Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger sobre el pluralismo religioso
Por Jorge E. Velarde Rosso[1]
Para descargar el articulo en PDF haga en el siguiente enlace Artículo 2.2.12.2014. Unidad y Pluralidad de las Religiones. Jorge E. Velarde Rosso
Introducción
“Aun quienes sólo conocen de la Iglesia católica apenas más que su nombre han oído de ordinario alguna vez que ella se designa a sí misma como «la única que salva»; para quienes han entrado en contacto más estrecho con la Iglesia y la teología no es raro tampoco que tras esa frase simplificadora se esconda una proposición… que se remonta hasta la antigüedad cristiana: Extra ecclesiam nulla salus”.[i] Para el pensamiento moderno y contemporáneo una afirmación así es francamente excesiva y pretensiosa; incluso el creyente entiende hoy que la misericordia divina traspasa las fronteras de la Iglesia jurídicamente constituida. Pero si esto es así, se hace evidente lo problemático que resulta para una institución como la Iglesia Católica el tema de la libertad y pluralidad religiosa puesto que, no sólo ha tolerado la pretensión, sino que prácticamente la ha erigido en elemento identidad. “Si esta pretensión cae –y nadie la esgrime ya en serio–, parece ponerse en tela de juicio la Iglesia misma”.[ii] Y sin embargo, resulta llamativo como el cambio se ha hecho, en términos prácticos, de manera relativamente suave. Excluyendo a los grupos ultraconservadores, tal suavidad parecería explicarse debido a la noción de que el cambio era una adecuación razonable y necesaria de la Iglesia a los tiempos modernos. Pero persiste la necesidad de plantear la cuestión sobre si aquella pretensión histórica fue simplemente un error de mentes menos ilustradas, o si puede llegar a ser compatible con nuestra conciencia actual. En otras palabras, ¿puede ser la Iglesia pluralista y mantener simultáneamente su pretensión universalista?
Dice Ratzinger: “Generalmente se tiene la impresión de que la historia del cristianismo, en los últimos cuatrocientos años, ha sido una retirada continuada de la batalla, en la que se han echado por la borda, una detrás de otra, las afirmaciones de la fe y de la teología”.[iii] Todo parecería indicar que esta pretensión universalista era otro de esos lastres anticuados que hacía falta desechar.
Este es, más o menos el horizonte desde el que parte Joseph Ratzinger cuando reflexiona sobre el tema de la libertad religiosa y el ecumenismo. Como teólogo católico, que llegó a ser obispo, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) y Papa, una postura en la que la ‘aceptación’ de la libertad religiosa se entiende como una claudicación a los tiempos modernos no es una opción válida. No porque ‘los tiempos modernos’ sean algo intrínsecamente malo que haya que combatir, sino porque el relativismo radical es, en última instancia irracional. De ahí que el objetivo de las siguientes líneas sea describir algunas reflexiones de Joseph Ratzinger sobre el tema de la libertad y pluralidad religiosas.
Para ello, se analizan en detenimiento dos artículos escritos por Ratzinger. El primero fue escrito en 1963 y, para entender la magnitud de éste es necesario recordar que las declaraciones del Concilio Vaticano II sobre las religiones no cristianas, Nostra aetate y sobre la libertad religiosa, Dignitatis humane, son ambas de 1965. Por lo tanto, este breve artículo del joven Ratzinger no se hace eco del Concilio, sino que lo adelanta. De ahí que sea al que más atención se brinda en este artículo. Un segundo texto, es en realidad una continuación del primero, que Ratzinger escribió después del año 2002, aumentando algunas reflexiones que actualizan la ya de por sí, actualidad del primer artículo.
Unidad y pluralidad de las religiones
I.
“La fe cristiana –dice Ratzinger– se ha presentado desde el principio como pretensión universal, con la que se ha enfrentado al mundo de todas las religiones. El lema de la salvación exclusiva en la Iglesia es sólo la concreción eclesial de tal pretensión, resultado ya desde el siglo II de la concreción eclesial de la fe. Sin esta pretensión de universalidad, la fe cristiana no sería ella misma; pero cabalmente esa pretensión parece estar definitivamente superada”.[iv] El mismo nombre de católica deriva del griego katholikos (καθολικός), que significa universal. Ahora bien, tal universalidad no implica absolutidad, si por absoluto se entiende aquello que es independiente, ilimitado, excluyente de cualquier relación; aquello que existe por sí mismo y es incondicionado. Desde su inicio el cristianismo estableció relaciones con otras religiones, en primerísimo lugar con el judaísmo del cual procedía. Contemporáneamente estableció diálogo con la tradición filosófica griega y así sucesivamente. En este sentido, según Ratzinger, puede reconocerse una doble postura cristiana ante las demás religiones; algo así como un: “sí, pero no”.
En el cristianismo, sobre todo en el primitivo, no prevaleció la postura absolutista, aunque sin duda existieron tales pretensiones, sino todo lo contrario. La postura ampliamente mayoritaria fue la de dialogar con las culturas y religiones con las que entraba en contacto en su expansión progresiva, tratando de entender y absorber lo que en ellas encontrara valioso y digno de ser preservado. Tanto fue ésta la tendencia característica del cristianismo católico, que incluso quien estudia el fenómeno desde fuera, sin entender su dimensión interna, siente la tentación de caracterizar este fenómeno como una mera estrategia, un simple reemplazo de una tradición pagana por otra cristiana.
Y al mismo tiempo, cuando el cristianismo creyó encontrar alguna contradicción insalvable con su mensaje, no dudó en rechazar aquello como inasimilable. Incluso a costa de la propia vida, los primeros cristianos se negaron a minimizar la radicalidad de su mensaje; a saber: que Jesucristo es el hijo del verdadero Dios y que solo de Él viene la salvación para todos los seres humanos. En palabras de Ratzinger, desde el cristianismo las demás religiones pueden valorarse positivamente “en la medida que se encuadren en la actitud de precursor[as]… Pero también es posible concebirlas como lo insuficiente, lo contrario a Cristo… que finge proporcionar al hombre la salvación sin poder dársela nunca realmente”.[v] Esta tensión propia del cristianismo, se ha manifestado a lo largo de su historia de diversos modos, que no es posible analizar ahora. Lo interesante de este enfoque, es que permite caer en la cuenta de que la historia del cristianismo no ha sido una historia de imposición y uniformización religiosa. El cristianismo, desde su surgimiento presupone y necesita la pluralidad religiosa.
Ahora bien, para Ratzinger este necesario pluralismo puede nutrirse de dos horizontes teóricos diversos; uno de indiferentismo religioso y otro de matriz cristiana. El primero es relativista, pues plantea que el ser humano no puede saber realmente mucho sobre lo divino y, por lo tanto, todos los intentos son más o menos válidos e igualmente legítimos. Según Ratzinger este horizonte se sustenta por la primera impresión que se tiene al estudiar las religiones al observar la diversidad y pluralismo que se presentan casi ilimitados. En definitiva todo intento humano por captar lo divino forma parte de una experiencia espiritual común. Pero mantener esta postura es una simplificación inapropiada, porque con este planteamiento, aparte de cierta pereza intelectual, implica no percibir la riqueza y dinamismo histórico del fenómeno religioso, que no ha dejado de acompañar al ser humano desde los albores de la humanidad. Implica, en definitiva, no tomarse en serio el fenómeno religioso en sí.
“Mi opinión –dice Ratzinger–, después de los años que había dedicado al estudio de la historia de la religiones, era que tales calificaciones teológicas de las religiones debían ir precedidas por una investigación fenomenológica que no determinara inmediatamente el valor de eternidad que posea cada una de las religiones, y que no se impusiera así la tarea de emitir un dictamen sobre una cuestión que propiamente habrá de ser decidida por el Juez del universo”.[vi]
En otras palabras, las religiones no pueden compararse por parámetros metafísicos, sino por cuestiones ‘fenomenológicas’, es decir, por sus consecuencias históricas y sociológicas.
“Yo opinaba que lo más urgente era observar bien el panorama de las religiones en su evolución interna a través de la historia y en su estructura espiritual. No había que discutir sencillamente… sobre la masa de las «religiones», no definida en sus detalles y no considerada en absoluto en sus repercusiones prácticas. Lo primordial era ver si en este campo se habían producido evoluciones históricas y si podían reconocerse tipos fundamentales de religión. A partir de aquí podrían hacerse luego las debidas valoraciones”.[vii]
En esta descripción fenomenológica Ratzinger identifica el primer momento de las historia de la religión con las religiones primitivas, que tienden a desembocar en la etapa de las religiones míticas, “en las cuales las experiencias dispersas de los primeros tiempos se reúnen en una visión coherente del conjunto”.[viii] La configuración de los grandes relatos míticos es el primer gran momento en la historia de las religiones.
“…si el primer gran paso de la historia de la religión consiste en la transición desde las experiencias dispersas de las religiones primitivas hasta el mito de gran envergadura, vemos que el segundo paso, el paso decisivo y que determina la religión de la actualidad consiste en evadirse del mito. Este paso se produjo históricamente en tres formas”.[ix]
II.
Estas tres formas son la mística (mística de la identidad), la revolución monoteísta (comprensión personal de Dios) y la Ilustración. Cada una de éstas absolutiza un principio, cada una erige un absoluto que no tolera otra entidad supraordenada. Con lo cual la afirmación de una absolutidad no es propia del monoteísmo, sino que es común a los tres “caminos por los que el hombre abandonó el mito”.[x]
La absolutización de la mística es la vivencia inefable imposible de expresar adecuadamente con palabras o imágenes. El místico, personaje central en esta configuración religiosa, es quien tiene la experiencia real de lo divino y es él quien lo experimenta de ‘primera mano’. Los seguidores, cuya experiencia religiosa sería siempre de segunda mano, solo reciben el mensaje transmitido por imágenes, símbolos y en definitiva palabras. Surge entonces, una contradicción importante, si el místico experimenta lo inenarrable pero debe articular un lenguaje para la comprensión de sus seguidores, se produce una remitificación de lo religioso. Tal vez por eso a este proceso, Ratzinger lo llama reducción de la religión a la mística, y de ahí que afirme que tal reducción sea “de hecho… conservadora de mitos, [pues] da una nueva fundamentación al mito, al que interpreta ahora como símbolo de lo genuino”.[xi] Si el mito antiguo derivaba de relatos dispersos que se perdían en los orígenes de la humanidad, el mito místico se fundamenta en la credibilidad de aquel que asegura haber ‘experimentado’ lo inefable.
Para el indiferentismo místico, por llamarlo de algún modo, todas las religiones tendrían esta estructura y todas serían igualmente legítimas y válidas porque expresarían partes –siempre pequeñas e incompletas– de ese absoluto inenarrable. Este relativismo místico, es igual de inaceptable para la Iglesia (y para el cristianismo en general si se lo toma en serio), pues Jesús sería el místico del cristianismo, tal como Mahoma lo sería del islam o Zoroastro del mazdeísmo y así sucesivamente. Este relativismo es religioso, pues acepta la verdad –parcial– de cada avatar de lo inefable. Incluso las contradicciones entre religiones son entendidas como momentos del devenir de lo absoluto.
Si lo divino es lo inefable, eso divino tiene un carácter impersonal. Detrás de los múltiples dioses y místicos hay un algo tan superior que pensarlo con características personales sería contradictorio con todo el planteo. Ahora bien, esta comprensión impersonal de Dios tiene una consecuencia social –y si se quiere moral– muy importante para Ratzinger, pues donde Dios no es persona la persona humana no es nada último. Lo importante no es la individualidad de esa persona, que en definitiva siempre separa, sino la porción de absoluto que hay en ella. Su objetivo vital será la unidad (retorno a la unidad) y la identificación con el Todo absoluto (o la nada, dependiendo de dónde se prefiera hacer el énfasis, mientras sea aquello trascendente que es imposible explicar). De ahí que debido a esta característica en la ampliación del artículo escrita en 2002, Ratzinger haya querido cambiar al de ‘mística de la identidad’.[xii]
Del relativismo místico surge consecuentemente que la ortodoxia sea irrelevante en términos prácticos, la ortopraxis es más importante, i.e., la repetición ritual y minuciosa. Este es un signo característico de la «mística de la identidad», pues en esa repetición está el método o praxis que prepara al alma para experimentar lo inefable. El místico, de algún modo, se hace a sí mismo.
Finalmente, una consecuencia más de la mística de la identidad, según Ratzinger, es que relativiza necesariamente la comprensión del bien y del mal. En este horizonte ambos conceptos son opuestos y por lo tanto complementarios, hasta necesarios. En su oposición constituyen la riqueza de la realidad. El mal sería un momento del todo, de ahí que incluso la concepción temporal en estas religiones sea cíclico y que la representación del tiempo sea circular, el eterno retorno. En este tiempo circular, “el bien tendría necesidad del mal, y el mal no sería, ni mucho menos, realmente malo, sino que sería precisamente una parte necesaria de la dialéctica del mundo”.[xiii] Esta visión que relativiza el mal es rechazada clara y expresamente por Ratzinger. Por eso afirma:
“La alternativa entre un Dios personal y una mística de la identidad no sólo es, en modo alguno, de naturaleza puramente teórica, sino que llega desde la más íntima profundidad de la cuestión del ser hasta lo que es enteramente práctico”.[xiv]
III.
Precisamente reflexionando sobre el problema del mal parece más conveniente pasar al análisis de la comprensión personal de Dios. Aquí el bien y el mal son contradictorios y no simplemente opuestos; uno y otro se confrontan y buscan imponerse sobre el contrario. La contradicción rompe la armonía a la que tiende la mística. Y rompe además la circularidad del tiempo, pues, si uno de estos principios debe imponerse sobre el otro, el tiempo se configura de otra manera, tiene un principio y, sobre todo debe tener un final, en el cual uno se imponga definitivamente. En ellas el final es un triunfo definitivo del bien. De ahí que el tiempo sea lineal, escatológico. El caso más extremo, y por tanto más claro, de este principio puede observarse en el dualismo mazdeísta.
Si el bien y el mal son principios contradictorios, no da lo mismo estar en un bando u otro. Surge entonces cierta primacía de la ortodoxia sobre la ortopraxis, porque conviene reconocer claramente el bien del mal, y en consecuencia surge una característica determinante de las religiones que tienen una comprensión personal de Dios; a saber, la responsabilidad personal e intransferible del ser humano.
Donde más claro se ve esto, es en la religión monoteísta arquetípica; el judaísmo. Aquí la figura principal es el profeta. De más está decir que de esta comprensión semítica de Dios, derivan el cristianismo, el islam y –todavía sujeto a debate– el zoroastrismo. A diferencia del místico el profeta, consciente o inconscientemente, resalta la centralidad de la persona, porque es en cuanto tal que se sitúa frente a ‘lo absoluto’ y dialoga con ese Absoluto. Aquí lo trascendente llama ‘con nombre’, invita y ofrece una misión. Y un Absoluto que llama, que invita, crea individualidad, personifica.
Desde este horizonte religioso, Dios no es intuido por grandes almas puras, sino experimentado por pequeños pecadores. Ratzinger habla de una cierta vergüenza al comparar a los profetas del monoteísmo con los grandes místicos de oriente.
“Abrahán, Isaac, Jacob y Moisés, con todos sus enredos y con su astucia, con su temperamento y su inclinación a la violencia, aparecen al menos como mediocres y pobres infelices en comparación con Buda, Confucio y Laotsé…
Negar el «escándalo» no tiene aquí ningún sentido, sino que es lo que abre precisamente el acceso a lo genuino. Desde el punto de vista de la historia de la religión, Abrahán, Isaac y Jacob no son realmente «grandes personalidades religiosas». Tratar de soslayar esto con interpretaciones significaría precisamente tratar de soslayar el impulso que conduce a lo peculiar y a lo singularísimo de la revelación bíblica”.[xv]
En otras palabras, aquello singularísimo de la revelación bíblica es la primacía de la acción divina y el carácter secundario de la acción humana. Y porque es acción, porque es un Dios que actúa, crea historia: lo real está en la historia, sin misticismos, y bien entendida, sin determinismos o predestinaciones. Que se trata de un camino abierto y no predeterminado se evidencia en que el llamado es invitación, es una misión que se puede aceptar o rechazar. Esto se hace patente en el relato del profeta Jonás. Cada ser humano tiene una misión personal intransferible que puede –o no– cumplirse. Esa posibilidad depende exclusivamente de la opción libre del profeta.
Esta centralidad, casi escandalosa, de la persona humana, llevó al primer Ratzinger, a nombrar a este fenómeno «revolución monoteísta», pues “el monoteísmo de Israel (y el monoteísmo de Zaratustra) surgió por el camino de una revolución, de la revolución de unas pocas personas, las cuales, henchidas de una nueva conciencia religiosa, rompieron el mito y derribaron a los dioses de quienes hablaba el mito”.[xvi]
¿No se acaba de citar a Ratzinger para afirmar que las figuras bíblicas deslucen en comparación con las grandes figuras religiosas orientales? ¿Cómo ahora aparecen como estos valientes rebeldes, henchidos de una nueva conciencia religiosa? Esta aparente contradicción se explica porque en la compresión personal de Dios, la centralidad de la acción humana es suplantada por la iniciativa divina. Inversamente, en la mística de la identidad la acción humana cobra centralidad. Para evitar confusiones será mejor hablar del origen de la iniciativa religiosa. En la mística, la iniciativa es humana, es el hombre que intenta elevarse a lo trascendente e intuye, vislumbra algo a través de una serie de ritos y acciones. En la ‘compresión personal de Dios’ la iniciativa parte de un Dios que decide revelarse, mostrarse, hablar. “Por eso –dice Ratzinger–, en lugar de contraposición entre «mística» y «revolución monoteísta», podría elegirse también la contraposición entre «mística» y «revelación»”.[xvii]
IV.
Finalmente queda por describir brevemente la última forma de superación del mito. Su aparición ocurrió en Grecia, con la crítica filosófica a la religión de su tiempo, de modo tal que lo religioso comenzó a perder casi toda importancia, quedando reducido a una mera función formal y social. No en vano, Sócrates fue acusado de impiedad contra los dioses. Para los filósofos griegos, y luego por transmisión para el mundo cultural romano, la religión se convirtió tan solo en un ceremonial político de legitimación simbólica del régimen. La verdad no podía hallarse en lo religioso. He aquí la primera absolutización del conocimiento racional.
“El tercer camino sólo llegó a adquirir pleno vigor en la Edad Moderna, y propiamente sólo en la actualidad [1960s]. Y parece que tiene todavía ante sí lo que va a ser su genuino futuro”.[xviii] Al creyente, si quiere ser moderno, se le exige reconocer, aceptar y ‘moverse’ dentro de los límites marcados por la absolutidad de lo racional. Las historias milagrosas narradas en los libros sagrados, deben ser entendidas como relatos míticos propios de las débiles mentes de los antiguos, que solo podían fantasear explicaciones para hechos naturales que hoy –se supone– conocemos bien. Solo el tiempo podría decirnos hasta qué punto la actualidad de la primera mitad de la década del 60 en las que Ratzinger escribió estas líneas sigue siendo ‘nuestra actualidad’; lo cierto es que la ciencia se ha convertido y sigue siendo la concepción dominante del mundo y de la vida. Consecuentemente, otra característica de este camino de evasión del mito es su pretensión de transitar fuera de la historia de la religión, por considerarla una cosa anticuada.
Surge así otro tipo de relativismo, un relativismo ilustrado –por continuar con la terminología de Ratzinger–, que se diferencia teóricamente del relativismo mística descrito antes, pero que prácticamente es muy similar. Aquí la tolerancia al pluralismo se funda en la idea de que todas las religiones son igualmente falsas, igualmente anticuadas, que cumplen –más o menos de igual modo– una mera función social de moralización y consuelo de mentes ‘inferiores o débiles’ que aún necesitan del consuelo metafísico. El superhombre ilustrado debe ser arreligioso. “Pero afirmar en general que el hombre sólo conoce dentro de esos límites [científicos] es una decisión previa imposible de fundamentar, que además es desmentida por la experiencia”.[xix]
Conclusiones
“Después de lo que acabamos de decir, habrá quedado claro que entre los dos caminos que hemos denominado «mística» y «revolución monoteísta» no puede decidirse de manera racional en favor del uno y en contra del otro. Esto presupondría la decidida absolutidad del camino racional, que acabamos precisamente de cuestionar. Esta decisión es en último término una cuestión de fe, la cual se sirve de normas racionales”.[xx]
Esta última cita expresa de manera insuperable el equilibrio que busca Ratzinger. Ninguno de los tres principios, puede racionalmente reclamar ser el absoluto camino para el conocimiento de la verdad. Se trata de un equilibrio dialógico que conduce a una decisión libre y a una personal de adhesión. Pero, ¿cómo tomar semejante decisión?, ¿se trata acaso de una decisión arbitraria, una simple aceptación de la propia religión heredada, se trata de un capricho?
En términos ratzingerianos lo mejor sería una libre adhesión a la religión más razonable, que no es lo mismo que racional. Sería ingenuo pensar que él no está convencido de que la religión más razonable es el cristianismo católico, pero eso no lo inhabilita al diálogo. Como buen seguidor que es de M. Buber y E. Levinas, entiende que el verdadero diálogo se hace desde la propia identidad, sin querer absorber la identidad del otro en la propia, ni viceversa. Pero dejando este detalle aparte, surge una pregunta; ¿a pesar de negarlo, no reconoce Ratzinger cierta primacía de la razón?
Entenderlo así sería perder de vista lo revolucionario de la propuesta ratzingeriana, que implica más que un encuentro entre racionalistas y religiosos para darse unas palmaditas en la espalda y hacer ‘las paces’. Una religión irracional es peligrosa, ha dicho Ratzinger en repetidas ocasiones, añadiendo inmediatamente después que una racionalidad que se absolutiza, es peligrosísima. Las religiones aportan sabiduría y humanidad a la ciencia, y ésta desmitifica las religiones, en el sentido explicado a lo largo del trabajo; apartándolas de mitos caducos y opresivos. A tal punto llega a ser coherente Ratzinger, que afirma:
“…será de importancia decisiva para el futuro de la religión y para sus oportunidades en la humanidad la forma en que la religión sea capaz de instaurar su relación con ese «tercer camino». Es bien sabido que, en los tiempos de la Iglesia antigua el cristianismo (…), logró asociarse de manera relativamente íntima con las energías de la ilustración. En la actualidad el efecto de Radhakrishan y su concepción no se basa ciertamente en su vigor religiosa, sino en la asombrosa alianza con lo que hoy día, mutatis mutandis, podría designarse como las energías de la «ilustración»”.[xxi]
Si todo parece indicar cierta necesidad del elemento racional, si esas energías de la ‘Ilustración’ son necesarias, ¿cómo no caer en el racionalismo? ¿Dónde se toma la decisión? Ratzinger afirma que ese lugar –si puede llamárselo así– es la conciencia personal. Por experiencia, me permito asumirlo así, todos sabemos cuánto de intuitiva puede ser la conciencia personal, sin llegar a ser irracional. Y mientras más formada esté, mientras más se escuche la voz de la razón, que modera el sentimentalismo y frena el fanatismo, mejor y más claro verá el hombre el camino a la verdad.
Libertad religiosa, para Ratzinger, no es indiferentismo religioso, ni relativismo cultural, porque eso implicaría un concepto estático de la religión y de la cultura; como si no existieran repercusiones prácticas e históricas de las distintas religiones. Y ¿cómo podría exigirse del ser humano, sin violentar sus derechos, semejante inmovilismo? Por eso, para Ratzinger, libertad religiosa es libertad de conversión. A quien se le prohíbe cambiar de religión, se le prohíbe la posibilidad de ser verdaderamente libre:
“¿Podrá y tendrá el hombre que arreglárselas simplemente con la forma que encuentra ante sí, con la forma en que se practica en su entorno la religión que le ha correspondido? ¿O acaso no tendrá que ser una persona que busca, que tiende a la purificación de su conciencia, y que –al menos eso– va así en pos de las formas más puras de su religión?
…
No hay que transmitir solamente una estructura de instituciones e ideas, sino que en la fe hay que buscar siempre su profundidad más íntima… De esta manera se fueron formando en el judaísmo… «los pobres de Israel», y así tienen que irse formando también constantemente en la Iglesia. Y de la misma forma pueden y deben formarse también en las otras religiones: el dinamismo de la conciencia y de la callada presencia de Dios en ella es la que conduce a las religiones al encuentro mutuo y pone a los hombres en el camino hacia Dios; eso, y no la canonización de lo existente en cada caso, que es algo que priva a los hombres de una búsqueda más profunda”.[xxii]
Para Ratzinger la libertad religiosa es principalmente la libertad de conversión, vale la pena repetirlo, porque es en el diálogo con el otro, en cuanto otro, que se abre esta posibilidad de cambio. Escuchando sinceramente a ese otro, algo resuena en la propia conciencia. Y esta posibilidad de cambio, que no necesita más que posibilidad, puede ejercer el ser humano su libertad más íntima y radical. Porque la religión no sólo debe ayudar a vivir, como si fuera una especie de anestesia para el alma, la religión debe ayudar a entender la vida misma, a conocerse y descubrirse; se juega la verdad sobre el hombre en ella.
Resulta claro entonces que el pluralismo de Ratzinger se ancla en la dignidad de la persona humana, en el respeto supremo a su conciencia. Cada uno tiene el derecho a practicar la religión que en conciencia crea y entienda como la más adecuada. Este pluralismo es cristiano, pues presupone la pluralidad pero no como algo estático, sino como requisito y posibilidad de cambio y conversión.
“El «no» cristiano a los dioses significa, más bien, una opción en favor del rebelde que se atreve a romper con lo habitual porque así se lo dicta su conciencia. Tal vez este rasgo revolucionario del cristianismo haya permanecido demasiado tiempo oculto bajo ideales conservadores”.[xxiii]
El pluralismo cristiano difiere radicalmente de pluralismo místico y de su gemelo racionalista. El pluralismo cristiano afirma que aunque el hombre no puede abarcar al absoluto (dialogando con la visión mística) sí puede comprender algo decisivo de aquel (dialogando con la ilustración). Y ésta afirmación le viene, no de un optimismo ingenuo, sino de la fe en que el absoluto se ha revelado, de la fe que lo inefable se ha hecho palabra, de la fe de que el Todo es persona. Este es el absoluto cristiano: precisamente una persona; Jesús de Nazaret es la palabra definitiva de Dios al hombre.
[1] Investigador Instituto Acton Argentina. Ponencia presentada en el Congreso Internacional La libertad Religiosa en el siglo XXI. Religión, Estado y Sociedad del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa CALIR, en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. 3-5 septiembre de 2014.
[i] Ratzinger, Joseph, Nuevo pueblo de Dios, Barcelona, Herder, 1972, p.375. NOTA: A partir de ahora, al ser todas las citas de Ratzinger, e incluso de la misma obra y por una cuestión práctica se omite tener que especificar en cada caso el nombre.
[ii] Ibíd.
[iii] En el principio creó Dios, 18
[iv] Nuevo Pueblo de Dios, op.cit., p.376
[v] Fe, verdad y tolerancia: El cristianismo y las religiones del mundo, (5ª), Salamanca, Sígueme, 2005, p.19.
[vi] Ibíd., p.17
[vii] Ídem.
[viii] Ibíd., p.25
[ix] Ibíd., p.26
[x] Ibíd., p.27
[xi] Ibíd., p.26
[xii] “El pensamiento central hacia el que se encamina este estudio consiste en entender que el panorama de la historia de la religión no sitúa principalmente ante una decisión fundamental entre dos caminos, que yo –de forma insuficiente– designé entonces como la «mística» y el «monoteísmo». Hoy preferiría hablar de «mística de la identidad» y de «comprensión personal de Dios». Se trata en último término de saber si lo divino, «Dios», es algo que está ante nosotros, de tal manera que lo supremo de la religión, del ser del hombre, es relación –amor– que llega a ser unidad (…), pero que no suprime la contraposición del Yo y del Tú; o si lo divino queda aún más allá de la persona, y la meta final del hombre es la unificación y la disolución en el Todo-Uno”. Ibíd., p.41.
[xiii] Ibíd., p.44
[xiv] Ídem.
[xv] Ibíd., p.36s.
[xvi] Ibíd., p.32
[xvii] Ídem.
[xviii] Ibíd., p.26
[xix] Ibíd., p.29
[xx] Ídem.
[xxi] Ibíd., p.26. Latín y cursivas en el original.
[xxii] Ibíd., p.48s.
[xxiii] Ibíd., p.20s.
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