Sucedió hace justo un siglo, el 29 de agosto de 1914, y constituye uno de los acontecimientos más célebres de la «pequeña historia» de la Primera Guerra Mundial.
Hay quien los considera una leyenda patriótica piadosa destinada a fomentar la «unión sagrada» de los franceses, conjurados para revertir la humillante derrota ante Prusia de 1870.
Pero lo cierto es que hay un testigo presencial de la muerte del rabino Abraham Bloch, y así lo dejó por escrito, en una carta al doctor A. Chauvin, de Lyon, el padre Jamin, SJ, capellán del 14º Cuerpo de Ejército:
«He aquí algunos detalles de la muerte del señor Bloch, cuya pérdida deploramos. Antes de abandonar la granja, un herido, creyendo que era un sacerdote católico, le pidió besar un crucifijo. El señor Bloch encontró el crucifijo pedido y se lo dio a besar al herido. Tras haber cumplido este acto de caridad, salió de la granja acompañando a otro herido hasta el transporte más próximo. El obús le alcanzó a pocos metros de la carreta donde acababa de subir el herido. El obús le arrancó la pierna y le dejó sin sentido en el camino, cerca de la granja donde acababa de ayudar a trasladar a los pobres heridos. Sobrevivió un cuarto de hora, creo que sin conocimiento y sin sufrimiento, y no dijo más que unas palabras: «Tengo sed»«.
El escritor e hispanista Maurice Barrés, en su libro de 1916 sobre Las diversas familias espirituales de Francia (publicado en español dos años más tarde), sitúa el hecho en Taintrux, aldea cercana a Saint-Dié, en los Vosgos, uno de los lugares donde el desgaste de la guerra de trincheras produjo más víctimas durante buena parte de la contienda.
El lugar donde murió Bloch albergaba unos ciento cincuenta heridos, y el que solicitó tener cerca una Cruz en sus últimos momentos era un soldado moribundo y ya casi ciego. El rabino, cuenta Barrés, murió en brazos del padre Jamin.
Perpetua memoria
Abraham Bloch había nacido en 1859 y había ejercido en los Vosgos catorce años, hasta 1897, cuando fue elegido gran rabino de Argel. En 1908 ocupó el mismo cargo en Lyon (donde le está consagrada una calle), y en 1913, ya con 54 años a sus espaldas, se enroló en el Ejército para el servicio religiosos de los militares judíos.
Su muerte se convirtió rápidamente en icónica, y estampas representando ese momento se imprimieron y difundieron con rapidez para ayudar al esfuerzo bélico de propaganda, y en 1934 se erigió en el enclave de los hechos un monolito de granito para perpetuar su memoria, que inauguró el ministro de Pensiones, Georges Rivollet, en un acto con representantes civiles y militares y también judíos y católicos.
En marzo de 1919, la Revue de Deux Mondes publicó un poema de Edmond Rostand (el autor de Cyrano de Bergerac) claramente inspirado en el suceso, donde añade, probablemente como licencia poética -pues no hay otra fuente que lo refleje- que un sacerdote católico cayó muerto bajo el bombardeo justo cuando se dirigía a atender al moribundo, y eso lanzó al rabino Bloch sobre el joven para a sustituirle: «Ve la Cruz, la toma, / se la lleva a su hermano cristiano, / y sobre este moribundo a quien asiste / cae y muerte, maravilloso deísta, / por un Dios que no es el suyo».
No en vano Barrés considera que en ese relato «la fraternidad encuentra espontáneamente su gesto perfecto: el viejo rabino presentando a un soldado que muere el signo inmortal de Cristo sobre la Cruz es una imagen que no perecerá».
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