Por P. Gustavo Irrazábal
Fuente: La Nación
10 de febrero de 2025

El 1° de febrero pasado tuvo lugar la ““Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista”. Desde algunos sectores de la Iglesia Católica se exhortó a los fieles a adherir a la misma, actitud que sugiere algunas reflexiones, tanto por los términos empleados como por las razones aducidas.

En primer lugar, la expresión “diversidad sexual” no se utiliza actualmente de manera neutra para aludir a la multiplicidad de modos con que muchas personas definen su identidad sexual, sino que tiene una carga valorativa: se ve esa diversidad como algo que hay que celebrar y promover, y que es en sí misma fuente de derechos. El magisterio católico, en cambio, aunque llama al respeto de todas las personas cualquiera sea su opción en este campo, no atribuye valor intrínseco alguno a tal “diversidad”, que cuestiona la diferencia fundamental entre el varón y la mujer.

En segundo lugar, la referencia a la “comunidad” o al “colectivo” LGBTIQ+ es problemática porque se trata de un sujeto imaginario, construido por ciertos grupos al solo efecto de legitimar su propia agenda. Un conjunto indefinido de personas que sólo tienen en común el hecho de no ser heterosexuales no constituye de por sí una “comunidad”. Menos aún un “colectivo”, concepto en el cual desaparece la referencia a las personas individuales, absorbidas por una realidad que se sitúa por encima de ellas.

Tampoco aporta claridad la referencia a la voluntad de “inclusión” de las personas involucradas, si no se mencionan al mismo tiempo los requisitos que la hacen posible (en este caso, la conversión personal). En una inclusión sin condiciones, no hay manera de saber quién incluye a quién. Si la Iglesia tuviera que renunciar a su doctrina sobre la sexualidad, el matrimonio y la familia para “incluir” a “comunidades” o “colectivos” que no comparten dicha enseñanza, sería la Iglesia misma la que es “incluida” en algo que ella no es ni puede ser.

En cuanto a las razones para la adhesión a la marcha, es preciso hacer una lectura equilibrada y cuidadosa del discurso presidencial en Davos. La idea que atraviesa su mensaje es la de los derechos y libertades de las personas como individuos o ciudadanos, puestos en peligro por la multiplicación artificial de supuestos derechos de “colectivos” que implican una peligrosa y contraproducente discrecionalidad del Estado en la “redistribución” coactiva de los recursos de la sociedad.

Precisamente, esto último es lo que ha promovido el wokismo enarbolando la bandera de la liberación de todo tipo de opresiones y la compensación de todo tipo de injusticias. El discurso critica excesos como el feminismo “radical”, el ambientalismo “fanático”, la ideología que define al género como mera “autopercepción”, la inmigración “masiva” (ya que, consideradas en sí mismas, “la libre circulación de bienes y personas están en los fundamentos del liberalismo”) etc. En estos y otros temas, se exhorta a recuperar la verdadera noción de igualdad, propia del Estado de Derecho, que es la igualdad ante la ley.

Ciertamente, el discurso contiene también exabruptos inaceptables. Sin embargo, no sería correcto ver en ellos la clave de interpretación de todo el mensaje. Un reciente documento vaticano refleja la visión del Papa Francisco, según la cual “los intentos que se han producido en las últimas décadas de introducir nuevos derechos, no del todo compatibles respecto a los definidos originalmente y no siempre aceptables, han dado lugar a colonizaciones ideológicas, entre las que ocupa un lugar central la teoría de género, que es extremadamente peligrosa porque borra las diferencias en su pretensión de igualar a todos”, hasta negar “la mayor diferencia posible entre los seres vivos: la diferencia sexual” (es decir, la diferencia entre varón y mujer, cf. Dignitas Infinita, nos. 56, 58). No parece que, en cuanto al planteo de fondo, la distancia sea tan grande.

Es que, en ambos casos, el criterio rector es el respeto incondicional de los derechos de las personas en cuanto tales, y no los derechos especiales reclamados por “minorías” supuestamente perseguidas. Si la Iglesia soslayara esta decisiva distinción en el afán de incluir a todos y a toda costa, terminaría ella misma convertida en un extenso e informe “colectivo imaginario”.

*Miembro del Consejo Consultivo Instituto Acton Argentina