Por Samuel Gregg
Acton Institute
20 de septiembre de 2014
Durante semanas, los ojos de los estadounidenses se han colocado en la catástrofe humanitaria que se desarrolla en nuestra frontera sur, y cómo algunos de los más pequeños entre nosotros tratan de entrar a Estados Unidos sin permiso de lo que es, después de todo, una nación soberana.
También hemos sido testigos de efusiones de furia cruda entre estadounidenses, incluyendo muchos católicos, expresando su frustración con el gobierno federal y el Congreso, debido a la disfuncionalidad económica y política engendrada por el fracaso de nuestras leyes de inmigración.
Por muy tentador que sea, sin embargo, expresar ira, los católicos no pueden estar en el campo de permitir que las políticas públicas sean impulsadas por sentimientos. Eso es, al menos en parte, porque el catolicismo siempre ha tomado a la razón realmente en serio. Pero también tenemos una rica tradición de enseñanza sobre cuestiones políticas que encarna los principios basados en el Evangelio y la ley natural: principios que laicos católicos tienen la responsabilidad primordial, como subrayó el Concilio Vaticano II, de aplicar a temas complejos como la inmigración.
La enseñanza católica sobre la inmigración contiene muchas exhortaciones a ser misericordiosos. En efecto, el mandamiento de amar a nuestro prójimo a menudo significa que estamos obligados a ir más allá de las estrictas exigencias de la justicia, aunque no de formas que violen la justicia. Al mismo tiempo, la Iglesia articula un marco para el pensamiento —en lugar de la simple exageración emocional— sobre el tema de la inmigración de una manera consistente con las preocupaciones católicas acerca de la libertad, la justicia, la prosperidad humana y el bien común. Y parte de esto implica afirmar que es un derecho —aunque no un derecho ilimitado— el emigrar.
Por ejemplo, el Papa San Juan Pablo reconoció varios motivos de un derecho a la emigración. Uno es para salvar nuestras vidas y las de nuestras familias de amenazas como la persecución, el hambre y la guerra. Otra es la responsabilidad de las personas para mantenerse a sí mismos y sus familias. En su encíclica Laborem exercens 1982, por ejemplo, Juan Pablo dijo que esto a veces significa que las personas tienen que salir de sus países de origen en busca de mejores oportunidades.
Juan Pablo también mantuvo en otra encíclica Sollicitudo Rei Socialis, que las restricciones indebidas sobre la capacidad de las personas para ejercer su derecho de iniciativa económica son razones legítimas para buscar lugares donde hay mayor libertad para actualizar ese derecho.
Hay, sin embargo, una segunda dimensión a la enseñanza católica sobre la emigración que se traduce en calificaciones considerables adjuntadas al derecho a emigrar. La enseñanza católica está muy pendiente de los retos que la inmigración supone para el país anfitrión. San Juan Pablo señaló, por ejemplo, que «la práctica de [la inmigración] indiscriminada puede hacer daño y ser perjudicial para el bien común de la comunidad que recibe a los emigrantes”.
Todos estos puntos se han reiterado en muchas ocasiones, incluyendo el Catecismo de la Iglesia Católica y el sucesor de Juan Pablo. En 2006, el Papa Benedicto XVI señaló que, mientras que los católicos deben acoger los emigrantes, también deben permitir que «las autoridades responsables de la vida pública establezcan al respecto las leyes que consideren oportunas para una sana convivencia”.
Seis años más tarde, Benedicto fue más explícito: «Cada Estado tiene el derecho a regular la migración y promulgar políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, si bien siempre en la salvaguarda de respeto a la dignidad de cada persona humana”.
Como un todo colectivo, estas declaraciones nos dicen varias cosas. En primer lugar, si bien hay un derecho a emigrar, no es absoluto. El derecho a la vida y el derecho a emigrar no están en el mismo nivel. El primero es el fundamento de este último: no a la inversa. En segundo lugar, el gobierno de cada nación tiene la responsabilidad de formular la política de inmigración de modo que sirva al bien común del país.
¿Cómo, entonces, podrían estos principios deben ser aprovechados en nuestra discusión actual? En cuanto a la situación inmediata en la frontera, sugieren que los que entran ilegalmente a Estados Unidos, como verdaderos refugiados, deben ser bienvenidos y ayudados. Eso indica que tenemos que ser generosos en ayudar a estas personas y ofrecer formas rápidas y justas para determinar cuánto tiempo pueden quedarse. En muchos casos, esto puede significar permanentemente.
Sin embargo, el mismo bien común sugiere que los Estados Unidos no deberían alentar falsas expectativas entre los inmigrantes potenciales sobre sus perspectivas de residencia. Tampoco Estados Unidos está obligado a admitir a los inmigrantes indocumentados que son criminales, terroristas —que evidentemente no están interesados en cumplir las leyes de los Estados Unidos— o que ingresan a Estados Unidos con la intención principal de tener acceso permanente al estado de bienestar. Esto implica que la seguridad fronteriza debe estar equipada para garantizar que en primer lugar esas personas no puedan entrar a los Estados Unidos.
Estas, sin embargo, son medidas realmente intermedias para hacer frente a la crisis actual, y no soluciones a largo plazo. A un nivel más amplio, los católicos de Estados Unidos deberían examinar las leyes actuales que rigen a la inmigración y preguntar si ellas encarnan los principios expuestos anteriormente de una manera coherente.
Tan pronto como empezamos a tratar de responder esa pregunta, es difícil evitar la conclusión de que las leyes estadounidenses de inmigración son confusas, contradictorias, se aplican de manera irregular y están sujetas a interpretaciones judiciales conflictivas, y a órdenes ejecutivas constitucionalmente cuestionables. En esa medida, encarnan un serio problema de estado de derecho que, como el arzobispo José Gómez de Los Angeles ha subrayado, debe ser parte de la conversación de inmigración en Estados Unidos.
Actualmente, nuestro sistema de inmigración hace que sea muy difícil emigrar legalmente a Estados Unidos y, de hecho incentiva a la gente a entrar a los Estados Unidos violando sus leyes. Eso es exactamente lo contrario de cómo deberían funcionar nuestras políticas de inmigración.
Para dar un ejemplo económico de lo absurdo de esta situación: las empresas estadounidenses respetuosas de la ley que necesitan mano de obra altamente calificada tienen que gastar miles de dólares (sin ninguna garantía de éxito) para llevar a los inmigrantes potenciales a través de regulaciones bizantinas de inmigración a Estados Unidos. Por el contrario, los traficantes de personas ganan enormes sumas con el contrabando de niños a través de las fronteras estadounidenses.
Este triste estado de cosas, por cierto, no es una excusa para que la gente desafíe a la ley actual. Nadie puede presuponer que tiene derecho a romper (o dejar de cumplir) una ley simplemente porque él, personalmente, considera que es injusta. Eso sería hacer ingobernable rápidamente al país y generar desprecio por la ley.
La enseñanza moral católica sostiene que la desobediencia directa a las leyes injustas sólo es admisible en determinadas condiciones. En la mayoría de los casos, hay que trabajar para cambiar las leyes a través de los medios constitucionales apropiados.
Teniendo en cuenta el fracturado panorama político actual de Estados Unidos, hay pocas razones a corto plazo para esperar el tipo de reforma migratoria que Estados Unidos necesita desesperadamente. Pero si los católicos van a hacer una contribución especial a la discusión, deben tomar en serio su propia tradición. Entre otras cosas, esto significa insistir en un repudio de la emotividad desnuda y las políticas de identidad (una de las peores enfermedades políticas de nuestro tiempo) que corrompen a la discusión pública sobre el tema.
La atención a la razón, no al balbuceo confuso y emocional, es una de las marcas de la fe católica.
En nuestra época actual, simplemente poner a ese punto en las mentes de nuestros conciudadanos estadounidenses ayudaría, sin duda, a Estados Unidos a enfrentar sus rompecabezas migratorios de manera que refleje la verdad de lo que le debemos tanto al peregrino en peligro, como al bien común de nuestro país.
Nota
La traducción del articulo Immigration: A Principled Catholic Approach Avoids Emotionalism publicado por el Acton Institute el 13 agosto 2014, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que explican la realidad económica, política y cultural que sostiene el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas.
Esta columna fue publicada originalmente en National Catholic Register.
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