Por Pbro. Gustavo Irrazábal
Diciembre 2020
La Noche de Antonio da Correggio. 1530. Óleo sobre tabla. Gemäldegalerie Alte Meister, Dresde
Este bello final de la “Navidad Criolla”, de Ariel Ramírez y Jaime Torres, expresa con la máxima sencillez y concisión el Misterio que estamos por celebrar, la Navidad. Porque estas palabras, en su misma brevedad, trasmiten la emoción y el asombro ante un acontecimiento que se nos hace presente hoy, que trasciende infinitamente nuestra capacidad de cabal comprensión, y cuya importancia es insondable.
“Dios está aquí”. “Aquí” en nuestra historia, tan llena de mal y de tragedia; y en nuestra vida, así de pequeña, impura e imperfecta como es. El Cielo ha irrumpido en la Tierra. Dios ha entrado en el tiempo, en nuestro tiempo.
Y está aquí porque “Dios ha nacido”. Ha nacido de una mujer, la Santísima Virgen, se ha hecho hombre como nosotros sin dejar de ser Dios. “Nacer” para Dios ha significado encarnarse, asumir nuestra naturaleza humana y mortal, hacerse uno de nosotros, nuestro hermano: ése ha sido su modo de “estar aquí”.
En Navidad, nuestra idea de la separación infinita e insuperable entre el Cielo y la Tierra queda profundamente cuestionada. Se cumple un anhelo del corazón humano que sólo el creyente se aventura a transformar en súplica: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (Isaías, 64,1). Pero lo divino no irrumpe entre nosotros de un modo abrumador, aplastándonos con su gloria, sino del modo más humilde y discreto que pudiera pensarse, como un recién nacido. Y en Él se opera el prodigio de que lo divino y lo humano se unen en perfecta armonía. Es éste, precisamente, el Misterio que subyace en tantas representaciones artísticas de la Navidad. Y los invito a que recorramos juntos algunas de ellas.
Natividad de Giotto. 1305. Frescos Capilla Arena de Padova
Esta es la Natividad pintada por Giotto Bondone (1267-1337) hacia 1305 en los muros de la Capilla Scrovegni de Padua. El centro de la obra es, sin duda, la mirada tierna de María en el acto de estrechar a su hijo inmediatamente después del parto. El buey y el asno son “testigos” del nacimiento; las cabras pueden yacer tranquilamente al lado del recién nacido. José, como es tradicional, duerme, en este caso, de espaldas; pero no es el sueño del cansancio, sino el de quien recibe en sueños la revelación de la voluntad de Dios. José debe velar por María y el Niño conforme a los designios divinos. Los ángeles toman parte en la escena, pero aparecen familiarizados con los hombres. Los pastores los contemplan con naturalidad. El acontecimiento más trascendente queda revestido así de una sencillez encantadora, llena de la calidez que le brinda al conjunto el gesto maternal de María. El mismo espíritu se muestra, con distancia de siglos, en la dulce versión de Correggio que mostramos al comienzo de la meditación, en que los personajes en primer plano se intercambian miradas enternecidas ante la escena luminosa del Niño que yace bajo la mirada arrobada de su madre.
Pero el relato del nacimiento en Mateo y en Lucas puede ser objeto de otras interpretaciones, que complementan –y a veces convergen– con esta primera. A veces predomina una visión más naturalista, centrada en el amor entre la Madre y el Hijo, que suscita nuestra emoción; a veces puede prevalecer el aspecto místico, más serio y reflexivo: la contemplación del Misterio de la Encarnación. Es lo que vemos en una obra de Fra Angelico sobre el mismo tema: La Natividad (c. 1437), que forma parte de sus trabajos de decoración del convento de San Marcos de Florencia (Italia).
En ella se observa un Niño Jesús tendido en el suelo, desnudo, recostado sobre paja, expresión la humildad y fragilidad del Hijo de Dios hecho hombre, el modo de revelarse a sí mismo de Aquél que “siendo rico, se hizo pobre” (2 Corintios 8,9).
Vemos presentes los elementos tradicionales, como los ángeles, el buey y el asno. Pero la representación tiene aquí un carácter contemplativo. En el centro no están el Niño y la Madre juntos, sino sólo el Niño, y en torno a Él, a cierta distancia, los diferentes personajes que lo adoran en silencio. Entre ellos, vemos a la Virgen y a San José (el anciano). Pero también a dos personajes ajenos a ese tiempo histórico: Santa Catalina de Alejandría y –vestido de negro dando la espalda al espectador– San Pedro Mártir (San Pedro de Verona, reconocible por la herida en su cabeza) (https://www.christianiconography.info/peterMartyr.html). Son modos de afirmar la contemporaneidad de la Navidad a los creyentes de todas las épocas. Las obras que exploran esta línea más mística nos invitan a no quedarnos en lo meramente afectivo, con el riesgo de “romantizar” la Navidad: debemos interiorizar el hecho de que Dios nos ha amado hasta el extremo de asumir nuestra debilidad, y en última instancia, nuestra condición mortal, para redimirnos.
A través de esta contemplación podemos llegar a percibir la unidad interior de la vida del Salvador, conjugando la alegría de su nacimiento con la anticipación dolorosa de su Pasión, a la cual se encamina desde el primer instante de su vida en este mundo. Es esto lo que podemos encontrar expresado en La Natividad de Caravaggio (1609), que se encuentra en el Oratorio de San Lorenzo, en Palermo (sólo se cuenta actualmente con una reproducción, ya que el cuadro original ha sido robado hace unos 50 años y, al parecer, se encuentra en poder de la “Cosa Nostra”, contándose entre los robos de obras artísticas más importante de la historia).
La Natividad de Caravaggio. Oratorio de San Lorenzo. (1609. Palermo)
Esta versión de Caravaggio se percibe un halo de profunda tristeza. El único elemento celebratorio es la figura del ángel, que sostiene en su mano una filacteria con la leyenda (en latín) “Gloria a Dios en el Cielo”, mientras que con la otra señala el Cielo, para indicar el origen divino de Jesús. Pero los personajes que rodean al Niño están sumidos en una meditación seria y emocionada. Ante todo, la Virgen que –con una mirada que anticipa el motivo de La Piedad– observa fijamente al recién nacido, rollizo y sonriente, ajeno todavía al destino que deberá afrontar en su misión. Junto a los pastores, encontramos también otras figuras: hacia la derecha, San Francisco, y del otro lado, el mártir San Lorenzo (que da nombre al oratorio), con sus ornamentos diaconales, contemplando al Salvador en un conmovido silencio, del cual hasta el buey parece participar. Si lo hacen hasta las bestias irracionales, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros?
Una representación más moderna, ajena a los cánones tradicionales, pero manteniendo la misma actitud contemplativa, podemos encontrarla en la obra El Recién Nacido (Le Nouveau-né) de Georges de La Tour (1640), también conocida como La Natividad, y que constituye una de las obras más famosas de este pintor barroco francés. En la escena se encuentran sólo María con el Niño en brazos, y Santa Ana, su madre. Pero es interesante que nada en el cuadro mismo denota quiénes son.
Lo que percibimos es un ambiente de paz y silencio, con una mujer joven que sostiene en sus brazos a un niño envuelto a la usanza medieval, y frente a ella, una mujer mayor.
Esta última cubre con su mano una vela, la única fuente de luz, que tiñe los rostros de una tonalidad rojiza, dejando en la penumbra el resto de la escena. Pero la cabeza del niño y el pecho de la anciana, están iluminados por una luz blanca intensa.
Georges de La Tour, El recién nacido (1645-1648). Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia
Nuestra atención se dirige al rostro de la joven. Su mirada no se dirige al niño, sino que se pierde en el vacío, o mejor, está vuelta hacia el interior. No es una expresión de pesadumbre, pero tampoco de alegría. Parece estar tomando conciencia de la responsabilidad por el futuro de su criatura, que duerme segura, plácidamente, en sus brazos. ¿Son realmente la Virgen y Santa Ana? ¿Podría ser un hogar de solas mujeres, monoparental como tantos hogares de hoy, en el cual, en ausencia del varón, la joven madre debe hacerse cargo del niño en soledad, ayudada sólo por esa mujer mayor, quizás su propia madre, o una vecina, o una criada? Quizás no debamos optar por una u otra interpretación, sino simplemente darnos cuenta que cada niño que nace es como un eco de la Navidad. De hecho, el título original (El recién nacido) nos autoriza a sostener la ambigüedad sin resolverla. Jesús vino al mundo para asumir en sí nuestra vida tal como es: mezcla de luz y sombra, dolor y alegría, esperanza e incertidumbre, amor y soledad. En ese niño recién nacido, el amor de Dios se revela al mundo, y la joven (¿María? ¿otra madre?) parece comprenderlo…
En esta misma línea, que nos hace comprender la Navidad como un acontecimiento actual –en el cual estamos tan involucrados con nuestras vidas tanto como lo estuvieron los testigos directos– podemos concluir con el célebre cuadro de La Adoración de los Pastores, obra del eximio pintor barroco español del Siglo de Oro, Francisco de Zurbarán (1598-1664).
Francisco de Zurbarán, Adoración de los pastores (1638). Museo de Grenoble, Francia
En esta obra, las figuras se recortan contra un trasfondo oscuro, a partir de la única fuente de luz que es el Niño Jesús. La Virgen María, bellísima, descubre suavemente el paño que envuelve al recién nacido para presentarlo a la adoración de los pastores y de los ángeles. En su movimiento nos invita a participar de esa adoración. Las figuras de María, José y el ángel están idealizadas, pero las restantes presentan los rasgos rústicos de campesinos, vistiendo ropas humildes, paño y lana, pero con una gran nobleza en sus expresiones. El realismo de Zurbarán puede apreciarse de un modo particular en el pesebre lleno de paja en que reposa el niño, en la imagen de la pastorcita que ofrece la cesta de huevos (probablemente un retrato auténtico), y en la profusión de objetos cotidianos como la loza talaverana, la cesta de huevos, y el corderito que los pastores regalan a la Sagrada Familia (alusión a Jesús como “Cordero de Dios”). Al mismo tiempo, el ángel que los acompaña, y aquellos que formando un coro permanecen en el Cielo, enmarcan la escena mostrando, como hemos visto en obras anteriores, esa fusión única entre la sencillez de la vida cotidiana y el esplendor de lo divino.
En resumen, sea desde una apelación a nuestra emoción ante una escena que nos cautiva, sea desde un llamado a la contemplación seria y reflexiva, o combinando en diferentes medidas lo uno y lo otro, estos autores que hemos presentado nos están hablando de la actualidad eterna del Misterio del Nacimiento del Señor. Es cierto que Jesús ha nacido en unas precisas coordenadas de tiempo y espacio, pero al mismo tiempo podemos decir que nace “hoy” para nosotros, porque este acontecimiento de salvación tiene una dimensión eterna: cada creyente es su testigo, cada creyente está llamado a participar en él, dejarse renovar y percibir sus frutos de gracia y santificación.
Rembrandt van Rijn, La adoración de los pastores (1646), National Gallery de Londres
Cualquiera sea el modo que elijamos para vivir la Navidad en la fe, de un modo más emocional o más contemplativo, lo cierto es que el nacimiento del Señor debe ser para nosotros una fuente de alegría y de firme esperanza. Muchos podrían pensar que, en la situación presente tan desafiante, hablar de la alegría y de la esperanza sería incurrir en una falta de realismo. Pero el creyente, aún en medio de la oscuridad, puede proclamar en cada Navidad con convicción: “Dios ha nacido. Dios está aquí”. ¿No es esto lo que nos quiere decir Rembrandt en este cuadro?
Ya el Papa Francisco, al comienzo de su pontificado, en el llamado a la alegría que nos dirigía en su exhortación Evangelii Gaudium (“La alegría del Evangelio”), salía al encuentro de esta dificultad:
“…reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias.”
La alegría del Salvador que nace es una luz que, si la dejas brillar, resplandecerá e iluminará cada rincón de tu corazón y de tu vida. Por eso, a ti, querido lector, aun sin conocerte, cualquiera sea tu situación personal, me atrevo a desearte una feliz (¡sí, muy feliz!) Navidad.
Gustavo Irrazábal
Navidad 2020
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