Por Samuel Gregg
Junio 2016
Mientras los regímenes populistas en América Latina hacen implosión, no queda claro que la Iglesia Católica en la era de Francisco tenga las herramientas para manejar lo que vendrá después.
Venezuela se encuentra en un estado avanzado de colapso económico y político. Tal es el fruto de diecisiete años de “socialismo de siglo XXI” iniciado por Hugo Chávez y continuado por su sucesor, Nicolás Maduro. A diario, la realidad de los venezolanos es una de tiendas vacías, corrupción masiva, inflación de tres dígitos, la ausencia de alimentos y medicinas necesarias, y la omnipresencia de la violencia, pues se resquebraja el orden y la ley. Esta es la consecuencia lógica del régimen populista que, en el nombre de “el pueblo”, nacionalizó industrias enteras, demolió la independencia del banco central, hundió los ingresos petroleros en empresas estatales corruptas e ineficientes, imprimió moneda para cubrir el ascendiente gasto público, y luego trató de controlar la situación, que se deterioraba rápidamente, a través de controles de precios y tasas de cambio.
Desde la perspectiva política, Venezuela es ahora una de las sociedades más polarizadas y reprimidas del mundo. Con regularidad, el gobierno usa la fuerza de la policía y de las milicias nacionales para atemorizar a sus críticos. Casi toda la prensa ha sido censurada y la independencia del sistema judicial está severamente comprometido. Para efectos prácticos, la sociedad civil ha sido pulverizada, todo en nombre de la revolución socialista del pueblo.
Una institución que ha mantenido su integridad en medio del desorden en Venezuela es la Iglesia Católica. Los estudiantes de la Universidad Católica han jugado un papel central dando a conocer los abusos del régimen a la opinión internacional. Además, los obispos católicos de Venezuela han sido constantes en su crítica de la experimentación económica y política de los chavistas. En enero del 2015, por ejemplo, la conferencia episcopal venezolana formalmente denunció que la crisis económica de la nación era resultado de un “sistema económico y político de naturaleza socialista, marxista o comunista.”
Es un lenguaje duro. Los obispos también condenaron al régimen por demonizar a sus opositores, por usar un lenguaje demagógico, por violar los derechos humanos sistemáticamente, y por torturar a los prisioneros políticos. Venezuela no es el único país que ha adoptado políticas populistas durante la última década. Otros ejemplos notables incluyen a Ecuador, Bolivia y la propia Argentina del Papa Francisco. Los resultados han sido los mismos: destrucción económica, profundas fracturas sociales y políticas, y un estilo de gobierno definidamente autoritario. Mucho de esto ha sido justificado referenciando la voluntad popular y la necesidad de combatir a ese hombre de paja contemporáneo, el “neoliberalismo”. Venezuela es simplemente el ejemplo más extremo de este modelo populista y de sus consecuencias lamentables.
La Iglesia y los populistas
Dados estos hechos, muchos se preguntan porqué, de todos los jefes de Estado que pudieran haber asistido a la reciente conferencia de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, que marcó el 25 aniversario de la encíclica Centesimus Annus de San Juan Pablo II, únicamente estuvieron presentes dos populistas de izquierda: Rafael Correa de Ecuador y Evo Morales de Bolivia. ¿Hemos de pensar que no pudo o no quiso asistir otro jefe de Estado de América Latina actualmente en funciones?
En vista que el Papa Francisco frecuentemente afirma que las realidades son más importantes que las ideas, recordemos algunas realidades básicas sobre los presidentes Correa y Morales. Ambos son admiradores confesos de Chávez y están comprometidos con lo que Correa llama el “socialismo del Siglo XXI” o lo que Morales describe como “socialismo comunitario”.
Ambos hombres también han seguido el guión clásico populista. Esto involucra (1) desmantelar las restricciones constitucionales al poder; (2) culpar a los extranjeros y los intereses extranjeros por los problemas de su nación; (3) aplicar la lógica de la confrontación doméstica con los designados “enemigos del pueblo”; (4) alimentar un culto a la personalidad alrededor del líder carismático; y (5) crear una gran base de seguidores repartiendo bienes y subsidios estatales. No sólo han cosechado la opresión política. Las economías de Bolivia y Ecuador ahora están formalmente clasificadas como “reprimidas” en el índice de Libertad Económica del 2016. Eso quiere decir que se ubican entre las economías menos libres, las más corruptas y las más intervencionistas en el mundo. El hecho, sin embargo, que Correa y Morales fueran invitados a hablar a la conferencia en la Santa Sede refleja la ambigua relación de la Iglesia con movimientos y gobiernos populistas de izquierda en años recientes. La determinación de los obispos de Venezuela, por ende, de nombrar y avergonzar al régimen populista tan directamente por sus políticas destructivas es una excepción, y no la regla.
Durante sus años como arzobispo de Buenos Aires, el Papa Francisco censuró, a veces vívidamente, ciertos aspectos de las presidencias populistas de Néstor y Cristina Kirchner. Sin embargo en julio del 2015, el papa apareció con Morales ante la “Segunda Conferencia Mundial de Movimientos Populares” y dictó un discurso que tuvo un corte más bien populista. Tan es así que en los numerosos discursos, conferencias de prensa y entrevistas concedidas por Francisco desde que se convirtió en pontífice, es difícil encontrar una crítica clara de las políticas populistas de izquierda comparable a sus denuncias apasionadas de las economías de libre mercado.
Entonces, ¿por qué algunos católicos latinoamericanos parecen inhibirse de criticar a los movimientos políticos que han acarreado tanta miseria a la región? En parte, yo sospecho, nace de un sano deseo de velar por que la Iglesia no se enrede en la política cotidiana. Eso es válido. Pero también puede responder a las corrientes intelectuales particulares que marcaron al catolicismo en América Latina en las décadas recientes. Más prominente entre estas ha sido el enfoque sobre el pueblo, que permeó al catolicismo de América Latina desde los años sesenta.
Una teología del pueblo
Una frase que se convirtió prominente en la Iglesia después del II Concilio Vaticano fue “el Pueblo de Dios”. En la constitución dogmática de la Iglesia de 1964, Lumen Gentium, el Pueblo de Dios alude a la idea según la cual “en el principio Dios hizo a la naturaleza humana una” y que “todas las personas están llamadas por la gracia de Dios de a la salvación”. (LG 13) El énfasis es en la universalidad, no el divisionismo. El lenguaje adquirió un significado muy distinto, no obstante, en la teología de la liberación a finales de los sesenta en América Latina. En el caso de las versiones marxistas de la teología de la liberación, la idea del pueblo de Dios fue asimilado por la mentalidad del conflicto de clases: “el pueblo” contra “los opresores”. La teología del pueblo tiene un sesgo un poco diferente. Esta escuela de pensamiento fue desarrollada principalmente por tres sacerdotes argentinos: Rafael Tello, Lucio Gera, y el jesuita Juan Carlos Scannone, y ciertamente influenció a Jorge Bergoglio, SJ, a partir de los setentas.
Lo primero que notamos de la teología del pueblo es que rechaza las categorías marxistas. Como el Padre Scannone comentó en una entrevista del 2011, la principal diferencia entre su posición y la de los teólogos de la liberación marxistas es que su teología “no ha usado la metodología marxista para analizar la realidad ni ha tomado categorías del marxismo.” Otras características prominentes de la teología del pueblo son su profundo respeto por la piedad popular y el hecho que ha inspirado a muchos sacerdotes a vivir en las barriadas de Buenos Aires. Significativamente, la teología del pueblo nunca ha expresado posturas hostiles a la autoridad magisterial de la Iglesia, ni la ha retratado como un instrumento de la opresión de clases. Todo esto es ciertamente verdad y aún admirable. Dicho eso, la teología del pueblo sí toma “al pueblo” como su principal punto de referencia y no queda claro si “el pueblo” se define de la misma forma como lo hizo Vaticano II. El Padre Gera, por ejemplo, específicamente identifica “el pueblo” como “la mayoría marginada y despreciada” en América Latina. No se deletrea lo que eso significa para los católicos latinoamericanos que no pertenecen a ese grupo.
A diferencia de los marxistas, los teólogos del pueblo no creen que el pueblo necesita de unos intelectuales vanguardistas de clase media para sacarlos de la obscuridad. En cambio, la teología del pueblo es escéptica respecto de todas las élites. En un artículo de 1979, pro ejemplo, Scannone escribió, “debemos denunciar el elitismo en las áreas de conocimiento que ahora encontramos entre las élites iluminadas tanto de izquierda como de derecha.” En vez de ello se debe poner énfasis en el pueblo: no tanto como una clase sino como una realidad cultural y un movimiento que demuestra a la Iglesia cómo vivir la fe y que además encarna una particular sabiduría no compartida por otros.
¿Pero quienes son el pueblo?
Vista desde esta perspectiva, la teología del pueblo permitió a la Iglesia subrayar su opción por los marginados y por los pobres sin tomar bandos en los interminables conflictos entre la izquierda y la derecha, los cuales dominaron América Latina durante la Guerra Fría. A pesar de ello, sin embargo, la teología del pueblo tiene sus propios problemas.
El primero es que fue concebida en una cultura política empapada en peronismo: el movimiento populista asociado con el carismático presidente de Argentina, Juan Perón, y sus esposas, y el cual aún ejerce enorme influencia sobre la imaginación de muchos argentinos. Algunos teólogos del pueblo como Ernesto López Rosas, SJ, se acercaron a varios movimiento peronistas. Algunos incluso vieron el peronismo como un mecanismo que daba expresión política a los valores que asociaban con el pueblo. Aunque tiene manifestaciones tanto de derecha como de izquierda, el peronismo es generalmente caracterizado por su mentalidad anti-elitista, una dependencia en clasificaciones ellos-versus-nosotros, el nacionalismo político y económico, y con frecuencia, la retórica pomposa. También busca figuras carismáticas para movilizar los movimientos de masas que canalizan la voluntad popular en formas que debilitan la resistencia de las élites establecidas. En este sentido, el peronismo es un fenómeno netamente populista.
La cruda realidad, sin embargo, es que los líderes, las ideas y los movimientos peronistas han infligido un enorme daño en Argentina durante los últimos setenta años. Entre otras cosas, han cargado a Argentina con unas excesivas burocracias estatales, sindicatos demasiado poderosos, corrupción masiva, y amplios sectores dependientes del patronazgo político. A lo largo del tiempo, el peronismo debilitó las garantías institucionales que limitaban el poder político, contribuyendo como mínimo a la inestabilidad generalizada y a la violencia.
Un problema para la teología del pueblo es que le cuesta ser crítica de los movimientos populistas como el peronismo porque (1) le asigna un papel especial al pueblo, y (2) pone el énfasis en la sabiduría popular. Eso subyace otra dificultad: la teología del pueblo encarna las debilidades de cualquier conjunto de ideas que hacen del pueblo su principal punto de referencia.
Tomemos, por ejemplo, la realidad que entre los del pueblo probablemente detectemos diferentes puntos de vista sobre variados temas. Reconocer esto se vuelve complicado cuando uno amontona a millones de individuos en una categoría que todo lo atrapa. Luego, vienen todas las preguntas en torno a quién califica como un miembro del pueblo. Si son principalmente aquellos al margen, ¿que implica para quienes no viven en las barriadas? ¿Su estatus social los convierte, de alguna forma, en “no-pueblo”, o “anti-pueblo”? ¿Aquellos que escapan la pobreza y abandonan la periferia dejan de ser pueblo?
Y mientras es cierto que aquellos que viven en el margen de la vida suelen poseer discernimientos que escapan la atención de las élites, también es probable que algunas ideas que florecen entre el pueblo simplemente sean erróneas. No toda noción que circula entre lo que el Papa Francisco llama las periferias de la vida es razonable y coherente. Las Escrituras nos dicen que un gran número de los seguidores de Cristo venían de las periferias de la sociedad de Judea y Galilea. Mas el Evangelio de Juan (Juan 6:15) también relata que, en algún momento, muchos de ellos cometieron el error de querer convertir a Jesucristo en un rey terreno. En América Latina hoy, muchos de los que presumiblemente califican como miembros del pueblo son los más fuertes chavistas en Venezuela, a pesar de la evidencia, difícil de negar, de los efectos destructivos del populismo. Gran parte del pueblo en las villas de miseria en Buenos Aires guardan imágenes de Juan y Eva Perón en sus casas, como si ellos hubieran sido santos, y aparentemente no ven el vínculo entre el declive vertiginoso de Argentina y el populismo peronista. Esto es evidenciado por el hecho que muchos de ellos continúan votando por partidos y líderes peronistas.
¿Oportunidad en la oscuridad?
La buena noticia para América Latina es que los movimientos y gobiernos populistas van de salida. Hacia finales del año, el principal candidato presidencial peronista fue derrotado en elecciones nacionales. En febrero de este año, Evo Morales perdió un referendo que le hubiera permitido buscar un cuarto período en la presidencia. En Venezuela, la oposición ahora controla la Asamblea Nacional y está tratando de forzar a Maduro, profundamente impopular, a repetir las elecciones.
Para la Iglesia Católica, sin embargo, la pregunta es qué puede aprender de los fracasos populistas. Constituiría un paso hacia delante elevar las preguntas serias, dentro de la Iglesia en las diferentes naciones de América Latina, sobre el grado al cual el lenguaje y las preocupaciones populistas han moldeado su interacción con los asuntos económicos y políticos.
Un ejemplo es la constante referencia al “neoliberalismo” que encontramos invariablemente en los documentos emitidos por las conferencias episcopales de América Latina. A través de América Latina, el neoliberalismo suele funcionar como sinónimo del mercado sin límite. Pero este también es un hombre de paja. Los mercados desbordados o salvajes no existen, ni siquiera en Estados Unidos.
Uno también podría preguntar si algunos católicos invocan constantemente el neoliberalismo (o el “imperialismo”, o “la influencia anónima de mamón”, o “los señores neoliberales del capital”, o “los mercados que matan” o “nombra-tu-refrán-populista favorito”) como la causa principal de los problemas de América Latina porque se resisten a aceptar que muchas de las dificultades en la región son producto de las escogencias de los latinoamericanos. Después de todo, los Chávez, Kirchners, Perones, Morales, Correas y Maduros de América Latina fueron electos democráticamente. Perón no fue impuesto en Argentina por corporaciones extranjeras. Ningún gobierno occidental obligó a Venezuela a seguir el camino hacia la anarquía que emprende aún hoy. Y si alguien está apuntalando al régimen de Maduro, cada vez más brutal, ciertamente es el campo de prisión del comunismo cronista también conocido como Cuba.
No sabemos realmente cuántos líderes católicos de América Latina estarían dispuestos a tal introspección. En muchas maneras, es más fácil casar fantasmas o excoriar a actores anónimos “allá afuera”. El trabajo de ayudar a que broten sociedades que toman la libertad y la justicia en serio de los escombros del populismo es más difícil, menos glamoroso, y un proyecto de aún más largo plazo. Es un proyecto que requiere aceptar que preservar y promover la libertad, el estado de derecho, y la justicia social bien entendida, implica poner límites a la voluntad popular.
La triste ironía es que, en tanto los movimientos y los gobiernos populistas tambalean en América Latina, están marchando alrededor del mundo. Dadas sus recientes experiencias, los católicos a lo largo y ancho de América Latina tienen una oportunidad única de ayudar a la Iglesia universal para que responda al fenómeno que presenta una amenaza significativa a las naciones que aspiran ser libres y justas. A la luz, sin embargo, del pasado reciente y de algunas preocupaciones persistentes, por de pronto existe incertidumbre sobre la capacidad del catolicismo latinoamericano para asumir esta tarea.
Artículo publicado en The Catholic World Report el 22 de mayo del 2016. (Traducido por Instituto Fe y Libertad).
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