium´ filosófico marcaría su poderosa inteligencia; pero sobre todo, tensaría al extremo su pasión por la verdad (…) Si este camino es en ella espiritualmente admirable, lo es más la absoluta pureza de esta mujer extraordinaria. Porque Edith Stein es un regalo, un fruto inmerecido de este siglo XX falaz y descreído. Nada hubo en ella que aparezca como turbio o dudoso. Su total transparencia, su increíble sencillez, pese a su gran talento, su indeclinable fortaleza son el anti-tipo del tiempo en que le tocó vivir” (La Mujer, pp. 83-84).
Y a propósito de la cuestión del genio masculino o femenino, esto es, si pueden computarse más genios entre los varones que entre las mujeres – y al parecer cabría reconocer que entre las mujeres han aparecido pocos casos de genialidad – el asunto, tal vez, no consista tanto en valorar una obra genial, un resultado extraordinario o aún más una personalidad genial, sino más bien en comprender que una vida bien lograda, una vida que ´hace verdad´, como comentara el P. Leonardo Castellani, una vida que consuma su ´causa ejemplar´; esa vida es ciertamente genial pues hay algo de genio – y de genialidad – en realizar cabalmente la ´vocación´ a la que cada uno ha sido llamado. Es una genialidad que debiera reconocerse el acabar la obra para la que uno ha sido llamado, esto es, ´el ser llamado para algo definido´, por aquello que tan bellamente expresara el beato, cardenal, John Henry Newman, “God has created me to do Him some definite service” (“Dios me ha creado para que haga un servicio bien definido; concreto y específico”).
Pues en este sentido no cabe duda alguna de que Edith Stein, primero, pero luego, la carmelita descalza Teresa Benedicta de la Cruz, ha sido un genio, una ´genia´ – como solemos decir corrientemente entre nosotros -. En rigor, Edith lo ha sido en los dos sentidos del término, pues su obra es excepcional, pero su vida es una perfecta ascensión hasta la más sublime y acabada consumación del destino al que fue llamada. De allí que pueda decirse que su vida fue bella, expresión exacta, en cuanto lo humano lo permite, de aquel ideal griego de la ´kalokagathía´, la posesión de todas las cualidades físicas y morales, lo bello y lo bueno, entregadas a Dios, supremo ´areté´(Consejo Pontificio para la Cultura, ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa, pp. 86 y 87).
Por eso sostiene Pithod, con agudeza, que “Edith Stein no fue una filósofa genial. Lo fue probablemente Husserl, su maestro. ¿Pero qué es este filósofo como entera existencia humana al lado de su discípula?” (La Mujer, p. 112). Ciertamente, aquí sí puede decirse que el discípulo ha aventajado al maestro. Y agrega nuestro autor que “el papel femenino en la existencia es tan alto, la plenitud de su cumplimiento exige tal genialidad, que es una torpeza amar más a un gran autor (de lo que fuere) que a una mujer que lo sea cabalmente”. Fijando los ojos en el misterio de nuestra Redención y en el papel que la Mujer allí cumplió, observa Pithod que “por eso la anónima mujer del Evangelio que exclamó frente a Jesús: ´bendito el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron´ tenía su razón. Porque ese seno y esos pechos plasmaron al más admirable de los hombres. Aquellos pechos y aquel seno, ahora lo sabemos bien los psicólogos (y educadores), ¡qué obra maestra lograron!” (op., cit., p. 112).
Juan Pablo II asevera que Teresa Benedicta de la Cruz comprendió profundamente que el amor y la verdad tienen una relación intrínseca. La búsqueda de la libertad y su traducción al amor no le parecieron opuestas, al contrario, comprendió que guardaban una relación directa (…) y que verdad y amor se necesitan recíprocamente. Y sor Teresa Benedicta fue testigo de ello pues la “mártir por amor”, que dio la vida por sus amigos, no permitió que nadie la superara en el amor. La fidelidad a la verdad es una expresión de amor y la búsqueda de la verdad no puede sino ser impulsada por el amor y más amor produce el encuentro gozoso de la verdad. Bien puede decirse que el amor es inicio, es movimiento y es término en el camino que conduce a la verdad pero la verdad es también comienzo del camino pues nadie busca apasionadamente la verdad si de algún modo no la ha barruntado. Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos dice a todos, ´no aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad´. El uno, amor, sin la otra, verdad, se convierte en una mentira destructora.
Importante enseñanza ésta que expresa con rectitud la genuina tesis católica sobre la verdad. En efecto, la verdad no es una doctrina, menos aún una teoría, y ni siquiera una vida. En el Cristianismo, la Verdad es una Persona y la esencia del Cristianismo, dirá Romano Guardini, es encontrar esa Persona. De allí que la verdad católica esté lejos de los intelectualismos y de los doctrinarismos sin menoscabar, claro está, ni la inteligencia, ni la doctrina. Pero lejos está de la conciencia católica, además, esa suerte de sentimentalismo religioso difuso más propio de espiritualidades no cristianas, o cristianas pero penosamente adulteradas; tampoco es católica, por fin, esa suerte de primacía de la ´praxis pastoral´ por oposición a la doctrina, a la contemplación y a la sabiduría. Es viejo ya, y firmemente condenado por la Iglesia, el error de oponer ´ortopraxis´ a ´ortodoxia´ como si por pretendidas urgencias pastorales de cualquier tipo fuese necesario minimizar, desnaturalizar o peor mutilar las exigencias de la contemplación, sea esta la que se cultiva en la oración, sea la que se acrecienta en la frecuentación de los textos sagrados y en la fecunda tradición de nuestros maestros y doctores.
Por otra parte, Teresa Benedicta nos ofrece la lección del dolor, del sufrimiento y de la muerte martirial como don supremo concedido por Dios a una vida consagrada a la verdad y al amor. En efecto, recuerda Juan Pablo II que “el amor por Cristo pasa por el dolor. El que ama de verdad no se detiene ante la perspectiva del sufrimiento pues acepta con la persona amada la comunión en el dolor”. Por su condición de judía y de conversa al Catolicismo, Teresa Benedicta pudo comprender el “destino del pueblo escogido por Dios, bajo la luz de la Cruz, luz misteriosa pero que en el dolor ilumina. Por ese pueblo, de su linaje, aceptó el martirio. Teresa rehusó la ayuda de quienes se ofrecían para salvarla (…) ¿Por qué debería ser excluida? No es justo que me beneficie de mi bautismo. Si no puedo compartir el destino de mis hermanos y hermanas, mi vida, en cierto sentido, queda destruida”. Y así marchó a Auschwitz, junto con su hermana Rosa a ´morir por su pueblo´. Pero también marchó a la muerte por el nuevo pueblo de Dios reunido en la Iglesia de Cristo, martirizados muchos de estos hermanos en la fe en los campos de concentración. Y marchó también a la muerte por la redención y salvación de su querida patria Alemania. La de Teresa fue una muerte auténticamente católica, universal, que unió en una sola ofrenda a sus hermanos de sangre, a sus compatriotas fuesen víctimas o victimarios, y a sus hermanos espirituales en Cristo por la fe y por el amor.
Bellamente dice Juan Pablo II que el “misterio de la cruz envolvió poco a poco toda su vida hasta impulsarla a la entrega suprema. Como esposa en la cruz, sor Teresa Benedicta, no sólo escribió páginas profundas sobre la ´ciencia de la cruz´; también recorrió hasta el fin el camino de la escuela de la cruz. Muchos de nuestros contemporáneos quieren silenciar la cruz, pero nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo el amor” (…) De allí que “la fe y la cruz fueron inseparables para ella. Al haberse formado en la escuela de la cruz, descubrió las raíces a las que estaba unido el árbol de su propia vida. Comprendió que era muy importante para ella ´ser hija del pueblo elegido´ y pertenecer a Cristo, no sólo espiritualmente, sino también por un vínculo de sangre”.
Y concluye Juan Pablo II su magnífica homilía de canonización de nuestra querida Santa Benedicta de la Cruz – mujer ´bendecida´ por la Cruz, que eso significa ´benedicta´- con esta enseñanza. “Ella percibió la profundidad del misterio divino en el silencio de la contemplación. A medida que, a lo largo de su existencia, iba madurando en el conocimiento de Dios, adorándolo en espíritu y verdad, experimentaba cada vez más claramente su vocación específica a subir a la cruz con Cristo, a abrazarla con serenidad y confianza, y a amarla siguiendo las huellas de su querido Esposo. Hoy, se nos presenta a Santa Teresa Benedicta de la Cruz como modelo en el que tenemos que inspirarnos y como protectora a la que podemos recurrir”. Hasta aquí la memoria de nuestra filósofa, mártir y santa en palabras del santo Papa Juan Pablo II.
Teresa Benedicta de la Cruz, la santa del siglo XXI
Cabe una última reflexión que corre por mi cuenta. Bien conocida y citada es la sentencia que sostiene que cada época es convertida por el santo que más la contradice. Se sabe que proviene del genio de Gilbert K. Chesterton escribiendo sobre fray Tomás de Aquino. Y de algún modo la recuerda nuestro Abelardo Pithod al declarar que “Edith Stein es un regalo, un fruto inmerecido de este siglo XX falaz y descreído”. Y bien, sobre estas dos referencias quiero enhebrar mi propio pensamiento. Por de pronto, ampliemos de modo conveniente la sentencia chestertoniana. “El santo es una medicina porque es un antídoto. A la verdad, esa es la razón por qué el santo es, de ordinario, mártir; se le toma por veneno porque es un antídoto. Sucede de ordinario que él vuelve al mundo a sus cabales exagerando lo que el mundo olvida, que no es siempre el mismo elemento en todas las edades. Sin embargo, cada generación busca a su santo por instinto, y él no es lo que la gente quiere, sino lo que necesita (…) De ahí la paradoja de la historia, que cada generación es convertida por el santo que más la contradice (…) el siglo XX, porque ha olvidado la razón, se está asiendo a la teología racional tomista. En un mundo que se ha vuelto sobremanera irreflexivo, el Cristianismo ha vuelto en forma de un maestro de lógica (…) el siglo XX no puede pensar de sí mismo otra cosa que la edad de rara estupidez. En estas circunstancias el mundo necesita un santo; pero, sobre todo, necesita un filósofo” (Santo Tomás de Aquino, pp. 17-19).
He espigado de Chesterton las palabras que conciernen al “maestro de la lógica”, fray Tomás de Aquino, propuesto como la medicina y el antídoto que ha necesitado el siglo XX, tiempo del pensamiento débil, del irracionalismo y de la ´muerte de la verdad´. Felizmente Tomás de Aquino ha sido un santo y da la casualidad que también hizo filosofía, aunque él no se definiera como filósofo sino como maestro de teología. Y parece que la predicción del gran converso inglés resultó exacta pues el aire fresco de Tomás de Aquino se dejó sentir durante una parte del siglo pasado a partir, sobre todo, de la ´Aeterni Patris´ aquel gran documento magisterial de León XIII, de fines del siglo XIX, que inauguró un período áureo de investigación filosófica e histórico-doctrinal sobre nuestro santo doctor y sus obras y prohijó un notable puñado de filósofos y escritores de gran talento. Pero el siglo XX concluyó, estamos en el XXI, algunos vientos han cambiado, ciertos cirios han agostado su luz y el pobre y vigoroso fraile dominico, maestro en París, parece haber vuelto a las vitrinas del siglo XIII. Necesitamos otro santo para este siglo XXI que no me animo a calificar de otro modo que con aquellos adjetivos que caracterizan el pasado siglo y que cité un poco más arriba.
Derechamente, me gustaría proponer la figura de Edith Stein como la santa más apta para el siglo XXI que estamos cursando. Y me parece más que justa y feliz coincidencia el que Teresa Benedicta de la Cruz sea mujer, una ´mulier fortis´ como declara el libro de los Proverbios (XXXI, 10-31), filósofa de profesión que obtuvo el título de doctor y asistió a un prestigioso maestro de la filosofía alemana como fue Edmund Husserl, judía conversa al Catolicismo, virgen y, finalmente, mártir y santa. Edith Stein, apasionada en la búsqueda de la verdad y aún agnóstica, leyó la vida de aquella española heroica que fuera Teresa de Jesús y se convirtió al Catolicismo prácticamente en pocos días. Ingresa como monja de clausura en un convento de Carmelitas Descalzas – una Orden rigurosa que practica el silencio, la contemplación y la oración en común – la arrancan de su celda en Holanda, por judía convertida al Cristianismo, la deportan a Auschwitz junto con su hermana Rosa Stein y muere mártir en 1942. Agnosticismo y pasión por la verdad, Judaísmo y Catolicismo, conversión, martirio y santidad en esta judía que muere como víctima católica del totalitarismo nacional-socialista en un campo de concentración. Destinada por la Providencia Divina a una vocación extraordinaria, esta mujer de enorme talento filosofó sobre la mujer y defendió con hondura y con ardor la vocación de la mujer, para su misión como madre y como esposa pero también como ´alma mater´ con su condición y su valor esenciales en el variado mundo de las profesiones femeninas.
Muchos títulos ostenta Teresa Benedicta, pero necesarios todos para retornar el mundo actual a sus cabales exagerando lo que este mundo, y lo que va de este siglo, han olvidado. Esta generación será convertida por Santa Teresa Benedicta de la Cruz pues es la santa que más contradice las oscuridades del mundo actual. Y la monstruosa oscuridad del mundo presente consiste en haber mancillado la pureza. No sólo ha desestimado como locura incomprensible la pureza virginal de la mujer consagrada, también ha licuado la integridad de la mujer casada decidida a entregar su corazón a un hombre y a sus hijos en relación indisoluble y monogámica; por último, ha manchado la pureza e integridad de la mujer adolescente que reserva sus energías espirituales, psicológicas y físicas para luego consagrarlas al cumplimiento de su misión, promoviendo, por el contrario, toda forma posible de encuentro informal sin propósito alguno de compromiso responsable.
La virginidad consagrada de Teresa Benedicta de la Cruz contradice la erotización desenfrenada y la odiosa idolatría del sexo en la que lastimosamente naufragan niños y niñas que pierden la inocencia no mucho tiempo después de haber aprendido a articular las primeras palabras. Santo Tomás enseña que la lujuria es madre de la ceguedad de la mente, la precipitación, la inconsideración, la inconstancia, el amor de sí, el odio a Dios, el afecto al presente siglo y el horror o la desesperación de lo futuro. “Por la lujuria se desordenan sobre todo las potencias superiores, que son la razón y la voluntad (…) y cuando las potencias inferiores son vivamente arrastradas a sus objetos, es consiguiente que las potencias superiores sean impedidas y desordenadas en sus actos”, explica el Aquinate. Pero, por otra parte y preguntándose Tomás de Aquino si la lujuria es un vicio capital, advierte que dicho pecado es causado por la desesperación por aquello que enseña el apóstol Pablo a los Efesios, IV, 19, en el sentido de que “embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente con todo género de impurezas”.
En efecto, apartada la convicción acerca de los bienes futuros no queda sino entregarse a los deleites del aquende y son ellos, los gozos de la sensualidad desordenada, los más poderosos entre los deseos del apetito concupiscible. De allí que Edith Stein, en 1932, pudiera escribir que “por una parte hay un odio satánico y cruel a Dios, como quizá ningún tiempo anterior ha conocido (pero) tenemos, sin embargo, por la otra parte una búsqueda ansiada y un anhelo de Dios en cada una de las almas (…)”. Dos notas salientes de nuestro tiempo pues, por una parte, salta a la vista el explícito rechazo de Dios – y no es azaroso que el siglo XX haya superado a todo tiempo pasado en crueldad y en cantidad de hombres y mujeres masacrados por la fe en Cristo – pero, por otra parte, la creciente sed de Dios que, empero, no queda satisfecha en muchos casos sino con nuevas espiritualidades centradas en el yo y con extrañas formas de religiosidad que combinan elementos gnósticos, mágicos y aún demoníacos. La negación de la verdad y la desnaturalización de la vida superior del espíritu, han traído como inexorable tragedia la dedicación insaciable a la satisfacción de los apetitos inferiores, los cuales, exaltados y divinizados, han arrojado más animalización y más perversiones sobre la vida del hombre. Lo ha enseñado nuestro maestro Abelardo Pithod al argumentar que “los sabores fuertes y mortales del apetito irascible desenfrenado han reemplazado la saturación decadente del apetito concupiscible”, de allí que los desórdenes sexuales sean acompañados de mayor violencia, o, sencillamente, que la violencia asuma el estilo dominante de placer como última razón para “apagar el hastío” que arde en el interior del hombre sin consumirse.
La vida y la muerte de esta filósofa y santa es lo que más contradice la impostura, la falacia y la idolatría que llenan los escenarios de este mundo y los espíritus de nuestros contemporáneos; pero su vida y su muerte contradicen también los presuntos remedios destinados a combatir aquellos errores. Y así, si en virtud de falsas filosofías y de psicologías aberrantes, ha sido este el tiempo de opresión de la mujer, no menos cierto es que los movimientos de liberación de la mujer, los distintos feminismos, pretendiendo exhibir propósitos emancipadores acabaron arrastrando a la ´mujer eterna´ con un poder tremendamente revolucionario. El feminismo ha secado el genio femenino arrojándolo a una lucha desmedida por una torpe igualdad con el hombre y ese ha sido el principal de sus errores. Alentando la autonomía de la mujer no ha hecho sino edificar un profundo individualismo que ha liquidado la originaria complementariedad entre el varón y la mujer pues como bien lo ha visto la poetisa católica Gertrud von Le Fort “la ausencia de una mitad de la existencia tiene, pues, para la vida un significado análogo a la herejía para la Iglesia. La herejía siempre surge de la parcialidad y el aislamiento; imponiendo una parte como absoluta para el todo falsea la verdad” (La Mujer Eterna, p. 87). De allí que el individualismo feminista haya traicionado el ´mysterium caritatis´ que une al hombre con la mujer, no sólo en el matrimonio sino también en la vida toda, y la pérdida de la condición femenina en la mujer es la destrucción del orden querido por Dios pues “la ausencia de una parte de la realidad provoca una vacilación particular en la imagen de la otra parte” (op. cit., p. 88). No es impensable sostener, entonces, la hipótesis de la crisis actual de la identidad del varón en directa relación con el vaciamiento de la naturaleza esencial de la mujer.
Por último el martirio de nuestra Teresa Benedicta de la Cruz. Hace unos años ya, el otrora Arzobispo de Colonia, cardenal Joseph Höffner escribió que “en ningún siglo, desde el nacimiento de Cristo, se ha vertido tanta sangre de mártires como en el ´preclaro´ siglo XX que sin cesar está hablando de progreso y de humanidad” (Los mártires del siglo XX, revista Mikael, 15, 1977, p. 65). En nombre de los Derechos Humanos se han pisoteado de la manera más crudelísima los derechos concretos y genuinos de personas, familias y asociaciones, en particular, los de la vida humana naciente. El Papa Pablo VI se refirió al “drama de la fidelidad a Cristo” afirmando que “numerosos fieles son oprimidos sistemáticamente con violencia, sólo porque son cristianos, porque son católicos, privados de sus derechos, perseguidos y excluidos por una persecución anticristiana que pretende disimularse con declaraciones generales sobre los derechos del hombre” (op. cit., p. 66). Más grave aún es cuando los enemigos de la verdad logran apoderarse del poder, atacando con violencia la Religión, propagando el ateísmo y recurriendo incluso a todos los medios de presión de que dispone el poder público cuando se trata de la educación católica de la juventud. Es lo que constatamos en el presente con la imposición tiránica del homosexualismo y de la ideología del género en los contenidos curriculares de las escuelas estatales y católicas y la consecuente imposición de sanciones para los remisos en aceptar la normativa legal y las disposiciones curriculares.
Los verdugos de Teresa Benedicta de la Cruz se ensañaron con ella, desgarrándola de su convento, pues los obispos holandeses habían protestado valientemente contra las autoridades alemanas invasoras por el encarcelamiento y vejamen de multitud de católicos solo a causa de su fe. Como represalia, el ejército y la Gestapo lanzaron un ataque más furibundo secuestrando más católicos y enviándolos a la muerte. Y no es osado pensar que los judíos convertidos a la fe católica fueran blancos predilectos de las nuevas embestidas. Tal vez haya sido ese un presagio de lo que sucederá en los tiempos postreros puesto que los judíos llamados por Cristo a entrar en su Reino le reconocerán y serán regenerados en las aguas del santo Bautismo y en la luz de la Fe Verdadera. No habrá ´hermanos mayores en la fe´, delicuescentes diálogos inter-religiosos y menos aún falsos ecumenismos, pues Cristo es la única cabeza de todos los hermanos que lo tienen como primogénito. Creo, pues, que Teresa Benedicta de la Cruz nos señala el camino del martirio a nosotros católicos del siglo XXI que somos testigos no ya de la ´Iglesia del Silencio´ sino de la ´Iglesia de los Sordos´. Y así es pues nuestra Iglesia ha perdido la agudeza del oído para escuchar la voz de su Pastor Supremo que se revela en la riqueza cultual de la tradición, en las raíces doctrinales de una sabiduría multisecular y en una ascética de caballeros y de héroes. Pareciera que la Iglesia de nuestro tiempo hubiese morigerado la capacidad para librar el buen combate contra los enemigos del alma, de la gracia y de la fe en razón de haber ofuscado la visión esclarecida del enemigo. Es que no hay enemigos a la vista sino interlocutores válidos en un clima de misericordia a troche y moche.
Llegará un tiempo, y no es desatino sostener que ya hemos arribado, en que el sostenimiento vigoroso del orden natural implicará alguna forma de martirio y tal vez aquella que comporte, lisa y llanamente, el derramamiento de la sangre. Los católicos de este tiempo habrán de ofrendar su vida para testimoniar que la nieve es blanca y la hierba verde pues será la forma suprema, aunque paradójica, de defender la antigua e imperecedera verdad de que lo que es, es; y lo que no es, no es. No ya la Divinidad de Cristo, ni el Misterio Trinitario, ni la eficacia de la gracia santificante, ni tan siquiera la verdad perenne del Reinado Social de Jesucristo, sino el orden natural, la naturaleza del varón y de la de la mujer, la belleza de la unión heterosexual y la dignidad de la vida que nace y que muere naturalmente, han de ser las lanzas que los católicos quebrarán contra las potencias infernales que pretendan arrebatarles la verdad mediante la opresión de las almas. Las almas serán oprimidas pero la verdad ha de permanecer pues “quien pierda su vida por Mí la ganará” (Mt., 10, 39) tal como el Señor prometió. El martirio de la hermana Teresa Benedicta de la Cruz nos alecciona sobre un totalitarismo vigente y que está operando en nuestro tiempo. No se trata tanto de un totalitarismo exterior, ostensible, de armas y carros de guerra sino más bien de una tiranía sutil, humanista y pseudo-espiritual, con posturas de libertad y apariencia de entremés, que asirá con tenacidad el interior de las almas y que no cederá ocasión alguna de respiro sino la muerte ineluctable.
Seremos, nosotros, los mártires de la ideología de género; los destinados a la muerte por defender que el varón es varón y la mujer, mujer; los condenados de la tierra por afirmar que el amor humano es auténtico cuando complementa hombre y mujer y se abre a una nueva vida. En los tiempos finales, los hombres no soportarán la recta doctrina, dice la Escritura. Y estas verdades elementales serán ocasión para dar testimonio y la causa de nuestro acabamiento; habremos de ser sentenciados a muerte en el patíbulo de la más elemental y pedestre biología. ¡Qué muerte tan prosaica, pareciera! Con todo, la reparación del daño revolucionario requiere testigos en todos los frentes del combate y no ha de regatearse el valor para dar la vida aún por la biología natural de los sexos y del amor humano pues también ellos son creación de Dios y signos eminentes del orden natural que Él ha querido para nuestra perfección y felicidad.
Regenerada por las aguas del Bautismo, Edith Stein no desatendió el filosofar; al contrario, lo vigorizó con la luz de la fe y con los tesoros de la Revelación. Y como más arriba expuse, se ocupó de la vocación y de la formación de la mujer, del ´ethos´ de las profesiones femeninas y del arte materno de la educación, entre otras cuestiones, no sólo para rehabilitarse de su juvenil feminismo ateo sino, sobre todo, para combatir las versiones más radicalizadas que iba encontrando en su madurez. Brillantes páginas ha dejado escritas sobre la misión de la mujer y la del hombre, sea en el orden primigenio querido por Dios, luego de la caída original, sea, por fin, en el de la nueva economía de la redención traída por Cristo. Por una parte, en el relato del Génesis, Dios confiere a hombre y mujer una vocación común pues a ambos se les plantea conjuntamente la triple tarea de ser imagen de Dios, generar descendencia y dominar la tierra. Con todo, y en una página llena de luz y de dicha, declara Edith Stein que “la vocación de hombre y mujer no es completamente la misma según el orden originario, el orden de la naturaleza caída y el orden de la redención. Originariamente, fue encomendado a ambos en común la tarea de conservar la propia semejanza con Dios, el dominio sobre la tierra, y la propagación del género humano. Todavía no se menciona expresamente ninguna jerarquía de rango por parte del hombre, la cual parece expresada por el hecho de haber sido creado el primero. Después de su pecado, la relación recíproca se ha cambiado de una pura comunidad de amor a una relación de dominio y de subordinación y se ha trastornado por la concupiscencia. Al hombre le corresponde en primera línea la dura lucha por la existencia; a la mujer, la penosidad del parto. Pero una promesa de salvación radica en el hecho de que a la mujer se le encarga la lucha contra el mal y al sexo masculino le aparece en perspectiva una coronación en el futuro Hijo del Hombre. La redención quiere restaurar el orden originario. El rango prioritario del hombre se manifiesta en que el Redentor viene a la tierra bajo la figura de hombre. El sexo femenino es ennoblecido por cuanto que el Salvador ha nacido de una mujer, de modo que una mujer fue la puerta por la que Dios hizo su entrada en el género humano. Así como Adán, en cuanto prototipo humano, anunciaba al futuro rey divino-humano de la Creación, así también cada hombre debe modelarse conforme a Cristo en el Reino de Dios, y en la comunidad matrimonial debe imitar la preocupación amorosa de Cristo con la Iglesia; la mujer, por su parte, debe honrar con libre y amorosa sujeción al hombre como imagen de Cristo, y ser ella misma imagen de la Madre de Dios. Pero esto significa también ser ella misma imagen de Cristo” (Vocación del hombre y de la mujer según el orden de la naturaleza y de la gracia, conferencia publicada en enero de 1932; En: Stein, E., Escritos antropológicos y pedagógicos, Obras Completas, IV, p. 282).
En otra parte de sus consideraciones sobre la mujer, Edith Stein confirma la tradicional interpretación del texto del Génesis que profetiza la perpetua enemistad entre la serpiente y la mujer, entre el linaje maldito y el linaje de bendición. Dicha página anuncia y glorifica la figura de la Mujer Inmaculada, la Virgen María, aunque no sea audaz suponer, según nuestra filósofa, que en tales palabras esté configurada también la indefectible llamada de la mujer, de toda mujer, a la lucha contra el mal y contra el poder de las tinieblas. Desde el inicio mismo de la Creación, y luego de la caída de nuestros primeros padres, la mujer ha sido convocada por Dios para restaurar el orden conculcado luchando contra el pecado y las obras de iniquidad. Orden conculcado, conviene recordarlo, por Eva, primera en aceptar la seducción del tentador, desobedecer a Dios e inducir a pecar a su compañero Adán.
Por fin, y para ir cerrando estas reflexiones, en un espléndido pasaje de otra de sus conferencias católicas, Edith Stein propone la figura de la “Virgo-Mater como objetivo unitario y doble” de la formación femenina. “Si la mater-virgo es el prototipo de la genuina femineidad, en cierto sentido ambas deberían ser el fin de toda formación femenina. ´Sponsa Christi´ no es sólo la virgen consagrada a Dios, sino también toda la Iglesia y toda alma cristiana (como María es el modelo de la Iglesia y de todos los redimidos). Ser esposa de Cristo significa pertenecer al Señor y no anteponer nada al amor de Cristo. Poner el amor de Cristo por encima de todo, no sólo en la convicción teórica, sino en la profundidad del corazón y en la praxis de la vida, eso significa estar desasido respecto de todas las criaturas, de la falsa vinculación a sí mismo y a otros, y eso es el sentido más íntimo y espiritual de pureza. Esta ´virginitas´ del alma puede también poseerla la mujer que es esposa y madre; ciertamente, sólo por esta virginidad debe ella cumplir su tarea; el amor servicial, que no es ni sumisión esclava ni dominante autoafirmación del propio yo, sólo puede nacer de esta fuente. Por otra parte, el amor servicial, que es la esencia de la ´maternitas´, debe necesariamente extenderse a todas las criaturas, por amor de Cristo. Por ello también la mujer que no es esposa y madre deberá custodiar esta ´maternitas´ espiritual en la meditación y en la acción” (Problemas de la formación de la mujer, Curso Antropológico, 1932-1933; En: Stein, E., op. cit., p. 519).
Por todas estas razones, sumariamente expuestas, creo decididamente que la hermana Santa Teresa Benedicta de la Cruz ha de ser la adalid que convierta los corazones entenebrecidos de este siglo XXI. Ella, la mujer filósofa, la judía conversa, la que abrazó la soledad, el silencio y la cruz; ella, por fin, la que desnudó sus brazos y sus pies a los sayones que habrían de inmolarla nos señala el camino único y real para la restauración del orden cristiano en este siglo, a saber, morir por Cristo y para la salvación de los hombres. ¡Morir antes que claudicar!, ¡entregar el alma y el cuerpo en las asperezas del buen combate!, ¡marchar al martirio cantando himnos y recitando salmos por la conversión del pueblo infiel y la de los verdugos cegados por el resentimiento y la mentira!, ¡morir perdonando y amando pues no hay amor más grande que dar la vida por quienes se ama y nada más católico que perdonar a ofensores y persecutores!
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