Por Gabriel Zanotti*
Fuente: Filosofía para mí (originalmente publicado por el Instituto Fe y Libertad)
11 de agosto de 2024

En un universo único, muy plural y muy difícil de entender para el occidental —el mundo japonés— hay a su vez una estrella muy especial, brillando en el cielo de los valores profundos de la humanidad, cortando un poco la oscuridad de nuestras pulsiones de muerte. Nos referimos a las películas de Studio Ghibli, (1) una obra maestra de Hayao Miyazaki y de Isao Takahata, dignos representantes del pacifismo nipón post Segunda Guerra, amantes de la vida, la naturaleza y la armonía entre los humanos y sus misterios insondables, fieles resultados de lo mejor del sintoísmo y el budismo japonés y la riqueza de su mitología y toda su carga simbólica.

Sumergirse en sus películas (2) es irse inundando de valores humanos muy profundos, cargados de una enorme sensibilidad. El amor por la naturaleza, la amistad, el heroísmo, la apertura al misterio, el amor platónico entre los jóvenes… todo tratado desde una sensibilidad japonesa renovada luego de los sufrimientos de la Segunda Guerra.

Para entender esta sensibilidad japonesa hay que comprender algo del sintoísmo y del budismo. Este último se expande a Japón hacia el s. VII d. C. y se funde sincréticamente, aunque no sin tensiones, con el alma de Japón, el shinto. El shinto es una conmovedora y enternecedora creencia politeísta, panteísta y animista en lo divino multiplicado en los dioses de la naturaleza, naturaleza que es generosa y a la cual se le debe agradecimiento. Esos dioses son los kamis, de los cuales forman parte también el ser de los antepasados. En esa convivencia de los kamis de la naturaleza y de los antepasados no hay trascendencia, pero en el shinto eso no es un defecto. La trascendencia está dada por el budismo hinayana, que les da los rituales de esperanza en una vida posterior a la muerte y en la iluminación por medio de la perfección y repetición en las artes cotidianas.

El shinto le da a Japón, también, una narrativa que legitima el culto al emperador, (3) narrativa que ubica a Japón como centro del mundo y que es utilizada por la era Tokugawa primero y por el período Meiji después, (4) a partir de 1853 en adelante, cuando una parte de la aristocracia japonesa decide adoptar externamente formas occidentales para permanecer, por dentro, Japón en lo esencial. Esa narrativa legitima al imperialismo japonés que termina trágicamente en la Segunda Guerra. Contra esa narrativa bélica reacciona Miyazaki, pero sin abandonar por ello —más aún, perfeccionando— a esa alma japonesa en convivencia sustancial con la naturaleza y con el amor universal entre todo lo humano, elaborando otra narrativa donde toda la mitología sintoísta es recreada con una belleza hasta ahora insuperable.

Destacan en estas películas, entre otras, El viaje de Chihiro, donde una niña recorre el camino del héroe para ir y retornar del mundo de los dioses, pasando por pruebas que moldean su carácter, optando por el amor y evitando la avaricia y la soberbia, para redimir en cierta medida al mundo de sus padres, sumergidos en un consumismo superficial. En Mi vecino Totoro encontramos cómo el mundo infantil puede conectarse con el sano misterio, con lo insondable, con las divinidades transformadas en simbolismos de cuidado y afecto, con un mundo adulto que no lo contradice, sino que lo acepta en sus ritos cotidianos, mientras se describe con sublime belleza la campiña japonesa de la década del 50. En La princesa Mononoke se destaca la preocupación por la ecología, la naturaleza y el delicado equilibrio entre la industria humana y la naturaleza física, representada por dos reinos enfrentados y reconciliados por el amor adolescente de sus dos héroes; amor platónico y puro, como en todas las demás películas.

En todo el resto de los largometrajes nos encontramos con más elementos asombrosos.  El triunfo de la vida luego de la crisis ecológica, lograda por su heroína, la princesa Nausicaä, en su película homónima. Es impresionante la escena final del renacimiento del mundo, como si asistiéramos a la redención de todas las cosas en Dios de la escatología cristiana. Conmueve el sacrificio y la entrega mutua de dos hermanos para sobrevivir al bombardeo de la horrible guerra en La tumba de las luciérnagas. Sorprende el tratamiento del alma de una niña pequeña con paradójicos grandes poderes volcados a la bondad, en Nicky, la aprendiz de bruja.

La nostalgia es utilizada con maestría varias veces, como en Recuerdos del ayer, donde la adolescente de la ciudad se queda por un tiempo con su familia de la campiña, reconfigurando sus valores, y volviendo con una promesa de amor. Todos sus romances entre adolescentes tienen, casi todos, el mismo esquema: una amistad platónica profunda, con una promesa de convertirse en el futuro en la fecundidad de un amor heterosexual adulto.

Más difícil de entender es la simbología de Porco Rosso, donde un piloto descreído y aparentemente deshumanizado simboliza el escepticismo ante la guerra y el fascismo. Es además una de las muchas películas donde Miyazaki manifiesta su admiración por los aviones y todo tipo de inverosímiles máquinas voladoras.

La extrema y delicada apreciación de Miyazaki por el amor platónico adolescente llega a un punto culminante en Susurros del corazón, donde dos casi niños se encuentran a través de la música, una música donde conviven el jazz, el country norteamericano y el violín clásico, para terminar nuevamente con la promesa de matrimonio en el futuro. Algo similar sucede con La colina de las amapolas, donde dos adolescentes comienzan a amarse sufriendo luego la duda de si eran hermanos. Sorprende una frase anterior al final feliz, donde ella le dice a él que no le importa, que lo amará igual para siempre, aunque se tuvieran que separar…

El amor se hace más adulto en El viento se levanta, discutida película porque narra la historia de un ingeniero japonés de aviones durante la Segunda Guerra, que, sin embargo, es un ser tímido y bondadoso enfrascado en su trabajo y entregado al servicio de una nación japonesa que, como tal, trasciende al fascismo del momento. Y conmueve su amor por su futura esposa, enferma, con la cual finalmente se casa antes de que la tuberculosis los separe para siempre.

Mención aparte merece El cuento de la princesa Kaguya, basada en un famoso cuento anónimo, El cuento del cortador de bambú, un clásico del s. X de la era Heian, la era más importante en cuanto a su fecundidad literaria. La película se destaca por su dibujo y estética: cuadros todos a mano, en acuarela, igual que Mis vecinos los Yamada, un canto a la paciencia y a la perfección propias del arte japonés. El cuento narra la historia de una princesa que, por un supuesto castigo, es desterrada por un tiempo de su reino lunar, y baja a la Tierra donde renace en la campiña. De vuelta, se enamora de un niño campesino, amor imposible, esta vez, porque sus padres, por avaricia, la convierten en dama de la corte, donde recibe cinco propuestas matrimoniales que ella rechaza sistemáticamente.

Finalmente, la llaman de vuelta de su reino celestial, una especie de Luna encantada, no sin antes encontrarse de vuelta con el amor de su infancia, con quien baila una danza en el aire festejando la ilusión de un amor de entrega total… Una escena maravillosamente dibujada y filmada… Pero no, tiene que volver a su reino; es envuelta en vestidos celestiales y elevada en una carroza estelar. Da una última mirada a esa Tierra donde aprendió a amar y a ser libre (un valiente mensaje feminista en ese Japón del s. X), para que luego se le borre la memoria y se encamine definitivamente a su reino perfecto, donde todos los terrestres que la amaron se quedan mirándola, sabiendo que nunca volverá y nunca los recordará…

Miyazaki tiene esto que choca, por suerte, con ese mundo desencantado (como diría M. Weber) típico del racionalismo occidental. No… los personajes de sus películas están siempre abiertos, no al pensamiento mágico, pero sí al misterio, a lo insondable, a lo que nos muestra que hay más en el mundo de lo que estamos dispuestos a admitir… A lo que supera nuestra comprensión humana y, al mismo tiempo, la perfecciona. Ojalá el sintoísmo, el budismo y el cristianismo se pudieran encontrar en una nueva síntesis que no rechace a la ciencia pero que no la absolutice. Pero para esa nueva síntesis deberán pasar siglos y siglos o, tal vez, no llegue nunca, o habite solo en un corazón cristiano que, como san Francisco, vea a los kamis como hermanos en la creación del Dios único.

Mención final merece (perdone el lector si no hemos reseñado todas las películas) El recuerdo de Marnie. Si la nostalgia había llegado a extremos impensados en Recuerdos del ayer, esta la supera. La conmoción interior de la protagonista al descubrirse a sí misma, en un audaz relato donde pasado, presente y futuro conviven en un mismo plano, es infinitamente profunda. En este sentido, las películas de Studio Ghibli son también, una clase de psicología profunda, y vaya uno a saber si no inspiraron a Kana Atakusi, la escritora de las novelas Violet Evergarden (convertidas luego en un famoso animé), cuya protagonista femenina resume muchas de las características intimistas de los personajes femeninos de Studio Ghibli.

Las películas de Miyazaki y Takahata son un océano de aire fresco en el mundo actual, secularizado, escéptico, insensible, cruel, intolerante. Todos esos disvalores no existen en el mundo Ghibli, un mundo de armonía, de paz, de afecto. Un mundo que se escapó de la persistente persecución del maligno. Un mundo cristiano que forma parte esencial del misterio del Japón profundo, porque la Gracia de Dios sopla cuando quiere y donde quiere.

 

*Gabriel Zanotti el asesor general del Instituto Acton Argentina.