Por Jorge Albertsen
Para Instituto Acton (Argentina)
La esencia del sistema republicano de gobierno, que tuvo su origen a fines del siglo XVIII radica en la llamada “división de poderes” que resultó ser una de las conquistas positivas más significantes de las revoluciones norteamericana y francesa.
El absolutismo monárquico de aquella época, así como los totalitarismos y tiranías modernas –de izquierda y de derecha– son modelos que desconocen las reglas y los principios de la división de poderes y contrariamente, adoptan regímenes políticos de tipo autoritario.
Concretamente, la teoría de la división de poderes sostiene que en cada Estado existen tres funciones esenciales, claramente delimitadas; básicamente: (i) la función de hacer, modificar y derogar las leyes; (ii) la función de ejecutar y aplicar las leyes; y (iii) la función de resolver conflictos interpretando las leyes. Esta separación de funciones es la que da origen, recíprocamente, al Poder Legislativo, al Poder Ejecutivo y al Poder Judicial.
De esta manera, surgiría naturalmente una moderación o limitación recíproca entre estos poderes por medio de una dinámica de “Frenos y Contrapesos” que garantiza un equilibrio y evita abusos de autoridad de alguno de estos poderes sobre el resto.
La finalidad de la división de poderes se asienta sobre principios que buscan evitar la concentración de las funciones del Estado en una sola persona u órgano para evitar eventuales abusos de autoridad que, de mantenerse, puedan degenerar en regímenes totalitarios o tiránicos.
La violación progresiva y sistemática de estos principios por parte de la administración actual, con el dictado del reciente decreto autónomo 735/2020, ha llegado a un punto que no se sostiene con ninguna lógica ni con el mismísimo sentido común. En el propio anuncio público de la medida se dijo que se dictaba después de un proceso en el que hubo que “agudizar el ingenio”. Ciertamente, se necesita un ingenio muy agudo para colar por los filtros legales, constitucionales y, principalmente morales, una decisión que tiene por objeto el saqueo de las arcas de los vecinos de la ciudad de Buenos Aires para transferirlas a un Fondo de Fortalecimiento Fiscal que discrecionalmente administrará el gobernador Axel Kicilof.
Con la sanción del decreto 735/2020 el Poder Ejecutivo, en primer lugar, ha asumido la función legislativa al modificar tres leyes (23.548, 27.429 y 27.469) para disponer de los recursos que legalmente se le habían asignado a la Ciudad de Buenos Aires por el traspaso de los servicios de seguridad que antes tenía la Policía Federal. Esa asignación fue ratificada por el Poder Legislativo en ejercicio de la función que exclusiva y expresamente le asigna el artículo 75, inciso 2° de la Constitución en tanto afirma que “no habrá transferencia de competencias servicios o funciones sin la respectiva reasignación de recursos, aprobada por ley del Congreso”.
El Poder Ejecutivo, además de dictar un decreto con fuerza de ley, se arrogó también potestades exclusivas y excluyentes del Poder Judicial inventando un conflicto –inexistente– para luego declarar, sin ninguna potestad jurisdiccional, que el modo en que la ley había dispuesto la coparticipación de impuestos era injusta e inequitativa.
Sólo queda una última instancia: un recurso ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación que ponga en orden la falta de disciplina democrática e institucional que, paulatina y progresivamente, viene observando el Gobierno Nacional.
Afortunadamente, es un recurso esperanzador ya que la Corte no tendrá necesidad de “agudizar el ingenio” para declarar la nulidad de un acto de tan palmaria y manifiesta inconstitucionalidad; ni para disponer cautelarmente la suspensión de los efectos del decreto 735/2020.
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