Por Harrys Salswach
Fuente: El Nacional
21 de enero de 2023

El texto que sigue fue escrito antes de que se produjera el fallecimiento de Joseph Ratzinger —Benedicto XVI—, el 31 de diciembre de 2022

No es de extrañar el alivio de muchos cuando Ratzinger muera. Ya son 94 años. La frase usual «que descanse en paz», esta vez será para quienes lo sobrevivan. Sesenta años lleva Ratzinger advirtiendo la debacle de Occidente e intentando que Europa le haga frente a la descristianización, al relativismo y al nihilismo, que es decir casi lo mismo. Es de cuidado cuando algunos ateos y laicos comienzan tanto a temer como a estar de acuerdo con el pronóstico acertado. Y es que ya es tarde, eso que llamamos Occidente se desmorona y no quedarán ruinas sino escombros. A la par de la pérdida de la fe, la desintegración de la sociedad y de toda una cultura.

El libro del italiano Giulio Meotti es un ensayo documentado con la rigurosidad de un periodista interesado en algo más que hacer inventario de bragas y calzoncillos, y un formado en filosofía que no cae en la indefinición de lo fluido. ¿El último papa de Occidente?, publicado por Ediciones Encuentro, es un sucinto recordatorio del «se los vengo diciendo» de Joseph Ratzinger a lo largo de medio siglo. Meotti cita a Ratzinger y reviste de contexto cada cita, brinda el espacio y ánimo en el que fueron pronunciadas o escritas las reflexiones de Ratzinger y Benedicto xvi, las ordena según la preclaridad, idoneidad, firmeza y urgencia a medida que lo anunciado, lo avizorado, lo previsto va dejando atrás lo probable para inscribirse en el tiempo de lo sucedido e irremediable.

La habilidad para ir al punto, la destreza para que cada línea informe, contenga datos y cada párrafo sea portador de una idea le viene a Meotti por el oficio de periodista curtido en distintos medios internacionales y la claridad discursiva, la circunspección analítica, la diafanidad en el desarrollo de las ideas, y la incontestable argumentación que hace de cada capítulo la habitación independiente de una casa ordenada y elegantemente decorada le viene a Meotti por su formación filosófica. Conoce el pensamiento de Ratzinger. De esta manera, ¿El último papa de Occidente? es un libro hondo y preciso, no se evapora en abstracciones ni se explaya como plastilina en superficialidades.

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Ahora que nos ha dado por preguntarnos (y muchos con asombro) por qué se tambalean las democracias (aunque Tocqueville lo haya dejado claro hace unos doscientos años) sería un ejercicio de humildad darle la oportunidad, en su lecho de muerte, a uno de los hombres más brillantes del siglo xx (sino el más) para que nos explique —de nuevo— cómo llegamos a esto. A dejar atrás, en el olvido, en el trastero de la ignominia, eclipsado por la estupidez hedonista y la soberbia de la tontería, a Dios y con Él, toda la savia espiritual que nos constituye, nos define, nos sustenta y ordena, para cambiar el legado cultural grecolatino y judeocristiano, toda la belleza ascendente, por la posición de la langosta sobre una esterilla acolchada, el consenso multipluralista interseccional empático sostenible y cuanta vaguería emerge del malabarismo intelectual nihilista, mientras los pocos que recuerdan quiénes fuimos son acallados, o lo hacen para avergonzarse y ganarse la complacencia de la turba multa. Interrogarse por qué se tambalean las democracias es solo retórica si se espera como respuesta errores procedimentales.

Las palabras de Ratzinger se abren camino en poco más de un centenar de páginas, y Meotti las sigue, comenta y enmarca en su inmediatez y alcance históricos, las acompaña con las voces que las criticaron más allá de la fe y otras que, más acá de la teología, coincidieron con su lucidez: desde Alain Finkielkraut, Rémi Brague, Vlacav Havel, Alasdair MacIntyre, Von Tugendhat, Michel Novak, Peter Seewald, hasta nombres improbables como los de Michel Houellebecq, Michel Onfray, Peter Sloterdijk, el agresivo Richard Dawkins y el columnista del boletín informativo del Partido Comunista Chino, China Daily, José Luis Rodríguez Zapatero. Meotti traza una breve biografía de la resistencia de la razón al servicio de la fe —y viceversa— ante la deriva de un hemisferio que encallará sobre la desolada arena del sinsentido, desde el más reciente punto de inflexión del pensamiento (los años sesenta) hasta el presente más actual, es decir, desde las últimas agitaciones de la modernidad, el posmodernismo, hasta el fin del hombre, los tiempos posgéneros, poshumanos. Un Occidente poscristiano.

Sin olvidar que, ante la desaparición de todo referente que trascienda a las demandas de la sociedad del capricho, la exigencia fatua, la fealdad y el miedo, se levanta el Estado como sustituto de Dios. Advierte Ratzinger, y he aquí que la caída de las democracias hunde sus causas en algo más allá de instancias logísticas, que «(…) lo relativo no puede absolutizarse: creer lo contrario es precisamente el error de las ideologías políticas totalitarias». O, ya puestos, su irreductible fin. «El Estado no es la totalidad de la existencia humana y no abarca toda la esperanza humana. El hombre y su esperanza van más allá de la realidad del Estado y más allá de la esfera de la acción política». A ver dónde el hombre rellenará las planillas del consuelo.

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Del relativismo participan las democracias occidentales. Sobre las relaciones, vínculos y conchabanza entre los totalitarismos comunistas y la democracia liberal ha escrito el europarlamentario y filósofo polaco Ryszard Legutko un libro esclarecedor, Los demonios de la democracia, también de Ediciones Encuentro, cuyo catálogo honra al primer Benito de Nursia, por allá en el siglo v después de Cristo cuando, a la caída del Imperio romano, salvaguardó muchos de los tesoros de la cultura occidental. Legutko pone en evidencia la redundancia democrática: sus problemas ínsitos se resolverían con aquello que procura los problemas. La política homeopática. ¿Quién no ha escuchado el estribillo tozudo «las fallas de la democracia se superan con más democracia»? Quizás esto explique por qué a los comunistas y socialistas —estos últimos fámulos confesos de los primeros y alérgicos a la palinodia— les va tan bien en las democracias —al contrario que a los anticomunistas— con solo adherirle como una ventosa el adjetivo «democrático» o «social» a cualquier disparate.

En ese sentido leemos a Ratzinger en el libro de Meotti: «Creo que las tendencias ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la forma política que tenían hasta hoy (…) seguirán determinando el conflicto espiritual (…) por otra parte, entre el liberalismo y el marxismo hubo y sigue habiendo una silenciosa connivencia en puntos relevantes: una interpretación del mundo basada exclusivamente en las fuerzas materiales. El liberalismo puro no puede superar al marxismo». El Muro de Berlín estaba recién derrumbado.

Si la caída de los regímenes socialistas o comunistas de Europa del Este se debió a la certeza de defender la vida —una verdad incuestionable, fundada en la esperanza de una sociedad libre (claro está que sin fe aquella es solo optimismo, y ya sabemos dónde terminan los entusiasmos irreflexivos)—, el desierto espiritual que aqueja a Europa y por lo tanto a Occidente no hará resistencia a la vuelta del totalitarismo, pues esta vez no hay certezas, ni verdades, ni fe y en consecuencia, no hay esperanzas. Y nada por defender porque Occidente niega, desde un odio a sí mismo, todo legado cultural. Los signos de interrogación del título de este ensayo quizás señal en la fe de su autor, aunque la respuesta sería afirmativa y no porque el papado desaparezca, sino porque se ha diluido en la insustancialidad de los tiempos. Es decir, Benedicto xvi es el último papa de Occidente porque Occidente se desintegra. En todo caso se adelantó a su renuncia. El actual papa es el que corresponde a los tiempos. La pregunta es si estamos ante una derrota definitiva. Si los cristianos están preparados para la clandestinidad en un Occidente no solo descristianizado sino anticristiano, en el que la Iglesia se desvanece. Si estamos al tanto de que la separación de Dios y los hombres significa la privación del amor.

Entre húngaros se cuentan un chiste en forma de interrogante que parece incontestable: «¿Sabes qué es peor que el comunismo?», y ante el abismo que se abre como respuesta, el mismo que hace la pregunta responde ante el desconcertado: «Lo que viene después». [Se me hace que hay una ansiedad latente por «ponerse al día» si alguna vez salimos de la propia desgracia comunista. Será desenterrar un cadáver para aplicarle la eutanasia].

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Las exposiciones de Ratzinger siempre resplandecieron aunque hayan sido dichas o escritas entre el griterío infantil del último entusiasmo liberador del proyecto ilustrado moderno, siempre han sido sólidas y entendibles, hondas y comprensibles, irradian sensatez y conmueven. Y es que, como señala John Waters en el prólogo, Benedicto xvi no le habla a las masas sino a las personas. Y esto hace que su brillantez intelectual venga acompañada de una ternura excepcional. Es quizás esa comprensión de los tiempos, que supera a la de los propios pensadores que promueven las naderías y espumarajos posmodernos y no menos las gárgaras de sus seguidores, lo que levante mayor inquina hacia su figura. No hay que olvidar que Joseph Ratzinger ha sido blanco de la bahorrina de los medios de comunicación —detentados prácticamente en exclusiva por soñadores de la progresía—, al que han llamadoel «rottweiler de Dios», el «policía del papa», «martillo de teólogos», y a quien consideran un oscurantista. Lo han atacado desde la irreverencia de eternos estudiantes universitarios sesentayochistas, que se han olvidado, entre liberación y liberación, librarnos de su propia tabarra flebítica y cansina.

La serenidad de Ratzinger contrasta con la desesperación que albergaron los representantes del pensamiento de Occidente de los últimos sesenta años, principalmente aquellos intelectuales del 68 cuyas vidas terminaron muy lejos de la impavidez. Meotti da cuenta de ello cuando señala el fin de estos pensadores: «Gilles Deleuze saltó por la ventana de su apartamento en París en el distrito 17; Michel Foucault murió de SIDA, en una cupiodissolvi moral antes que sexual; Louis Althusser que mató a su esposa y luego terminó sus días en su psiquiátrico, o Guy Debord, que se disparó con un rifle». Uno de los últimos de esta estirpe, Nikos Poulantzas, se lanzó del piso 22 de la Torre Monpartnasse de París, abrazado a sus libros. Y, ¿será cierto que Barthes, poco antes de su muerte, había regresado desde el «olvido de lo aprendido», a una infantilización escatológica y untaba sus rebanadas de pan con mierda y orina? Meotti destaca que Ratzinger le hizo frente a estos pensadores, los mismos que el 26 de enero de 1977, en Le Monde, publicaron «una petición para bajar la edad sexual de los niños a los doce años» en nombre de sus derechos, entre los «abajo firmantes» destacaban Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir (a quien hoy le dedican biografías ilustradas para niños), Louis Aragon, Félix Guattari y el propio coprófago de la semiótica, entre otros como Jack Lang, futuro ministro de Cultura de Francia. De aquellos polvos… «La revolución del 68 y el terror que creó —en nombre de las ideas marxistas— son un ataque radical a la libertad y la dignidad humanas, una profunda amenaza a todo lo humano», explicaba Ratzinger al The New York Times en 1985. Benedicto xvi, ha dicho el teólogo Stephan Kulle, fue la respuesta de Dios a Mayo del 68. Y renunció. Quizás cansado de tanta fealdad.

Señala Meotti: «En una conferencia en Menlo Park en 1999, Ratzinger explicaría lo siguiente: “Se ha establecido un clima filosófico que, en su subjetivismo exagerado, es muy escéptico con respecto a las cuestiones de verdad y significado, creyendo en cambio que no hay más que interpretaciones diversas y contrapuestas. Es un subjetivismo que no se limita a una élite cultural, sino que está difundido en toda la sociedad y toma la forma característica de un relativismo generalizado”». La tradición de pensamiento Occidental, fundada en definir y conocer, se ha desechado por el imperativo de no pensar, porque pensar es juzgar y es insoportable en una sociedad emotivista, que no admite definiciones porque son portadoras de dominación y delatan ansias de poder que limitan y oprimen yofenden y hay que evitar, desmontar, deconstruir, destruir.En ese camino hacia la nada, pues hablar y hablar, dialogar y dialogar, debatir y debatir hasta que suene el timbre de salida, así todos complacidos y tranquilos. Sí, la antesala de la desesperación.

Meotti da cuenta de cuandoRatzinger afirmaba en 1999, durante una conferencia en la Sorbona de París que la «“síntesis entre razón, fe y vida” que ha hecho del cristianismo una religión universal ya no es convincente hoy en día, porque ya no hay certeza sobre la verdad. Por el contrario, “el cristianismo, tanto hoy como en el pasado, sigue siendo la opción por la primacía de la razón y la racionalidad”». La cultura occidental hizo posible que la fe y la razón danzaran hasta que alguna de las dos —o ambas— no pudo más y fue a tomar asiento, quizás, a la espera de otras melodías. Ya veremos. Quizás este lector de lejanías abriga algo de esperanza.

*¿El último papa de Occidente? Giulio Meotti. Prólogo: John Waters. Ediciones Encuentro. España, 2021.