Reflexiones sobre Lc 15, 11-32:
La parábola del hijo pródigo

 Por Jorge E. Velarde Rosso

 La llamada Parábola del hijo pródigo puede ser considerada como uno de los íconos culturales del cristianismo, pues resume mucho de las particularidades del mensaje cristiano, i.e. Dios como padre que ama y perdona. Se ha escrito mucho sobre esta parábola y dudo que se pueda decir algo verdaderamente novedoso al respecto. En todo caso, no es el objetivo tampoco. Como católico considero que la intención de Jesús al contarla era otra, muy en sintonía con toda su predicación: dar consuelo. ¿Qué cosa puede ser más reconfortante que se nos diga que el perdón está asegurado por el amor de un Dios que es padre?

Pero ahora me quisiera centrar en la figura del hermano mayor, quien no suele ser bien comprendido o incluso casi ni es tomado en cuenta. La centralidad del hermano menor es clara en el relato y hasta podría tenerse la impresión de que la historia se podría contar sin la última escena. ¿En qué influye la rabieta del hermano mayor si el tema es el perdón que recibe el menor? Esta breve escena sirve para resaltar el amor del padre (figura de Dios en la parábola). Y es que además el relato termina con las palabras de padre explicando las razones de la fiesta y nada se dice de la respuesta (verbal o de acción) del hermano mayor. Todo parece indicar que es realmente un personaje secundario; no importa ni siquiera su reacción.

Tanto es así que, si se lo incluye en las reflexiones, casi siempre es presentado como un simple resentido; un hijo amargado e infeliz que en su queja expresa rencor, represión y frustración, lo que lo lleva a estallar en cólera por la bondad del padre. Me animaría a decir que en el contexto eclesial contemporáneo, ya que la parábola apunta a resaltar la misericordia y el perdón, el hermano mayor casi parece peor hijo que menor. El pequeño, precisamente por pequeño, es débil y se le disculpa con más facilidad que al mayor, al que solo se lo ve como hipócrita, pues se asume que nunca fue feliz y que resiente el padre y al hermano. Es un mal hermano que no sabe alegrarse de este regreso, el menor es valiente y humilde. El padre sigue siendo el personaje central que ama a ambos.

Pero esta interpretación, más o menos estándar, no logra captar la riqueza interior del hermano mayor. Antes de continuar esta heterodoxa apología del hermano mayor, vale la pena aclarar que reconozco que el relato tiende a presentar esta imagen de él. Pero la ventaja de una parábola evangélica es que permite estos juegos hermenéuticos para encontrar y dar consuelo, en este caso a los hermanos mayores; y para eso es necesario dejar de imaginarlo como el rencoroso hermano mayor.

  1. La fiesta

          Lo primero que parece necesario repensar para reivindicar al hermano mayor, es preguntarse si tiene derecho a quejarse, si su reclamo es legítimo.

          Imaginando, bajo la casi estricta literalidad del relato, tenemos a un hombre joven que llega cansado del trabajo, probablemente con ganas de descansar, comer y dormir. Una fiesta, que es lo primero que le llama la atención, en esa circunstancia puede ser lo que menos desea. Que no tenía ganas de fiesta se puede inferir por el detalle de que antes pregunta a un criado la razón del festejo. Si hubiera estado con ganas de fiesta, hubiera entrado directamente para unirse a ella sin problemas. La misma queja expresada al padre permite inferir que el hermano mayor no es un moralista, un puritano que no sabe divertirse como si estuviera en contra de las fiestas en general.

          Cuando se entera de la razón de la fiesta, la noticia no hace más que agrandar la molestia, pero no necesariamente añade frustración, queja, envidia, hipocresía, etc.

  1. La queja

Decide no entrar. Cuando el padre se entera, sale a buscarlo. El relato sugiere un lapso breve entre la decisión de no entrar y la salida del padre. Probablemente él habría mandado que le informaran de la llegada del hermano mayor. ¿Intuiría la reacción del hijo? Considero que el padre era consciente de que debía explicarle la razón de la fiesta, como se verá más adelante. Cuando él sale al encuentro del hijo mayor y lo invita, escucha la siguiente respuesta:

“El replicó a su padre: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido este hijo tuyo que devoró tu fortuna con prostitutas, has hecho matar para él el ternero cebado” (Lc 15, 29-30)

Como la idea es devolverle humanidad al hermano mayor, olvidemos la visión ‘tradicional’ que lee en esta frase hipocresía y rencor y redoblemos la apuesta pensando si es posible encontrar también amor detrás de la queja. Para ello imaginemos la vida en la casa del padre antes del regreso del pequeño díscolo. Se nos dice que pasaron años y el relato nos hace pensar que el padre estaría pendiente a diario, por si lo veía venir de lejos. ¿No es acaso un acto de amor grande el que el hermano mayor se haya quedado con su padre, siendo su consuelo?

Resulta difícil pensar que el hermano mayor tuviera una imagen del padre como alguien autoritario y severo. Había visto como había accedido fácilmente a la partición de bienes y le había entregado al menor todo cuanto había pedido. No es cierto que el hermano obedeciera por temor al padre, parece más plausible pensar que es una obediencia de amor.

Una persona madura (psicológicamente hablando) solo obedece a quien quiere obedecer. Por eso en la espiritualidad religiosa católica la monja de clausura puede ser la persona más libre, porque su obediencia es un acto de libertad reactualizado a diario. Que durante la historia muchos directores de almas hayan abusado ilegítimamente de esa facultad que se les otorgó es un hecho que no se puede negar. Por eso hay que reconocer la real necesidad de repensar en la Iglesia Católica contemporánea la obediencia como un acto de libertad, y nunca más como un acto de poder y sometimiento. ¡Ya no sirven los modelos de obediencia casi medievales que siguen en gran medida vigentes!

Volviendo al relato, y si se acepta esta lectura de la obediencia del hermano mayor, se puede inferir como consecuencia que su obediencia es un consuelo para el padre. ¿Acaso no había sido cuestionada la vida misma del padre por el hermano menor que pide la herencia por adelantado? ¿No es eso decirle: ‘para mí, tú ya estás muerto y quiero la herencia’? Y en ese contexto, la presencia del hijo mayor es un consuelo, una afirmación callada de que no fue un mal padre; ‘Ante la desobediencia y desamor de mi hermano, yo quiero ser tu consuelo con mi obediencia y amor’. ¿No es todo esto una manera constante de decir: ¡Se está bien contigo!?

Entonces, ¿por qué le reclama el cabrito?

Sin duda el hermano añora tiempos alegres, olvidó que el consuelo no solamente es acompañar en el dolor, sino también crear alegría y distracción. ¿Cuántas veces por respetar el dolor ajeno, nos olvidamos que podríamos alegrarlos con una broma, una distracción? Aquí está, al menos en esta interpretación, el mayor pecado del hermano mayor: no saber divertirse, no permitirse la alegría de estar junto al padre.

La última parte de la queja también puede entenderse como expresión de amor al padre, como queriendo recordarle que el ofendido fue él. No necesariamente quiere desconocer al hermano, pues el decir ‘este hijo tuyo’, que implica fraternidad, tal vez solo quería resaltar que ese vínculo fue el más dañado. ¿Acaso no es un signo de amor grande asumir como propia la ofensa hecha a quienes amamos? ‘Este hijo tuyo’ te ha hecho sufrir tanto, sin razones válidas, por pura frivolidad, yo te he visto tanto tiempo triste, ¿cómo puedes hacerle una fiesta?

Y no sería también muy humano, pensar que el hermano mayor ve materializada en la fiesta un miedo siempre latente entre los hermanos. ¡Él es el favorito, a él siempre lo quisieron más! ¿Cómo al que se portó mal lo festejas y a mí no? ¿Acaso no cuentan los años que estuve contigo?

 

  1. La invitación del padre

Es llamativo que el relato evangélico no cuente cuales fueron las palabras del padre al hijo menor, con él la ternura paterna se expresó con acciones. Al mayor le habla, y sus palabras son a la vez explicación, consuelo y cariño. O mejor dicho, cariño, consuelo y explicación.

“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15, 31-32)

¿Es posible imaginarnos que ese ‘hijo’ esté menos cargado de amor que los besos y abrazos al menor? Ese ‘hijo’ es, me parece, el reconocimiento por parte del padre del temor escondido en el hijo mayor. Un buen consuelo debe siempre empezar calmando los miedos irracionales del interlocutor, la argumentación vendrá después.

Y lo que le dice inmediatamente después ¿no es acaso un reconocimiento y un agradecimiento? Otro miedo irracional que la vuelta del hermano ha activado: ¿se dará cuenta del esfuerzo y el cariño que implica estar a su lado, obedeciendo? ¿Está tan pendiente del regreso de mi hermano que ya no me escucha? Por eso, las palabras del padre son como un bálsamo que calma y alivia: ‘tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo’.

Y tan es así, que luego el padre casi parece disculparse por la fiesta. El ‘pero’ sirve para cambiar el tema, una vez que ha calmado al mayor. Ahora toca explicar el comportamiento misericordioso que desembocará en una invitación a imitarlo. El padre no justifica al hijo menor, ni menos lo disculpa. Confirma al hermano mayor en el diagnóstico. Sí, en efecto tu hermano hizo muy mal; pero ‘había que’, ‘hacía falta’, ‘era necesario’ que tu hermano sepa y vea que nos alegramos de que haya vuelto. Solo así podrá cambiar verdaderamente.[1]

  1. La respuesta del mayor

De modo sorprendente, el texto evangélico termina aquí. No sabemos si el hermano mayor accede a entrar con el padre a celebrar el regreso del hermano o no. Por eso, para concluir me gustaría imaginar un final que sirva de resumen para esta apología de la figura del hermano mayor.

Primero habría que aclarar que estas reflexiones solo quieren ser una meditación alternativa, ni mejor ni peor que la(s) tradicional(es). En todo caso, serviría para un número creciente de católicos extrañados cada vez más de ciertas prácticas pastorales que parecen relativizar y justificar casi todo. En este nuevo contexto eclesial es legítimo replantear la figura del hermano mayor no como un simple hipócrita o un hermano amargado y rencoroso. Quiénes como él han tratado y vivido en la casa del padre, obedeciendo lo mejor posible sus mandatos, ¿acaso no pueden legítimamente preguntarse y sentirse dejados de lado como si el esfuerzo de años valiera menos? ¿No es también humano sentir esto? Por eso parece importante hacer una relectura de este hermano.

Él quiere lo mejor para el padre, precisamente porque lo ama. Vive con él y trabaja para él. Su obediencia no es fariseísmo, ni voluntarismo, ni represión; es en cambio, amor, servicio y también consuelo. ¿Acaso no ha sido siempre una práctica de la Iglesia rezar por los pecadores y reparar sus ofensas con nuestras oraciones y sacrificios?

Por eso, me parece válido afirmar que su queja es una queja de amor. Lo maravilloso de este relectura es que precisamente en este punto se encuentra reforzada la grandeza de la parábola y la figura del padre (que nos habla del amor infinito de Dios). Su invitación a entrar a la fiesta es más profunda aún. El padre sabe que este hijo suyo lo escucha y lo obedece y por eso le enseña la maravillosa lección del perdón. Lo invita a mirar más allá de la ofensa, sin negarla. El perdón, de parte del ofendido es algo que se regala. Implica esa decisión libre de mirar más allá de la ofensa, de hacer acopio de amor y comprensión para pasar por alto el daño, implica sobreponerse al dolor y por eso el ofensor nunca puede exigir perdón, solamente pedirlo, implorarlo.

Si, como decíamos en estas líneas, el hijo mayor está siempre atento a la felicidad del padre, no le costará entender que realmente le haría feliz una reconciliación con el hermano. Y, siguiendo esta imagen, no resultará difícil imaginar que también en esto obedecerá libremente al padre, aprendiendo la lección del perdón. Entrará a la fiesta, abrazará al hermano, comerá el cordero, beberá y sabrá divertirse.

Finalmente, solo queda hacer notar una curiosa similitud entre los dos hermanos. Ninguno es capaz de imaginarse que la fiesta está en la casa del padre. El menor sale a buscarla muy lejos y de forma desenfrenada. Pero al mayor también le cuesta aceptar que sea justamente ahí, cree que la fiesta no es propia de la casa paterna y por eso no aprendió a festejar. Ambos hermanos terminan aprendiendo prácticamente la misma lección; la verdadera fiesta está junto al padre.

  1. Anexo Lc 15, 11-32

«Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.

Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo.

El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba. Este le dijo: Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. El replicó a su padre: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido este hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado. Pero él respondió: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15, 11-32).

[1] Nótese que el razonamiento del hijo menor sigue siendo egoísta. No pensaba en el dolor del padre, sino en su propia situación deplorable y ni siquiera soñaba con ser recibido como hijo, sino como trabajador.