Por Ramón Pellitero (Universidad de Navarra)
Para Iglesia y Nueva Evangelización
Parece que algunos niños de 11 años, no sé si muchos, sospechan de sus padres cuando les proponen algo que sea un poco instructivo o formativo, pues solamente desean lo puramente lúdico… Esto se comprende en el contexto de los regalos de Reyes, pues, al fin y al cabo, los niños quieren jugar, todos queremos jugar, y la Biblia dice que incluso Dios juega (cf. Pr. 8, 30-31).
Así lo señala Juan Bautista Torelló, sabio sacerdote y psiquiatra, en un libro póstumo (“Él nos amó primero”, ed. Cristiandad, Madrid 2014), que recoge meditaciones de retiros espirituales predicados en la Peters Kirche de Viena.
En el capítulo titulado “La sonrisa del Dios que juega” se puede leer: “El juego, la risa, los cantos de los niños no son solo símbolo de vitalidad espontánea, formas de expresión de su inteligencia y de su personalidad incipientes, sino la realización particularmente ejemplar de la existencia humana, que se corresponde mucho más al proyecto del creador que nuestra seriedad y nuestra actividad” (p. 45). Propone Torelló que hemos de aprender, en esto, de los niños, “porque no nos enfrentaremos a las cuestiones decisivas de nuestra vida agregando fuerzas, ciencias, experiencias e iniciativas, sino por medio de la participación creyente con la misteriosa providencia de Dios, que no puede ser aprehendida por ningún conocimiento humano” (ibid.).
Dios comenzó a “jugar” el día que creó el mundo con su sabiduría, sin más objetivo que su amor. Y su alegría fue estar entre los hombres, sobre todo en Navidad. Dios se nos muestra no como un rey todopoderoso, como el Mesías liberador que esperaba el pueblo de Israel, sino como el Niño del establo de una aldea remota, que viene a salvar el mundo. Y eso no es sentimentalismo, sino la realidad de la historia: “Dios juega y sonríe con nosotros, los hombres” (p. 46). No es que se divierta con nuestros problemas, sino que sonríe como una buena madre o un padre ante sus pequeños, que somos nosotros.
Los juegos de ese Niño –señala Torelló– son tan curativos como los milagros que habría de hacer más tarde en Galilea y Judea. Su llanto y su sonrisa en el pesebre son tan eficaces y redentores como su posterior muerte en la cruz, seguida de su resurrección y ascensión. Por eso hemos de abrir los ojos y aprender a sonreír, superando nuestros miedos, sobre todo el miedo a la muerte. Reírnos de los poderosos y de los que se creen importantes y asegurados a todo riesgo.
En efecto, para un cristiano es un deber sonreír. Estamos en las manos de Dios y hemos de acompasar nuestra voluntad con la suya. Hemos de intentar bailar al son de su música, misteriosa –ciertamente–, pero siempre amorosa. Su Hijo nos dio ejemplo incluso subiendo a la cruz y extendiendo sus brazos sin distracciones ni anestesias. Si la sonrisa desapareciera de la vida cristiana, si –como dice con frecuencia el Papa Francisco– se nos pusiera habitualmente “cara de funeral”, sería señal de que nos hemos alejado de Dios.
Todo ello tiene que ver con la paciencia cristiana, con la humildad, con la aceptación de nuestras limitaciones, con la búsqueda de la pureza de corazón y de la penitencia, porque nos ayudan a ser del agrado de Dios. “Hay que reír mucho para ser realmente buenos, para ser santos”. Reírse de todos los que tienen prisa –propone el autor–, de los que creen en sí mismos y se buscan a sí mismos en sus nuevas teorías, libros y discursos. Y –cabría añadir– también de los que sólo se interesan por las actividades y cosas “útiles”. Reírse, claro está, sin burlarse de nadie, pero sin tomar tampoco demasiado en serio las cosas de este mundo. “Solo Dios basta”, decía Santa Teresa. Y así es, porque sabía muy bien que el amor a Dios es inseparable del amor a los demás, especialmente a los más necesitados.
Avisa Torelló de que esa sonrisa no ofende en manera alguna la miseria y el sufrimiento de nuestro mundo, porque en realidad es sonrisa que con frecuencia asoma entre lágrimas: “Los verdaderos samaritanos valientes, trabajadores y bondadosos, no son rebeldes enojados, ni miserables teóricos idealistas, ni críticos malhumorados, sino gente que ha llorado mucho y que a través de ello ha logrado la risa o la sonrisa más pura, la sonrisa del consuelo” (pp. 48s). Quien ríe así, con esas lágrimas que Dios mismo tomó sobre sí, no cae en la amargura sino que desemboca en los brazos siempre amorosos de Dios, sonriendo ante el futuro y para siempre (cf. Pr. 31, 25).
Todos los santos sonríen, observa Torelló: los mártires y los místicos como Tomás de Aquino ante su propio conocimiento, Tomás Moro ante su muerte, Teresa y Teresita, Juan Bautista ya antes de nacer, Juana de Arco en la hoguera. Toda sonrisa proviene del Dios hecho Niño, que nos trae la misericordia y la “gracia” de Dios.
La liturgia cristiana tiene también esa dimensión de juego, como explica Guardini en el capítulo quinto de “El Espíritu de la Liturgia” (reeditada por CPL, Barcelona 2000). Ni el niño ni el artista buscan ninguna “utilidad práctica” en el juego o en la obra de arte, sino que esas actividades son un espontáneo desbordarse de la vida, que se traduce en pensamientos, impulsos y movimientos, y de esta manera se dilata y se hace más consciente de sí, más bella y participativa, o se manifiesta la sana tensión entre lo que se es y lo que se debería ser o lo que se sueña con ser. De modo parecido, la liturgia nos ayuda, por medio de las imágenes, de los ritmos y de los cantos –del desbordarse del espíritu por medio de las realidades sensibles y corporales–, a caminar hacia nuestro sentido más profundo, pleno y verdadero: el ser hijos de Dios y hermanos en Cristo, ser y vivir esa “obra de arte” que el Espíritu Santo realiza en nosotros.
Junto a este Dios humanado que contemplamos en el tiempo de Navidad –prosigue Torelló– hemos de pedirle que nos haga descubrir e irradiar esa alegría que ni siguiera borran los pecados, cuando acudimos como buenos hijos al sacramento del perdón. Es “la alegría que convencerá y llevará consigo a los perdidos más que todos nuestros discursos y gestos (…), la alegría que nos hace ser buenos, buenos contigo mismo y buenos con el prójimo” (“Él nos amó primero”, p. 50).
Educar es mantener la capacidad de soñar, de jugar y de sonreír. Hay familias que han sido capaces de convertir tremendas circunstancias en un verdadero juego para sus hijos. Así se representa en algunas películas como “La vida es bella” (R. Benigni, 1997) y “Kamchatka” (M. Piñeyro, 2002).
También educar en la fe es todo lo contrario de la tristeza y el pesimismo, de la rigidez en los esquemas mentales o de la fijación en el mero esfuerzo. Educar en la fe es educar no en la ingenuidad, sino para amar a Dios y a los demás con hechos. Y en ese horizonte se esconde la belleza del juego. Cabría decir que la búsqueda de la verdad, del bien y de la unidad a través de la belleza son las “reglas del juego” tanto en la vida humana, como de modo más pleno, en la vida cristiana.
Por eso no tienen ningún sentido –son inhumanos cuando no diabólicos– aquellos juegos que van contra de la dignidad y la vida de las personas, como se ve por ejemplo en la película “Rollerball” (N. Jewison, 1975) o en “Los juegos del hambre” (G. Ross, 2012).
La alegría y la sonrisa del Dios que juega hace cantar a los ángeles: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace” (Lc 2, 14).
Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
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