Junio de 2017
Por Rev. Robert Sirico
Fuente: Revista Criterio
En un reciente mensaje a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales el papa Francisco señala algunas preocupaciones morales acerca de un fenómeno que, según sus palabras, supone una “invasión en los niveles más altos de la cultura y la educación, tanto en las universidades como en las escuelas”: se trata del “individualismo libertario”.
El primer día de mis clases de filosofía, el profesor nos advertía que si queríamos tener una discusión inteligente, debíamos comenzar definiendo con claridad los términos del debate. Los intercambios de ideas, inclusive los acalorados e intensos, pueden, en última instancia, terminar por ser inútiles si no se respeta este primer paso con convicción.
Consideremos la propia definición que el Papa ofrece de lo que está criticando. Al igual que sucede con la noción de “capitalismo”, la palabra “libertario” está incrustada en diversos tipos de definiciones, algunas amplias y otras acotadas, así como matizadas o radicales. ¿A qué se está refiriendo el Santo Padre?
Cuando habla de individualismo libertario, tiene en mente algo que considera que “exalta un ideal egoísta”, por el que “…es sólo el individuo el que da valor a las cosas y a las relaciones interpersonales…”, y donde “solamente el individuo decide lo que es bueno y lo que es malo”. Esto, afirma el Papa, es consecuencia de creer en la “auto-causalidad”, por la que interpreto se refiere al rechazo al carácter de “lo dado” presente en la naturaleza humana y a la opción por una autonomía radical en la que la moralidad ya no es el tema de la libre adhesión a la verdad acerca del bien y del mal, sino que simplemente el hombre es ahora quien determina lo que está bien y lo que está mal.
Todo esto, sostiene el Papa (y estoy de acuerdo), “niega el bien común”. Uno podría agregar que también niega toda la tradición de la ley natural vía la exaltación de la subjetividad y la desvinculación de la conciencia de las verdades cognoscibles por la fe y la razón.
Pero la parte más interesante de los comentarios de Francisco surge al afirmar que el individualismo libertario “niega la validez del bien común, ya que por un lado presupone que la idea misma de ‘común’ implique la constricción de al menos algunos individuos, y por otro, que la noción de ‘bien’ prive a la libertad de su esencia”. Se trata de algo “anti-social” desde su raíz.
En un nivel, el Papa expresa su preocupación acerca de la mentalidad que supone el rechazo a que existan condiciones que potencian el desarrollo humano (que es el modo como la Iglesia católica entiende “el bien común”) mediante la aceptación de restricciones comunes (el estado de derecho es un buen ejemplo). Además, el Papa parece criticar cualquier sistema ético que tenga a la libertad, en el sentido de ausencia de limitaciones, como su objeto y fin propio. Para los católicos y otros cristianos, la libertad es mucho más que la simple libertad negativa o la capacidad de querer X en lugar de Y.
Todo esto es la doctrina católica de siempre. La pregunta que queda por resolver es si el Papa está ofreciendo una definición adecuada o precisa del “libertarianismo”.
Conviene tener en cuenta que existen muchas corrientes dentro del libertarianismo –libertarios lockeanos, libertarios apasionados (bleeding heart libertarians), libertarios nozickianos, libertarios hayekianos, libertarios randianos, incluso anarco-capitalistas rothbardianos, por mencionar sólo algunos ejemplos. Estas escuelas de ningún modo coinciden en todos sus aspectos. Por interesante que pueda parecer el análisis de las diferencias entre estas distintas corrientes, creo que es más productivo esbozar algunos conceptos que sospecho que todos los que adhieren seriamente a ellas suscriben. De este modo se podría ofrecer una alternativa al tipo específico de libertarianismo que el Papa está denunciando pero que también nos inocule contra las alternativas colectivistas que algunos podrían creer que Francisco estaría defendiendo.
Los seres humanos no son simplemente individuos, aunque coloquialmente usemos esta palabra para describirnos. Ciertamente, los seres humanos disfrutan del tipo de libertad legítima y distintiva a la que algunos (como por ejemplo Aristóteles y Tomás de Aquino, entre otros) refieren a veces como una expresión de individualidad. Incluso la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, habla de la propiedad privada como la que confiere “una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar, y debe ser considerada como una ampliación de la libertad humana”.
También sabemos, a partir de la razón natural y de la ciencia natural, que desde el primer momento de la concepción, cada ser humano es biológicamente distinto de su padre y de su madre. Su ADN, por ejemplo, es diferente. Sin embargo, al mismo tiempo, ese ser humano individual se encuentra en relación con su madre y con su padre.
En resumen, la persona humana es simultáneamente un ser individual como social. Desde esta perspectiva, tal vez resulte más adecuado hablar de los seres humanos no tanto como individuos sino como personas. La realidad social de personas relacionándose con otras es lo que constituye una comunidad humana. Se trata de un vínculo –que ciertamente implica algunas limitaciones, pero que no puede reducirse a estas–.
Lo anterior lleva a pensar en la preocupación del Papa acerca de los vínculos y las restricciones en relación con la libertad humana. En este sentido, hace tiempo que encuentro los escritos del sociólogo Robert Nisbet de gran ayuda, en concreto la distinción que ofrece entre el poder y la autoridad.
Explica Nisbet que tanto el poder como la autoridad son formas de restricción. El poder es una forma de restricción externa a la persona. Esto significa que una obligación se le impone sin tener en cuenta el libre albedrío de esa persona, como sucede en un acto de violencia para forzar el comportamiento de otra. Por otra parte, la autoridad es una forma de restricción interior a la persona; supone un código integrador que la misma persona suscribe y al que asiente, aunque pueda hacerlo a regañadientes, como puede suceder a veces en el caso de la abstención de comer carne los días viernes.
La mayoría de nosotros se somete libremente a todo tipo de “autoridad”, en el sentido que ofrece Nisbet de esta palabra; y con razón resienten de lo que Nisbet considera como imposiciones de “poder”. Otra forma de autoridad desde hace largo tiempo reconocida por la Iglesia es, evidentemente, la ley legítima y los actos legítimos de los gobiernos soberanos. La ley y el gobierno ciertamente imponen restricciones sobre las personas pero también crean vínculos específicos entre grupos particulares.
Desde este punto de vista, empieza a advertirse inquietud en muchos de los debates que se desarrollan entre personas de todo tipo de orientaciones o filiaciones político-ideológicas –incluyendo a quienes se autodenominan libertarios– ante los casos en que un vínculo se convierte en una restricción ilegítima, o cuando una restricción, a pesar de ser necesaria, es confundida con un vínculo. También preocupa cuando las sociedades se apoyan demasiado en las restricciones para que se haga el trabajo que normalmente sólo puede ser llevado a cabo desde los vínculos. Alexis de Tocqueville condensó muy bien todo esto al preguntarse: “¿Cómo podría la sociedad dejar de perecer si mientras los vínculos políticos se relajan no se estrechan los vínculos morales?”.
Estas son las preguntas que deberían ser abordadas por las sociedades que aspiran a tomar en serio la libertad, la justicia y el bien común. Evidentemente, también se trata de ámbitos que se encuentran en constante desarrollo.
La ironía, sin embargo, reside en que vivimos en un tiempo en el que la preocupación por la libertad –especialmente en el sentido cristiano de la palabra–, lejos de invadir nuestras culturas, se encuentra bajo constante amenaza. En algunas partes del mundo, está en riesgo por el tipo de populismo que ha hecho tanto daño en la Latinoamérica del papa Francisco (y está actualmente destruyendo Venezuela). En otros países, está siendo lentamente estrangulada por las burocracias que rigen las socialdemocracias europeas. También existe el jihadismo, que está destruyendo la libertad de muchos, masacrando literalmente a decenas de miles de cristianos cada año.
Así, mientras las advertencias del Papa contra el individualismo radical –que la Iglesia católica siempre ha señalado– son importantes, esperemos que sus palabras no nos hagan perder de vista algunas de las profundas violaciones a la libertad que se están produciendo actualmente en todo el mundo.
 
El autor es sacerdote, presidente y co-fundador del Acton Institute (www.acton.org) en Grand Rapids, Michigan, Estados Unidos.
Traducción de Mario Šilar.