Mayo de 2016
Por Florencia Bazet
Por sus frutos los conoceréis (Jesús, 32 D.C.)
All’s well that ends well (Shakespeare, 16XX D.C.)
Todos hemos visto alguna película de Hollywood en la que la trama consiste en un héroe que debe enfrentarse a monstruos, aliens o agentes del mal que intentan aniquilar o someter la raza humana. Explosiones, estallidos, estruendos y efectos especiales caracterizan estas películas, en donde se ve cómo puentes, monumentos y edificios se derrumban en la lucha por destruir al villano. Toda esta destrucción queda justificada por el noble intento de salvar a la humanidad. No importa a qué costo.
Dejando de lado la ficción y yendo al plano de la realidad, es común escuchar que la solución a problemas de dimensiones colosales como la pobreza, el hambre, la miseria, el sufrimiento, es simplemente hacer “algo”. No importa demasiado qué, sino el hecho de que haya un qué.
En este afán de ocuparnos en encarar y resolver los problemas, nos olvidamos de preocuparnos por cómo lo haremos. Nos olvidamos de que el hombre puede y debe razonar acerca de las distintas maneras de abordar un problema, y sopesar las consecuencias de los distintos caminos a tomar. Nos olvidamos de que el fin nunca justifica los medios, y de que nuestras acciones pueden desatar un inesperado efecto dominó que termina empeorando aquello que pretendíamos resolver.
Esto se debe a que solemos creer que con buenas intenciones es suficiente: la lógica con la que actuamos es que, si el que dicta nuestras acciones es el deseo de hacer el bien, no podremos sino obtener buenos resultados. Pero esto no es verdad. Si en un restaurante uno de los comensales comenzara a ahogarse, lo primero en preguntarse sería: “¿alguien es médico?”. Nadie preguntaría quién tiene el deseo o la intención de salvar al desafortunado atragantado, sino que se buscaría la asistencia de alguien que tuviera la capacidad de hacerlo. La capacidad de actuar no está dada por el voluntarismo, por el deseo in abstracto de ayudar, sino que está dada por el conocimiento de qué es lo que causa el problema y de cuál sería la mejor manera de resolverlo.
Si todos nosotros acudimos a un médico cuando estamos enfermos, a un contador cuando la AFIP emite una nueva resolución, a un abogado cuando necesitamos asesoramiento legal, ¿por qué enfrentamos a la pobreza armados únicamente de nuestro mal llamado “sentido común”? Mal llamado porque el sentido común, sanamente construido, debería poder distinguir lo verdadero de lo falso, lo razonable de lo ilógico; mientras que, el que empleamos generalmente, refleja lo que es en realidad la opinión de la mayoría. Sin embargo, las verdades no se construyen, sino que efectivamente son: el hecho de que una gran proporción de la población crea que la tierra es plana y se sostiene por cuatro tortugas gigantes, no implica que esto sea verdad. Ni siquiera significa que esté cerca de ello.
El problema es que las ideas que han inspirado nuestras acciones para combatir la pobreza han estado tan erradas, que hemos terminado por desestimarlas y hemos pasado a actuar únicamente movidos por el instinto. En lugar de plantearnos la posibilidad de que fueran nuestras ideas las que necesitaban más de un retoque, llegamos a la conclusión de que las ideas no tienen trascendencia en lo práctico, en el mundo real. Las ideas han sido relegadas para los ingenuos y para los desconectados del “mundo real”. El saber popular dicta que, para ver resultados, son necesarias menos palabras y más acción; que el abordaje viene dado desde el pragmatismo, y no desde el pensamiento o la reflexión.
Aparentemente, el pragmatismo puede ofrecer la flexibilidad de no estar “condicionado” por ninguna filosofía preexistente, pero no por eso escapa a las consecuencias de sus propias acciones. Por el contrario, cuando damos a las ideas el lugar que les corresponde, podemos entonces circunscribir nuestras acciones a un campo eficiente. De esta forma, el actuar dentro de un marco lógico posibilita que sean limitadas la cantidad y la magnitud de los efectos indeseados, dándonos así mayor libertad a la hora de decidir.
Tal vez si entendiéramos la importancia de las ideas, veríamos que muchos de los intentos que hoy se hacen para erradicar la pobreza fracasan, precisamente por la ausencia de un buen razonamiento previo. Si continuamos pensando que la solución es combatir la pobreza, en lugar de generar riqueza, seguiremos fracasando en nuestro intento de que cada una de las personas que habitan este mundo tenga acceso a condiciones de vida dignas.
El crear riqueza ubica al ser humano en un lugar de capacidad, dignidad y creatividad. Este concepto acepta que la condición natural bajo la cual el hombre llega a la vida es de fragilidad y desprotección, por lo que resalta el peso de los vínculos (particularmente el de la familia) a la hora de poder desarrollarse en toda su plenitud. Combatir la pobreza termina colocando al hombre en el rol de “una boca más para alimentar”, y estimula el antagonismo en lugar de construyendo lazos filiales.
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