Por Gustavo Irrazábal*
Fuente: La Nación
7 de julio 2022
La interminable lucha por el control del Poder Judicial que presenciamos puede ser analizada desde diferentes puntos de vista. Uno, bastante evidente y frecuentado, es el de los intereses personales involucrados. Pero existe, entre otros, uno que no debe descuidarse: el ideológico. El mismo fue expresado en la alocución del doctor Eugenio Zaffaroni en el congreso sobre “Derechos sociales y doctrina franciscana”, en junio de 2019. En esa ocasión, el exministro de la Corte Suprema y juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo enfáticamente: “El derecho es lucha, y tenemos que ser partisanos y políticos. Cada sentencia nuestra es un acto político (…) Mentira que podemos ser neutrales, mentira que podemos ser imparciales (…) No podemos ser ni apartidarios ni aideológicos (sic), porque no hay ningún ser humano que sea así, y si lo hay, es un ser patológico, no es un juez”.
El magistrado intercala algunos intentos de matizar estas tajantes afirmaciones. Pero es en vano. Expresamente sostiene que las sentencias deben ser “actos políticos” en el sentido de “partisanos”, es decir (asumiendo la interpretación más benigna) que los jueces deben tomar partido. Y si es así, la imparcialidad se torna indeseable, e incluso imposible. Pero la justicia se define tradicionalmente como “aquello que es (objetivamente) justo”. ¿Será “patológico” el juez que pretenda fundar sus sentencias en una justicia “no partisana”?
El relato que sostiene esta visión es el de la lucha entre explotadores y explotados como clave de la historia. Los grandes poderes financieros internacionales erigen en los países dominados elites neocoloniales encargadas de garantizar sus intereses a través de la exclusión de la mayor parte de la población. Para ello, se valen del derecho y la justicia penal, que les permiten encarcelar a la población más vulnerable y, a través del lawfare, perseguir a sus defensores, los líderes sociales.
La naturaleza ideológica de esta visión puede apreciarse en su carácter cerrado, totalizante y, sobre todo, imposible de verificar, ya que no se sostiene en pruebas que puedan ser corroboradas. Tampoco forma parte de la competencia propia de un jurista. Debe ser aceptada por un acto de fe. Por eso sería en vano intentar desmentirla. Más útil es imaginar cómo funcionarían las cosas si en vez de los perversos intereses neocoloniales y sus testaferros locales, la Justicia estuviera en mano de jueces “populares”, apoyados por gobiernos “populares”, sensibles a las demandas de las mayorías “populares”. ¿Desaparecería el lawfare, o simplemente cambiaría de dirección? La actividad judicial, por su inevitable carácter “partisano”, ¿no llevaría a un permanente intercambio de roles entre perseguidores y perseguidos? De hecho, la historia no demuestra que los gobiernos “populares” sean menos propensos a manipular la Justicia, ni que estén más dispuestos a respetar los derechos de todos sin distinción de adscripciones políticas.
Sorprendentemente, los mismos participantes del congreso que saludaron con gran entusiasmo el discurso citado advirtieron en la declaración final sobre el peligro de que la manipulación de jueces derive en una “desnaturalización de las funciones judiciales”. Pero esta conclusión supone la existencia de una naturaleza permanente (imparcial y objetiva) de las funciones judiciales, susceptible de ser desvirtuada, y por lo tanto no se ajusta a la visión de las mismas como “lucha política partisana”. Si la realidad última es el enfrentamiento entre explotadores y explotados, será justo todo lo que resulte eficaz para vencer a los primeros, aunque comprometa los derechos humanos (como ha sucedido con Cuba, Nicaragua o Venezuela). Es posible que nadie haya querido llegar a tanto, pero aquí no se trata de intenciones sino de consistencia lógica.
Por lo tanto, también son aplicables a esta concepción ideológica de la justicia las palabras de San Juan Pablo II cuando advertía: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus annus n. 46). Lo que está en juego en la batalla en torno a la Corte Suprema y al Consejo de la Magistratura no es solo el destino judicial de algunas personas: es el futuro de nuestra libertad.
*Pbro. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton
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