Por Juan Pablo Serra (Universidad Francisco de Vitoria – Centro Diego de Covarrubias)

23 de abril de 2015

Conferencia pronunciada en la presentación del círculo Students For Liberty de la Universidad Francisco de Vitoria (España) el pasado 25 de marzo, en el contexto del evento titulado “Los Escolásticos y su conexión con la Escuela Austriaca de Economía”.
http://studentsforliberty.org/europe/network/spain/

Desde que Schumpeter, Rothbard y otros mucho más lo sugirieran, pareciera que, cíclicamente, reavivamos la cuestión de si hay o no hay un vínculo entre la Escuela de Salamanca, la Escuela Austríaca de Economía y, más aún, el liberalismo. Seguramente habrá muchas explicaciones —históricas, filosóficas, económicas, sociales, coyunturales— para entender este fenómeno. Pero, quizá, el  interés general que reviste pensar la relación entre grandes escuelas económicas tenga que ver con algo más básico como es pensar a fondo nuestro sistema, el cual, a falta de una palabra mejor, llamaremos capitalismo.

En varias de sus obras, Alfonso López Quintas insiste en que pensar con rigor es necesario para actuar moralmente y, más aún, para llevar una vida creativa. ¿Cómo es un pensamiento riguroso? Según él, pensar con rigor cualquier circunstancia es pensarla con largo alcance, amplitud y profundidad. ¿Cómo sería pensar con rigor el capitalismo desde estas premisas iniciales? El largo alcance tiene que ver con la capacidad de ver más allá de lo inmediato: en el caso del capitalismo, quizá implicaría pensarlo más allá de lo que, aparentemente, es más evidente y que sus críticos le reprochan una y otra vez (desigualdad, homogeneidad cultural, negación del otro, contradicciones varias). Por otra parte, un pensamiento es amplio cuando es capaz de tener en cuenta varios aspectos de una misma realidad al mismo tiempo: en el caso del capitalismo, quizá implicaría pensarlo no sólo desde los indicadores económicos sino también desde la historia, el contexto social y la antropología. Por último, un pensamiento tiene profundidad cuando capta la vinculación de una realidad con su sentido genuino y su valor existencial: en el caso del capitalismo, ¿no cabría pensarlo de esta manera, resaltando los valores de la esperanza, la creatividad y la sociabilidad que alberga en su seno?

Ciertamente, esta es una labor a realizar. Pero, al menos, a priori sí parece posible pensarlo con rigor. Ahora bien, si esto es así, ¿por qué, entonces, es el capitalismo tan sistemáticamente vilipendiado no sólo en la mentalidad popular sino también en la academia? En una conferencia célebre de principios de los 80, Robert Nozick se planteaba por qué se oponen los intelectuales al capitalismo. Y una de las cosas que llamaban su atención era la persistencia de los intelectuales en su crítica anticapitalista, incluso a pesar de que todos y cada uno de sus argumentos pueden ser rebatidos. En dicha conferencia, avanzaba una hipótesis según la cual el sentimiento anticapitalista de los intelectuales se generaba en las escuelas y, más generalmente, en una cultura que iguala capacidad intelectual con mérito o valía personal por encima de la atención a las necesidades del otro y el esfuerzo por satisfacerlas. Pensar con rigor el capitalismo, creo, comienza por ser capaz de verlo en su cara más cotidiana e interhumana.

Una forma de ir más allá de la crítica estándar del capitalismo es ir a la historia y, más concretamente, a la historia de las ideas. Pues esta labor “rastreadora” nos muestra no sólo que las ideas tienen consecuencias, sino que hay un hilo muy fino que conecta la fundamentación de nuestras instituciones más básicas con toda una historia intelectual.

Ahora bien, como Mario Silar ha insistido más de una vez, hacer la conexión entre ideas filosóficas y teorías y paradigmas económicos no es fácil ni evidente. Requiere una laboriosa labor de interpretación, sujeta a revisión constante.

Un ejemplo. En el último siglo, se ha convertido en moneda corriente la tesis de Max Weber según la cual el espíritu del capitalismo es el propio de la religión protestante, que busca la salvación en el éxito (en este caso, económico). Pero, siguiendo a Rodney Stark entre otros, Sam Gregg ha discutido esto. No sólo es que Weber caló mal el “espíritu” de las ciudades que analizó para fundamentar su tesis (más católicas que protestantes). Es que, además, en la Europa cristiana anterior a la reforma ya se había gestado una visión del mundo en que los hombres están llamados a usar su razón y creatividad innatas para desarrollar sus recursos, incluyendo, por supuesto, los recursos económicos.

No está claro, para muchos, que el ethos del capitalismo sea la abnegación, el individualismo, el esfuerzo y el costo de producción por encima del uso como determinante de los precios. Por eso, conviene hacer un esfuerzo a favor de otra interpretación de nuestras actuales economías, que favorezcan una visión del capitalismo como fuerza creadora de riqueza basada en la división del trabajo y, por encima de todo, la satisfacción de las necesidades del otro.

Esta es, si no me equivoco, la visión de la Escuela Austríaca de Economía. Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con la escolástica? Es más, al juntar Salamanca y Austria, pueden chirriar los conceptos. La modernidad es la época de la libertad, pero la libertad es un concepto algo extraño a la mentalidad medieval. En realidad, como explica Alejandro Chafuen, la preocupación escolástica sigue la preocupación de los griegos y romanos cuando reflexionaban sobre sociedad y política. A saber, ¿qué es lo justo? Y, sigue Cecilia Font, “el propósito de sus obras [las de los escolásticos] estaba dirigido a guiar la toma de decisiones en los distintos ámbitos del actuar humano, ya que el hombre, en virtud de su libertad, se enfrenta continuamente a la tarea de decidir la conducta que debe adoptar en cada situación concreta. Para tomar esas decisiones de comportamiento y actuar de forma correcta, es decir justa, los doctores escolásticos consideraron que el hombre debía acudir a la ley natural y a la recta razón, de manera que la naturaleza se convierte en criterio de moralidad fundamental”.

Cuando Chafuen distingue entre ley natural analítica y normativa, más allá de si es una distinción discutible, nos indica una línea muy interesante para pensar el vínculo entre Salamanca y EA. ¿Qué forma parte de la ley natural normativa? ¿A qué estamos obligados para con el otro? Robert G. Kennedy ha resumido muy bien esto, y a su obrita The Good That Business Does remito. Ahora bien, que pueda buscarse un vínculo no debería llevarnos a pensar nada más allá de lo conceptual: la EA no es “mejor” porque tenga cosas en común con Salamanca, entre otras cosas porque, que haya principios o nociones comunes no significa que no haya relectura o reelaboración de los mismos. Apunto un ejemplo para notar que sí hay una cierta evolución en los conceptos: algo tan elemental y querido para los liberales como es el derecho a la propiedad pasó un proceso de autores a autores hasta que llegó a pensarse como perteneciente al derecho natural. En todo caso, lo genial de los escolásticos es que, aun contando con ciertos principios de ley natural, sabían y eran conscientes de que su aplicación requiere un juicio de prudencia, de atender al caso concreto.

Y aquí veo yo, en cierto sentido, una conexión muy profunda entre ambas escuelas que refleja, quizá, una relación a veces menospreciada entre las mentalidades medieval y moderna. A mediados del siglo XX, John Dewey dijo una vez que “nunca hemos sido modernos”. Con ello intuyó algo muy serio. Y es que, durante mucho tiempo, en filosofía se ha pensado que ser moderno es cuestionarse los límites del conocimiento y de la propia libertad. Ahora bien, según Dewey, no es o no debería ser eso lo más característico de la era moderna, sino más bien tomarse en serio a Bacon y aquello de que “conocimiento es poder”. Salvando muchas distancias, creo que intuyó (sin expresarlo así) algo que se puede detectar en no pocos pensadores modernos. A saber, que lo que mejor nos define es nuestra capacidad creadora (o semi-creadora, si somos estrictos), fundamentalmente en relación a nosotros mismos. Pues bien, ¿no es el juicio de prudencia, de alguna manera, creador de nuevas posibilidades no estrictamente definidas ni determinísticamente exigidas por los antecedentes?

Al final de su conferencia, Nozick se planteaba qué se podía hacer para rebajar o modificar la animadversión de los intelectuales al capitalismo. Pues no es fácil: como sociedades, queremos mantener un sistema educativo que reconoce la valía y el mérito de la gente (esto es, necesitamos el reconocimiento); pero, a la vez, decía, los sistemas escolares que premian el cultivo de las capacidades intelectuales y el talento “generan, involuntariamente, una animadversión contra el sistema social entre algunos de los intelectualmente más dotados”. O sea, pareciera que no hay salida: asumiendo que sean los intelectuales los encargados de pensar con rigor el capitalismo (y ponerlo en palabras), pareciera que no hay posibilidad de salir de la animadversión. La conclusión de Nozick, para muchos, podría parecer de un intolerable conformismo: “la tensión de la sociedad capitalista con sus intelectuales es… tener que vivir con ella”. Sin embargo, diría que nos enseña una importante lección de realismo, humildad y respeto por la libertad. Y ese realismo humilde —más habitual de lo que parece en muchos liberales—, esa aceptación de las cosas como son, al mismo tiempo que no excluye al afán por mejorarlas, conecta muy bien con la sensibilidad cristiana que afirma la bondad de lo creado. Podemos pensar con rigor el capitalismo, y conviene esforzarse por que estos planteamientos formen parte activa de la experiencia y transformen las mentalidades. ¿Se conseguirá algún día? Eso es, desde luego, algo imposible de planear.

Muchas gracias.