Por P. Gustavo Irrazábal
Fuente: Revista Criterio
Hace ya algunos años, durante una reunión de profesores de teología, se me ocurrió expresar mi gratitud hacia la revista Criterio por haberme brindado un ámbito donde expresar mis convicciones “liberales”. Miradas sorprendidas y risueñas convergieron sobre mí. ¿Estaba hablando en serio? ¿Era una bravata para hacerme notar? Comprendí en el acto que, a los ojos de los presentes, semejante coming-out había sido fatal para mi reputación académica y moral, situación que empeoró con mi posterior participación en el Instituto Acton, dedicado al estudio y difusión de los fundamentos éticos del libre mercado. Estimo que si en aquella ocasión me hubiera declarado socialista, quizás habría contado con indulgencia general, como un idealista intelectualmente rescatable, aunque llevado algo lejos por su sensibilidad social. Pero autoproclamarme liberal equivalía a una auto-incriminación: el reconocimiento mi propia corrupción intelectual, moral y religiosa.
Es cierto que liberalismo puede significar muchas cosas, a veces contradictorias entre sí. Hubo un liberalismo clásico, defensor de las libertades individuales; hubo un liberalismo estatista, desde mediados del s. XIX, propulsor de un laicismo dogmático; el calificativo “liberal” fue usurpado en Estados Unidos por el “progresismo”; en nuestro país, se llamó “liberalismo” al intento de combinar libertad económica y autoritarismo político. En Latinoamérica entera, y no sólo en ella, se aplica hoy el rótulo “neoliberalismo” a contenidos muy variados, que sólo tienen en común la supuesta falta de interés por los pobres (interés que el disertante de turno cree monopolizar). Y la lista de “liberalismos” podría seguir. Pero, como observa con acierto el economista liberal Jeffrey Tucker, hay un derecho a revindicar el verdadero significado del término, y poder insertarse así en una historia y una tradición, una identidad intelectual inspirada en el aprecio de la libertad.
Con mi declaración estaba expresando precisamente mi visión de los valores básicos que deben orientar la vida social, un terreno que compromete la misión de la Iglesia. Me defino como liberal porque creo en la libertad de todo ser humano, que comienza por el derecho a no ser coaccionado –sobre todo por el Estado− en el ejercicio de los propios derechos dentro de los límites razonables de la ley. Creo que cuando las personas gozan de esa libertad para entablar entre ellas todo tipo de acuerdos voluntarios −con la garantía de un Estado que se ciñe a sus propias funciones y no se entromete en su vida y en sus decisiones−, tanto ellas y la sociedad en su conjunto florecen. Creo, en cambio, que cualquier socialismo, bajo el disfraz de una retórica solidarista e incluso religiosa, es un sistema basado en la coacción del Estado, puesta en manos de quienes pretenden saber lo que nos conviene mejor que nosotros mismos, y buscan convertirnos en piezas intercambiables de su proyecto de ingeniería social.
Al caracterizarme como liberal no estoy adhiriendo entonces a ningún proyecto político partidario, sino apuntando a la verdadera disyuntiva a la que nos enfrentamos: una sociedad fundada en la libertad o una sociedad fundada en la coacción. ¿No debería ser evidente qué posición se condice con la antropología cristiana? Si la libertad es una exigencia de la naturaleza humana, la sociedad debe ser lo más libre que sea posible, lo más abierta comercial y culturalmente que sea posible, con la menor regulación e intervención del Estado que sea posible. Luego los instrumentos concretos, sin ser siempre neutrales, son debatibles.
Pero esto no es evidente para la cultura imperante en la Iglesia, que ve en el individualismo liberal la exaltación del egoísmo. Sin embargo, el liberalismo clásico nunca ha sido “individualista” en el sentido de antisocial: su objetivo, por el contrario, ha sido poner límites al poder del Estado para evitar que sofoque la vida social. Su individualismo ha sido ante todo epistemológico y metodológico: sólo las personas tienen la capacidad de obrar, y de obrar libremente, en contra de la idea del sujeto colectivo (la clase, la nación, el Estado, el Pueblo, etc.) en que se funda el marxismo, el “progresismo” y las teologías afines a ellos. De hecho, la economía filantrópica de los países liberales supera ampliamente la de los estatistas.
Soy liberal en el mismo sentido en que la Iglesia –contemplada con suficiente perspectiva histórica– se va haciendo liberal, es decir, va asumiendo progresivamente las exigencias de la libertad en la vida social. En efecto, tras un lamentable retraso en el s. XIX −y recorriendo el camino abierto por las encíclicas políticas de León XIII y la experiencia de los totalitarismos− Pío XII en su Radiomensaje de Benignitas et humanitas (1944) hizo una opción explícita por la democracia; la cual sería profundizada por Pacem in terris (1963), que adhirió a los derechos humanos y a los principios de la democracia republicana.
Es cierto que el proceso con respecto a la libertad económica fue mucho más lento. Todavía Quadragesimo anno de Pío XI (1931) buscaba someter la libertad del mercado a un principio de justicia social escasamente definido; y Pablo VI, en Populorum progressio (1967) apoyaba ideas proteccionistas y de asistencia internacional que fracasaron desastrosamente en las décadas siguientes. Pero la conexión lógica entre la defensa de la libertad política y la libertad pudo más, y el fruto final de esa evolución se vio reflejado en Centesimus annus de Juan Pablo II (1991) con su adhesión explícita a la economía de mercado.
En una palabra, la Iglesia abrazó los principios del liberalismo político y del económico. Seguramente seguirá una revisión de su posición ante liberalismo filosófico, que sin abandonar la saludable distancia crítica será mucho más positiva que antaño. No parece, sin embargo, que este paso pueda darse en Latinoamérica, donde prevalece un análisis social dogmático e incapaz de entender el mundo moderno, y donde muchos pastores y teólogos miran a los dictadores de la región con una indulgencia apenas disimulada. Quien se ciña al corto plazo podría caer en la impresión de que la Iglesia entera está caminando en esta misma dirección. Sin embargo, el verdadero desarrollo del magisterio católico sólo se aprecia en el nivel de su continuidad profunda, nivel en el cual la consistencia doctrinal termina tarde o temprano por imponerse.
El s. XX ha visto una Iglesia todavía vacilante frente a la libertad. En la Argentina, las oscilaciones se prolongan hasta el día de hoy. Pero estoy convencido de que la Iglesia del s. XXI será la Iglesia de la libertad, y por eso mismo, inspiradora de la verdadera solidaridad. Ser católico y “liberal” –es decir, alguien que confía más en la libertad que en la coacción, más en las personas que en el Estado burocrático– ya no será la excepción, sino la regla.
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