Enero de 2015
Por Gabriel J. Zanotti
Para Instituto Acton Argentina
La libertad de expresión, como derecho humano básico, tiene dos fundamentos. El primero, más universal: es un resultado del derecho a la libertad religiosa. Toda persona tiene derecho a la inmunidad de coacción sobre su propia conciencia en materia religiosa, de lo cual se desprende que creyentes y no creyentes tienen el derecho a expresar públicamente aquello que fundamente su decisión en esas materias. Pueden equivocarse, pero el bien jurídicamente protegido es la inmunidad de coacción sobre la conciencia.
Otro fundamento, más particular, es que en una sociedad democrática y republicana todos tienen derecho a expresar sus opiniones con respecto a la gestión del gobierno de turno.
Este derecho, como vemos, se fundamenta en el respeto a la conciencia del otro. Pero ese respeto, que incluye no coaccionar –de donde se deriva, jurídicamente, que no haya censura previa por parte del estado– incluye también moralmente tratar las ideas del otro conforme a la dignidad humana del otro y, por ende, no burlarse. Respetar la libertad religiosa del otro incluye no burlarse de las creencias del otro, no tomar sus símbolos como objeto de mofa o desdén, especialmente en estas materias, donde el otro tiene toda su vida y toda su sensibilidad comprometidas a pleno.
Estas burlas, sin embargo, son difícilmente judiciables. Cualquiera tiene derecho a sentirse ofendido, pero lo preferible –igual que con el caso de la pornografía– es que estos temas sean derivados a un poder judicial independiente del poder ejecutivo.
O sea: la libertad de expresión tiene sus zonas grises, pero en una sociedad libre, es el poder judicial el llamado a resolverlas so pena de violar la libertad de expresión. Esas zonas grises incluyen expresiones que son claramente una falta a la ética más elemental, pero su tolerancia es un precio que hay que pagar so pena de que un gobierno autoritario decida qué es publicable y qué no.
Lo que debe quedar claro es que la libertad de expresión no nace en Occidente como un derecho a burlarse cruelmente del otro. Nace como una exigencia de la democracia republicana, nace en un Estados Unidos que no de causalidad tenía a la libertad religiosa como una de sus bases como país.
Lo que está siendo atacado actualmente es esa libertad de expresión, y no sólo por terroristas fanatizados. También es atacada por dictadorzuelos latinoamericanos; por China, Rusia, Corea del Norte y Cuba, y hasta por una Europa y unos EE.UU. que, absorbidos en un fanatismo antricristiano violan la libertad religiosa de cristianos, en particular cuando éstos últimos no coinciden con ideologías del género, políticas de salud reproductiva o feminismos radicales que ahora se han convertido en legalmente obligatorios.
Por ende, la disyuntiva real es entre quienes defienden al liberalismo clásico versus los que lo odian y atacan con suma violencia sus libertades: terroristas fanáticos, dictadores, dictadorzuelos y supuestos demócratas que distan mucho de serlo.
La libertad de expresión, por ende, nada tiene que ver, histórica o teoréticamente, con la burla y el deprecio sistemático a las creencias del otro, sea quien fuere. Es una lástima que Occidente se esté identificando ahora con el derecho a la burla como si eso fuera su propia esencia. Nuevamente, los terroristas están ganando la peor batalla: hacerle perder a Occidente su propia identidad.
Yo soy La Declaración de Independencia de los EEUU. Yo soy el Bill of Rights. Yo soy la libertad religiosa. Yo soy la paz del libre comercio. Yo soy Mandela, Martin Luther King, Mahatma Gandhi. Yo soy el Rule of law.
Eso es la libertad.
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