Por Irrazábal, Gustavo
Para la Revista Criterio
 Noviembre 2013

Qué es y qué no es la opción preferencial por los pobres. El principio de la opción preferencial por los pobres, elaborado por el episcopado latinoamericano en Medellín (1968)[1] y Puebla (1979),[2] fue asumido luego por el magisterio universal.[3] Es, en esencia, la formulación de una verdad con profundas raíces bíblicas y evangélicas: el amor deYahveh por los pobres, cantado por María en el Magnificat, que encarna Jesús en su misión, y que se continúa en praxis caritativa de la Iglesia.Se trata, entonces, del testimonio de la misericordia de Dios que alcanza a todos y a cada uno de los seres humanos, sin exclusiones, especialmente a los más débiles, vulnerables y marginados, los que “no cuentan” para la sociedad.

En un sentido amplio, por lo tanto, la “pobreza” no tiene necesariamente un significado económico: son también “pobres” los enfermos, los adictos, los ancianos, los que están solos, las personas abusadas de diferentes modos, los que no encuentran sentido para su vida, etcétera.[4] Pero este principio surge concretamente como una respuesta a una exigencia histórica de justicia social, y tiene una innegable acentuación socio-económica, focalizándose en el fenómeno de la pobreza material, que va unida a la carencia de participación económica, social y política.[5]

Novedad histórica

¿Por qué se lee hoy en este fenómeno una exigencia impostergable de justicia? Es cierto que para el cristianismo, la pobreza comportó desde siempre un llamado a respuestas de justicia y caridad. Pero por muchos siglos, esa respuesta se concibió exclusivamente en términos de iniciativas individuales o asociativas, que no involucraban directamente al Estado ni al conjunto de la sociedad. Por otro lado, el objetivo de estas acciones era fundamentalmente paliativo, buscando alivio a una realidad que en sí misma era vista como algo natural e inevitable, como los rigores del clima, los terremotos o las pestes, e incluso como una diferencia que desempeñaba una función en la armonía del todo social.

Esta visión comenzó a cambiar desde el siglo XIX, cuando la idea tradicional de la sociedad estática y estamental comienza a resquebrajarse, y se abre paso una aspiración generalizada a una vida más digna, al tiempo que el progreso técnico comienza a asentar las bases para la posibilidad material de responder a esa aspiración. Esta conexión entre nuevas aspiraciones y posibilidades ya está claramente perfilada a mediados del siglo XX. Y el hecho de que sólo una parte relativamente pequeña del mundo pudiera beneficiarse con ella, mientras que grandes sectores seguían sumergidos en la miseria, no hizo más que exasperar el sentimiento de injusticia y de agravio en los postergados.

La opción preferencial por los pobres expresa esta nueva visión de la pobreza: no es una simple desgracia sino una situación que podría y debería ser superada, y cuya persistencia se origina en injusticias y responsabilidades concretas, de las sociedades en su conjunto, de grupos y de actores particulares. La pobreza no sólo debe ser paliada, aliviando sus consecuencias más crudas: debe ser eliminada. Los pobres no sólo tienen una legítima expectativa a ser asistidos: tienen un derecho a contar con las condiciones necesarias para alcanzar una existencia digna y participar plenamente de la vida social. La inclusión de los derechos sociales en las constituciones modernas, más allá del problema de su efectividad, es expresión de esta nueva conciencia.

Principio social estructural

Pero hay algo más. Los pobres del evangelio no se representan sólo a sí mismos. No son excepciones a la condición humana general. Los pobres, de diferentes maneras, ponen de manifiesto aspectos de esa condición humana en cuanto “caída”: los ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos y endemoniados que Jesús socorre con sus milagros, son espejos en los que podemos reconocer nuestra propia debilidad, vulnerabilidad y dependencia, nuestra necesidad de salvación, así como nuestra inalienable dignidad y potencialidad para colaborar en la obra de nuestra redención. No querer “ver” a los pobres, es no querer vernos a nosotros mismos.

Los pobres son cifra, además, de las disfuncionalidades de la convivencia social, que quedan puestas en evidencia al ensañarse con ellos, pero que de modos menos patentes afectan a todos. Por todo esto, la opción preferencial no es un principio meramente “sectorial” sino que tiene un alcance general, porque recorre transversalmente a la sociedad en todas sus dimensiones. La pobreza no es, ni debe ser, la única preocupación, pero no hay tema social relevante que no se vincule de modo más o menos directo con ella. Toda política pública debe ser concebida y evaluada, en primer lugar, a la luz de su repercusión positiva o negativa en la condición de los más pobres.

El camino para el desarrollo auténtico, integral y solidario de todos pasa inexorablemente por la promoción integral de los pobres, y cualquier atajo que pretenda ignorarlos desembocaría en la frustración general. Por esta razón, parafraseando las palabras de Juan Pablo II, quien afirmaba “el hombre es el camino de la Iglesia”,[6] podemos decir también: “los pobres son el camino de la Iglesia y de la sociedad”.

Conversión

Esta opción preferencial tiene como sujetos a quienes no son pobres en sentido material, y por lo tanto están existencialmente lejos de aquellos a quienes desean socorrer. Para poder cubrir esa distancia, no basta una respuesta meramente pragmática, como si en lo demás la propia vida pudiera permanecer inalterada. Es necesario, por el contrario, un profundo cambio de mentalidad respecto del ideal de la vida humana digna y feliz (Puebla 1155) que haga posible la conversión, y el compromiso de toda la persona en una actitud de auténtica solidaridad. Esta conversión comporta la exigencia de abrazar la pobreza evangélica, caracterizada por un estilo austero de vida que, confiado en la Providencia divina, relativiza los bienes de este mundo (Puebla 1158), y que se concreta según la propia situación y estado de vida. Esta conversión además también debe alcanzar al conjunto de la sociedad, cuya sensibilidad se embota, como muestra con creces la experiencia, cuando impera el materialismo y el consumismo.

Causas de la pobreza y sus remedios

A la luz de este principio, debe estimarse inaceptable un proyecto económico que no tenga en su centro el tema de la pobreza, que lo ignore o le asigne una jerarquía secundaria (confiando, por ejemplo, en que el progreso de las clases más acomodadas se difundirá espontáneamente por una especie de “goteo” hacia los escalones más bajos de la sociedad), o que sacrifique los derechos fundamentales de los pobres de la generación presente por una prosperidad prometida exclusivamente para el futuro, o que no contemple adecuadamente redes de contención social para atender las necesidades básicas de los más vulnerables en las difíciles transiciones que acompañan el paso a una economía más dinámica.

impulso social

Pero, más allá de estos límites negativos, la orientación positiva de un proyecto inspirado en la opción preferencial por los pobres dependerá de la interpretación que se adopte sobre el fenómeno de la pobreza y sus verdaderas causas.

Una primera interpretación es la que acompaña su formulación en el magisterio latinoamericano: la pobreza vista fundamentalmente como consecuencia de la injusticia y la opresión tanto por parte de grupos privilegiados como de estructuras impersonales (“estructuras de pecado”, cf. Sollicitudo 36). En el plano internacional, esta situación se expresaría en la dependencia de los países pobres respecto de los ricos, y en el plano interno, en la relación de dependencia entre clases. La riqueza tiende a considerarse en este planteo como una magnitud fija, en la cual la porción de un grupo social sólo puede expandirse a expensas de los demás. En pocas palabras, los ricos son ricos porque los pobres son pobres. El problema de la justicia es básicamente de distribución. Los pobres deben ser los principales agentes de su propia liberación luchando contra los intereses que les cierran el camino a la prosperidad. La Iglesia está llamada por su propia misión a acompañar esta lucha, porque la dimensión económico-social de la liberación es parte constitutiva de la liberación integral proclamada por Jesús en el evangelio.

Esta visión tiene un trasfondo de verdad indudable, pero su unilateralidad (la pobreza es causada casi exclusivamente por la injusticia) es fuente de consecuencias no queridas. Por un lado, alimenta la conflictividad y el resentimiento (“otro me está robando lo que es mío”); por otro, induce a una victimización que dificulta la asunción de la propia responsabilidad (“yo soy la víctima, me tienen que ayudar”). No es extraño que este pensamiento, nacido con una mística revolucionaria, haya adquirido con los años un talante conservador.

Esta interpretación, propia de la Iglesia latinoamericana, hacía a su vez de contrapeso a otra, más europea y afín al Concilio Vaticano II: la pobreza como carencia de desarrollo. Son pobres los pueblos que no han podido encontrar todavía el camino del desarrollo, ya transitado por los más prósperos: el de la creación de riqueza. Una mejor distribución no sería suficiente para eliminar la pobreza si no fuera acompañada por un incremento de los bienes a distribuir. Los pobres deben asumir la iniciativa de su propia promoción, ante todo respondiendo al llamado de Dios a “dominar la tierra”, a transformar el mundo, realizando así la “imagen de Dios” que llevan en sí, y colaborando en la obra creadora. El obstáculo para esta respuesta no está tanto en situaciones de opresión cuanto en los factores culturales que resisten el desarrollo (por ejemplo, la ausencia de una cultura del trabajo).[7]Los países ricos, y dentro de cada país los respectivos gobiernos, deben brindar asistencia para poner en marcha este proceso. La Iglesia debe acompañar ese esfuerzo a través de la educación de los creyentes en los valores del trabajo y del desarrollo como respuesta a la vocación de Dios.

Esta interpretación es estimulante: todo hombre es responsable de su propio crecimiento y, sobreponiéndose a sus condicionamientos, puede y debe responder al llamado de Dios a realizarse en el mundo. En este sentido, pone en primer plano la teología de la creación.[8] Pero peca de un exceso de optimismo, al no ponderar suficientemente la pesada influencia del pecado social. En la práctica, este discurso puede llevar al desaliento al generar expectativas que los pobres no están, por su situación, en condiciones de cumplir.

Es posible, a mi juicio, una posición integradora.[9] Ésta, por un lado, reconoce, al igual que la primera interpretación, la vinculación de la pobreza con la injusticia. Pero esta injusticia reside menos en el choque de clases, cuanto en las formas desviadas de Estado: el Estado autoritario, que oprime a sus súbditos en aras de sus propios intereses; el Estado del bienestar, elefantiásico, que invade con su lógica burocrática toda la vida social; el Estado corrupto, donde funcionarios y empresarios medran a la sombra de un capitalismo de amigos. Es necesario un Estado inspirado en el principio de subsidiaridad, que provea un marco de seguridad jurídica y las condiciones necesarias para que los pobres puedan desplegar su propia iniciativa y compitan en el mercado, en pie de igualdad, ofreciendo bienes y servicios.

Esta posición asume también la idea de desarrollo, pero señala la inadecuación de muchas iniciativas de asistencia que, pese a su buena intención, terminan agravando las dificultades que pretenden subsanar. Al mismo tiempo, relativiza el argumento de las resistencias culturales. Los pobres, en términos generales, poseen ya espíritu emprendedor, creatividad y energía, y sólo necesitan las condiciones adecuadas para desplegarlos y convertirse en protagonistas de su propio desarrollo y el de toda la sociedad. Ellos no son el problema: son la solución.

Al menos puede decirse que, si bien la primera interpretación a la que aludimos sigue siendo la que prevalece en el pensamiento social de la Iglesia latinoamericana, no existe ningún vínculo lógico necesario entre ésta y la opción preferencial por los pobres. Las doctrinas de la dependencia, que estaban en auge cuando tuvieron lugar las Conferencias de Medellín y Puebla, y que veían en las estructuras internacionales injustas un obstáculo insalvable para el desarrollo de nuestro continente, no podrían explicar el desempeño económico que hoy exhibe casi toda Latinoamérica. Este último tiene lugar gracias a la presencia de Estados de derecho democráticos, que brindan seguridad jurídica, libertad económica, e implementan políticas sociales eficaces. Por lo tanto, es claro que este género de ideas de orden económico y sociológico pueden ser libremente discutidas, y no tienen otra autoridad que la que deriva de su capacidad explicativa de la realidad.

Los pobres y la cultura

Así como la opción preferencial por los pobres ha surgido históricamente unida a ciertas presuposiciones de orden económico y sociológico, también aparece ligada, de hecho, a cierta visión cultural. En la perspectiva más analítica de Medellín todavía se distinguía entre tipos de pobreza: la pobreza como carencia material, que es un mal; la pobreza espiritual, que es la apertura a Dios; y la pobreza como compromiso evangélico.[10] Puebla realiza un giro hacia un enfoque más cultural, inspirándose en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI (1975), pero la aplica de manera tal que tiende a difuminar la distinción entre los diferentes conceptos de pobreza, idealizando la material. Los pobres, identificados con el pueblo latinoamericano y sujetos por excelencia de su cultura de inspiración evangélica, son revestidos de todas las cualidades humanas y espirituales, y se convierten en los depositarios por excelencia de la sabiduría cristiana.

Es posible comprender las buenas intenciones que animan este discurso, orientadas a reconocer la dignidad, el valor y las potencialidades de amplios sectores desatendidos por la política oficial de sus países. Pero al identificar tendencialmente la pobreza como carencia y la pobreza como virtud se termina cayendo en una visión romántica, en la cual ya no se comprende qué ventaja podría tener para los pobres salir de su situación, ya que su promoción social entrañaría un riesgo para su fe y sus valores. No es de extrañar los efectos conservadores de esta visión, en la cual la preocupación se centra en afrontar desafíos puntuales (como la drogadicción) dejando de lado los problemas y las soluciones estructurales.

Por paradójico que suene, mitificar a los pobres significa no reconocerlos en su real dignidad. Detrás de esta visión se esconde un paternalismo mal disimulado que crea, como todo paternalismo, su propia forma de dependencia. Para reconocer al pobre en su auténtica dignidad no hace falta canonizarlo, mirándolo y tratándolo como alguien diferente al resto. La persona pobre, como toda otra, tiene cualidades y defectos, potencialidades y límites, capacidad de bien y de mal. Pero, sobre todo, es imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, capaz de responder a su llamado de transformar el mundo y de realizarse en él, dando curso a su inteligencia, su creatividad y su iniciativa. La opción preferencial por los pobres no debe traducirse en una tutela paralizante, sino en una acción decidida para crear las condiciones y procurar las oportunidades que les permitan recuperar el protagonismo de sus vidas, y la esperanza y el anhelo del progreso material y humano.

Mi sugerencia final es que la Iglesia en nuestros países debe asumir y anunciar con más claridad el evangelio del desarrollo, ayudando a las personas a tomar conciencia de su dignidad y su vocación en el mundo, y de la fecundidad de la libertad cuando es protegida por un marco jurídico adecuado y fundada en sólidos valores morales y espirituales. Es precisamente en lo profundo del corazón de cada persona donde se encuentra la raíz de todo cambio social auténtico y sustentable. Es allí donde un pobre empieza a dejar atrás la condición de pobre.


[1] Cf. Juan Pablo II, Discurso Inaugural de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, introducción; Documentos de Medellín (DM), Pobreza en la Iglesia 9.
[2] Cf. Documento de Puebla (DP) 1134-1165.
[3] Cf. Sollicitudo rei socialis (SRS) 42.
[4] Cf. Benedicto XVI, Jornada Mundial de la Paz (2009), que llama a considerar no sólo la pobreza económica, sino también la pobreza moral y espiritual, que se da, por el ejemplo, en el “subdesarrollo moral” característico del superdesarrollo (cf. Juan Pablo II, SRS 28; id., Centesimus annus 36).
[5] DP 1135, nota.
[6] Cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis 14.
[7] Cf. Los “impedimentos culturales” mencionados por Benedicto XVI, o.c., 2.2.
[8] Cf. Pablo VI, Populorum progressio 15.
[9] Esta posición es ilustrada por la serie Poverty cure (2012), producida por el Acton Institute:www.povertycure.org.

[10] Cf. DM, XIV. Pobreza en la Iglesia 2.