Por Samuel Gregg
Fuente: The American Spectator
Mientras que los gobiernos de Europa y los mercados financieros, en los meses recientes, han colocado toda su atención en el presente desastre fiscal y político conocido como Grecia, los retos que enfrenta uno de los menores miembros de la Unión Europea son, francamente, muy pequeños comparados con lo que bien puede ser el problema interno más grande que acecha a Europa.¿El nombre de ese reto? En una palabra: Francia.
No es exagerado decir que Francia está enfrentando una de sus crisis más sistemáticas desde la caída en la Cuarta República en 1958. Esta vez, sin embargo, no hay un gran hombre —ningún Charles de Gaulle— esperando salvar a Francia de ella misma. En realidad, esa es una parte del problema francés: una clase política que, independientemente de partidos, no es adepta al pensamiento imaginativo, especialmente en lo que concierne a la prueba central de los problemas franceses: su economía.
Para darse cuenta de la gravedad de los problemas económicos de Francia, y el porqué muchos europeos están extremadamente nerviosos acerca de lo que está sucediendo —o mejor dicho, no sucediendo—, en lo que era la quinta economía más grande del mundo en el 2013, uno no necesita ir más allá de mirar el recientemente publicado Índice de Libertad Económica 2015.
Francia está ahora colocada como la economía libre número 73 de un total de 178. Italia —la otra gran canasta económica europea—es el único país desarrollado con un ranking más bajo. La economía de Francia en realidad, por más de 20 años, se ha estado tambaleando en el filo que le llevaría a ser considerada una economía “mayormente no libre”.
Viendo hacia el futuro, el FMI está proyectando que Francia experimentará un crecimiento anémico en 2015: sólo un 0.8 por ciento. Esto está muy por abajo de los promedios de la UE y del mundo. De las economías avanzadas, solamente el panorama italiano es peor. Desde el 2000, el crecimiento en Francia ha apenas superado el 2% anual y usualmente está algunos puntos por debajo de eso. Entre otras cosas, el bajo crecimiento impacta negativamente al empleo. En el caso de Francia el número de personas buscando trabajo llegó al punto más alto en diciembre del año pasado.
No son difíciles de identificar algunos de los factores que producen esta situación. Por un lado, el gasto del gobierno llega a un fantástico 57% del PIB francés. Como comparación, el gasto gubernamental en los Estados Unidos es aproximadamente del 33% del PIB. Mayoritariamente este gasto corresponde al estado de bienestar de Francia. Pagar eso impone una carga increíble al sector económico productor de riqueza de Francia por la vía de los impuestos y la regulación.
No es que los políticos líderes en Francia desconozcan las deprimentes circunstancias de la economía. El último intento para liberalizar partes de la economía, lanzadas por el primer ministro Manuel Valls en 2014, fue la continuación de esfuerzos numerosos desde el 2000 por parte de gobiernos de izquierda y derecha para implantar reformas. Estas han generalmente fallado totalmente o han sido tan diluidas hasta convertirse en algo sin sentido.
En cada caso, el guión sigue un patrón similar: (1) el gobierno anuncia crisis económicas severas y proclama su determinación para implantar reformas serias; (2) sindicatos, estudiantes y pensionados protestan por la profunda injusticia de los cambios propuestos; (3) protestas masivas y marchas callejeras tienen lugar en contra de la grave violación de la solidaridad; (4) el gobierno anuncia la decisión de reexaminar las propuestas; (5) las demostraciones y las marchas continúan sin cambio; (6) los números de las encuestas de opinión sobre el gobierno comienzan a desplomarse; (7) el gobierno cede.
En este momento, no hay razón alguna para suponer que un destino diferente espera a la agenda de Valls. Este caso empeora por el hecho de que mucho de su propio Partido Socialista se opone a sus relativamente menores propuestas de desregulación. Tampoco ayuda que el jefe de Valls, el presidente de Francia, François Hollande, haya dedicado mucho de su carrera política a oponerse a las reformas orientadas al mercado y a cualquier otra manifestación de ese gran coco de Europa Occidental, el “néolibéralisme”. En pocas palabras, Hollande trae consigo cero credibilidad en la discusión.
La falta de voluntad de Francia para cambiar enfatiza que, a pesar de todos sus reclamos de apertura intelectual, la sociedad francesa es marcadamente monolítica en lo que se refiere a su pensamiento económico. Esto se ejemplifica aún más por parte de un político con una seria oportunidad para convertirse en el siguiente presidente de Francia: Marine Le Pen, del Frente Nacional.
Madame Le Pen ha realizado esfuerzos para desintoxicar a su partido de la sombra de su padre y de la extrema derecha francesa: tanto que su partido está ahora atrayendo el apoyo de muchos judíos franceses. Pero la principal razón por la que su partido tuviera buenos resultados en las elecciones parlamentarias de 2014 (ganando casi 25% del voto), es que ella no es vista como parte del establishment político francés. Sobre la inmigración, por ejemplo, dice ella cosas que los políticos dominantes no dirían. Esta es sólo una razón por la que su partido ha tenido tan buenos resultados en lo que alguna vez fueron fuertes baluartes de los obreros socialistas.
En lo que se refiere la economía, sin embargo, Marine Le Pen es otra nacionalista económica. Una proteccionista confirmada que claramente ha hablado en contra del libre comercio y que sospecha de la privatización. Ella se opone a los más grandes programas de subsidios de la Unión Europea —la política común de agricultura, de la que Francia es el mayor beneficiario— por que ella quisiera que el gobierno francés por sí mismo hiciera más en esta área. Tampoco duda ella de mostrar retórica populista, como al describir a la “ideología ultraliberal” como la causa de los problemas económicos de Francia. Todo reunido, esto se suma a un mensaje que resuena en todo el electorado francés. En otras palabras, Le Pen meramente refuerza la aversión de millones de ciudadanos franceses para reconocer la realidad económica.
Empeorando aún más la situación para Francia, a pesar de su parloteo sin fin acerca de la solidaridad, es que ella se está convirtiendo cada vez más en una sociedad fracturada. Esto va más allá de la división tradicional post-revolucionaria de izquierda y derecha.
Una brecha siempre creciente está entre los políticos profesionales y mucho de la ciudadanía. Otra brecha está entre los jóvenes que no pueden encontrar empleo por causa del mercado de trabajo francés hiperregulado, y la gente de mayor edad cuyos empleos y pensiones estás bien protegidos por el status quo. En el campo de la política social, la disputa acerca de las leyes matrimoniales francesas dividieron a la nación claramente en dos. También está el golfo siempre creciente entre los musulmanes en Francia y, bueno, todo el resto.
Pero quizá el síntoma más perturbador del disfuncionalismo de Francia es la elevación percibida del antisemitismo en la sociedad, especialmente en la izquierda francesa y entre el segmento musulmán de la población. En febrero, un ex ministro de Relaciones Exteriores y prominente veterano del Partido Socialista, Roland Dumas, sugirió que el primer ministro Valls estaba “bajo la influencia judía” porque su esposa es judía. Los comentarios de Dumas fueron reprobados por muchos de sus compañeros socialistas. Cualquiera, sin embargo, que haya pasado algún tiempo en Francia en años recientes sabe que comentarios similares son cada vez más comunes. En lo que se refiere a lo que se dice acerca de los judíos en muchos barrios musulmanes franceses, eso es imposible de repetir. El grado de antisemitismo en una sociedad, se dice a menudo, es un barómetro clave de su salud interna. Bajo este estándar, Francia está en muy mala forma y las cosas están poniéndose peor.
Desafortunadamente no hay candidatos obvios para administrar la medicina. Allá en 1958, en medio de una severa caída económica y de la crisis política desatada por la guerra en Argelia, Francia apenas se libró de un golpe de estado militar y una posible guerra civil porque Charles de Gaulle poseía un prestigio sin rival entre los franceses y había sido un abierto crítico de la Cuarta República. Esta posición de altura permitió al general otorgar a Francia una constitución que dio fin a casi 90 años de inestabilidad política crónica. Pero también le permitió a él y al gran economista francés del libre mercado, Jacques Rueff, implantar una reforma monetaria, balancear el presupuesto, recortar gasto y liberalizar partes importantes de la economía de Francia.
Decir que hay una pequeña probabilidad de que algo similar suceda hoy es quedarse corto. Habla mucho acerca del estado de la política contemporánea francesa que el partido principal de centro derecha, el UMP, recientemente haya seleccionado como su presidente a Nicolas Sarkozy: el ex presidente elegido con un mandato de cambio allá en 2007, pero quien falló al implementar cualquier reforma sustantiva y a continuación perdió una elección en 2012 frente a François Hollande.
Por supuesto, Francia no es Grecia. Mucho más tendría que suceder antes de una catástrofe de proporciones helénicas en el Sena. Lo que no debe dudarse es, sin embargo, que la caída económica de Francia y su fractura interna se están acelerando hasta el punto en el que esfuerzos importantes para revertir la dirección tendrán que ser extremadamente traumáticos para una sociedad que no es conocida por sus reacciones moderadas ante las crisis. Y esa es quizá la razón primaria por la que Europa necesita estar preocupada acerca de Francia.
Soportar la caída de una pequeña nación como Grecia ya ha debilitado los recursos políticos económicos de la Unión Europea. Contener el daño colateral de una nación de casi 67 millones de personas que ha sido central para la fortuna europea por más de 700 años, será casi imposible
Nota
La traducción del articulo Europe’s Real Time-Bomb publicado por el Acton Institute el 25 de marzo de 2015, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas. La columna apareció originalmente en The American Spectator.
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