Por Samuel Gregg
Fuente: The Public Discourse
1 de diciembre de 2014
En el año 2012, el especulador financiero George Soros y Fazle Hasan Abed, presidente de una de las mayores ONGs de lucha contra la pobreza, señalaron en el Financial Times que a pesar de la Gran Recesión, el número de personas que vivían en la pobreza extrema se había reducido en todas las regiones del planeta, y esto sucedía por primera vez desde que se tenían registros estadísticos. Estas noticias –junto a muchas otras referidas a la disminución de la pobreza y de la desigualdad económica como consecuencia del progresivo aumento de personas que se integran en los mercados globales– reciben escasa atención de la prensa en estos días. Estas historias no encajan con la narrativa populista que suele inundar la discusión en estos temas.
Sin embargo, Soros y Abed señalaron posteriormente que la salida de la pobreza se encontraba fundamentalmente amenazada por la ausencia en muchos países en vías de desarrollo de un auténtico estado de derecho. “La pobreza”, destacaron, “sólo será erradicada cuando la ley rija para todos”. Si esto es verdad, entonces países como China o India que han sacado a millones de personas de la pobreza en las últimas décadas pero que se encuentran en puestos bajos en virtualmente todos los ranking que miden los niveles de calidad institucional, todavía se enfrentan con importantes desafíos.
El contexto subyacente a esta creciente atención a la importancia del estado de derecho en la lucha contra la pobreza es la convicción de que (1) ampliar el acceso a los beneficios que genera el crecimiento económico y (2) consolidar la prosperidad tienen más relación con el marco institucional de un país que con la distribución de la riqueza. Para ilustrar esto se puede comparar el proceso de desarrollo económico de Australia y de la Argentina a lo largo del siglo XX.
Instituciones, pobreza y valores
Hacia el año 1900 Australia y la Argentina –dos países con sólidas estructuras políticas y jurídicas, similares en tamaño, con una abundante población de origen europeo, y que gozaban de un amplio ingreso de capitales– se ubicaban entre los diez países más prósperos en términos de ingresos per capita. En la actualidad uno de estos países sigue siendo próspero, con un sistema político y un marco jurídico estables y, de acuerdo con el Índice de Libertad Económica (Index of Economic Freedom) del año 2014, es la tercera economía más libre del mundo. El otro país es un sinónimo de decadencia económica, corporativismo, populismo y corrupción. Como señala el premio Nobel de economía Douglass North, la Argentina personifica el “progreso irregular (stop-and-go), instituciones democráticas frágiles, y una defensa de los derechos de los ciudadanos, de los intercambios dudosa, junto con la presencia de mercados monopolizados”. En síntesis, a diferencia de Australia, el marco institucional de Argentina está en mala forma. No por casualidad, Argentina ocupa un puesto muy bajo en el Índice de Libertad Económica en el apartado sobre calidad institucional: ubica el puesto 158, de 178 países analizados.
Ni el derrotero institucional emprendido por Australia a lo largo del siglo XX ni el de la Argentina eran inevitables. En distintos puntos de la historia los líderes políticos –y el electorado– tomaron sus decisiones. No obstante, se necesita mucho más trabajo para entender de qué manera la elección de valores afecta el tipo de instituciones que emergen, el modo como funcionan, y el impacto que ello implica en problemas como el de la pobreza. Algunas escuelas de pensamiento económico como la nueva economía institucional y la economía constitucional han hecho importantes avances en esta materia. Apoyándose en pensadores como Max Weber y en investigaciones como las de Alan Macfarlane, The Origins of English Individualism, los investigadores en estas áreas han demostrado en qué medida las creencias influyen sobre la vida económica.
En ciencias sociales como la economía, la permanente influencia del positivismo fomenta la tendencia a creer que los valores son irrelevantes, que no se pueden liberar de la carga de subjetividad y que son casi imposibles de mensurar (lo que para algunas personas es sinónimo de inexistencia). De ahí que el argumento de que los valores tienen importancia a nivel económico todavía implica ir a contracorriente de las visiones dominantes en economía. Sin embargo, si el establecimiento de principios jurídicos sólidos es esencial para el alivio de la pobreza en el largo plazo, esta conexión puede ilustrar de qué modo un compromiso generalizado en la consecución de bienes morales específicos sirve para promover y consolidar un marco institucional que ayude a disminuir la pobreza.
Capital moral y estado de derecho
Los filósofos del derecho llevan largo tiempo debatiendo en qué medida la noción de capital moral se vincula a la de estado de derecho. En los años sesenta, por ejemplo, el profesor de Harvard Lon Fuller sostuvo en The Morality of Law que el desiderata que asociaba al estado de derecho –es decir, normas legales que son prospectivas y no retroactivas, normas que son promulgadas, claras y coherentes, normas que no son imposibles de cumplir, normas que son lo suficientemente generales y estables a través del tiempo de modo que las personas se puedan guiar mediante el conocimiento del contenido de estas normas, y que exista una coherencia entre las normas existentes y la acción oficial– implicaba la presencia de un tipo de moralidad intrínseca, lo cual hacía más difícil que los tiranos se salieran con la suya.
La tesis de Fuller fue contestada, entre otros, por el profesor de Oxford H.L.A. Hart quien señaló que estas notas, valiosas como eran, no habían sido un impedimento significativo para que regímenes injustos, como el de la Alemania nacionalsocialista, persiguieran fines diabólicos.
La respuesta de Fuller consistió en señalar que las tiranías nunca se produjeron en sitios donde el estado de derecho fue preservado. A esto se puede agregar la respuesta de Platón en su diálogo El Político: si una sociedad percibe ampliamente que el estado de derecho es algo deseable (como puede estar sucediendo actualmente en algunos países en desarrollo que viven bajo regímenes injustos, como es el caso de la China comunista), el régimen a menudo encuentra más conveniente prestar algo más que tan solo buenas palabras al marco jurídico.
El hecho de que un estado de derecho sólido generalmente se correlaciona con una mayor prosperidad material para todos resulta difícil de negar. Estas condiciones son más útiles para atraer, por ejemplo, la inversión extranjera que las que se observan en ámbitos en donde predomina la incertidumbre acerca del significado y la aplicabilidad de las normas jurídicas.
Pero si el único fundamento moral para el estado de derecho reside en su potencial despliegue de prosperidad, podría ser cuestionado a nivel teórico por gobiernos que insisten que marcos institucionales alternativos podrían facilitar un desarrollo económico más rápido. No se trata de un escenario tan improbable como algunos podrían imaginar. Muchos regímenes comunistas del siglo XX y muchos filósofos del derecho marxistas tales como Evgeny Pašukanis caricaturizaron el estado de derecho como un “dispositivo burgués” diseñado para mantener al proletariado adormecido en su sitio. Como propuesta alternativa, se postulaba un marco legal construido sobre la “justicia socialista”: un constructo que, en nombre de la creación de mejores condiciones económicas para los más necesitados, legitimaba cometer sistemáticamente vastas injusticias sobre millones de personas.
¿Qué fundamenta el estado de derecho? Libertad y razón
¿Cuál podría ser entonces una base moral más sólida para defender un estado de derecho que promueva el crecimiento económico, pero que al mismo tiempo vaya más allá de este? Dos elementos parecen especialmente pertinentes aquí.
Adam Smith observó hace largo tiempo que el bienestar económico de un “campesino laborioso y frugal” del siglo XVIII en Europa occidental era probablemente menor que el de un “príncipe europeo”; pero que ciertamente excedería “la de muchos reyes africanos, dueños absolutos de la vida y libertad de miles de desnudos salvajes”. Con esto Smith está señalando el carácter relativo de la noción de pobreza.
Pero no se trata simplemente de las diferencias de índole material a lo que alude Smith. Los campesinos europeos no están mejor que los potentados de África y sus súbditos simplemente porque sean más ricos que ellos. Son además hombres libres, gracias en parte al estado de derecho. A diferencia de lo que sucede con quienes viven bajo una monarquía africana, el poder estatal no puede hacer lo que quiera con el campesinado. El estado de derecho se funda en la libertad que provee a cada persona fruto de la igualdad sustantiva de todos los ciudadanos ante la ley. No es casual que Smith ofreciera estos argumentos en una época en que importantes casos jurídicos tenían lugar en Escocia (Knight vs. Wedderburn, 1778) e Inglaterra (Somerset vs. Stewart, 1772), que formalmente eliminaban la esclavitud en las Islas Británicas (aunque no en el Imperio) y consolidaban el principio jurídico de la igualdad ante la ley.
Un segundo principio sobre el que se funda el estado de derecho se hace evidente cuando nos damos cuenta que todas las condiciones señaladas por Fuller destacan un compromiso por la no arbitrariedad: es decir, la convicción de que existen modos de actuar razonables y, por tanto, justos. No es razonable, por ejemplo, que se promulguen leyes que nadie puede cumplir. En síntesis, un bien a partir del cual la ley deriva su coherencia intrínseca es la razón en sí misma –y no la razón instrumental que comparece en las ciencias sociales y empíricas. En lugar de ello, se trata del tipo de razón que nos permite afirmar que un jefe de estado está actuando injustamente cuando actúa “fuera del marco de la constitución”, mientras que un juez actuará razonablemente si se recusa a sí mismo en una demanda judicial en la que se enfrenta a un caso de conflicto de intereses.
Marcos económicos y leyes dignas del hombre
En el centro del compromiso del estado de derecho por bienes como la libertad y la razón se revela un elemento central: esperamos que el sentido intrínseco de la ley se apoye en la razón y facilite la libertad humana porque consideramos que existe algo único en cada ser humano que lo hace merecedor (dignus) de un trato acorde con su dignidad. Esto debe servirnos para recordar por qué tenemos el deseo y el anhelo de que el mayor número posible de seres humanos se liberen de la pobreza material.
No debería ser simplemente porque no queremos que la gente sufra. Aunque esto es importante, nuestro compromiso en la lucha contra la pobreza debería también reflejar la convicción de que los seres humanos son libres, que poseen racionalidad y que son, por tanto, capaces de prosperar, también en el ámbito de la economía. El estado de derecho y la prosperidad económica no van a resolver todos los problemas sociales. Así como una apuesta por el estado de derecho en el sentido señalado por Fuller refleja una inversión moral en sistemas legales que mejor “expresan” la verdad de que los humanos son personas racionales y libres; cualquier esfuerzo por reducir la pobreza material también debería partir de esta misma verdad.
Aquí subyace un mensaje para cualquiera que le preocupe el tema de la pobreza. Si queremos ser coherentes y no caer en el sentimentalismo buenista cuando abordamos el tema de la pobreza, nuestra preocupación no puede apoyarse en concepciones emotivistas o relativistas del ser humano. Si las personas terminan siendo víctimas de leyes arbitrarias o de la pobreza material, esto debería ser visto como un afrenta a la razón y a la libertad, por lo tanto, un atentado a la dignidad. Esta misma dignidad también sirve para guiar los modos en los que buscamos concretar las condiciones que proveen algunas condiciones mínimas de seguridad económica, a la par que se preserva el espacio que la gente necesita para hacer uso de su racionalidad y libertad a fin de prosperar en la vida económica.
Esto debería alejar a cualquier persona preocupada por la pobreza de concentrarse casi exclusivamente en la redistribución, y atender a la intuición señalada por el economista Julian Simon: el hombre es la mejor “fuente” (generadora de oportunidades y riqueza). Esto es verdad no solo a nivel económico, sino también en términos de la capacidad única que tienen los humanos para conocer lo bienes morales sustantivos, sobre los que se apoyan nuestras instituciones más efectivas en la reducción de la pobreza, para que estas conserven su razón de ser.
Nota: La traducción del artículo original “Poverty, the Rule of Law, and Human Flourishing”, publicado por The Public Discourse, el 1 de diciembre de 2014 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina/Centro Diego de Covarrubias para el Acton Institute.
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