La disfuncionalidad del país es mucho más profunda que la desastrosa presidencia de Cristina Kirchner

Por Samuel Gregg

Fuente: The American Spectator
http://spectator.org/articles/62239/weeping-argentina
28 de abril de 2015

“Existen países que son ricos y países que son pobres. Y existen países pobres que se van enriqueciendo. Y después está la Argentina.”

Este dicho, atribuido al Premio Nobel de Literatura 2010, el peruano Mario Vargas Llosa, es posiblemente la descripción más penosa de lo que muchos consideran el libro de texto del siglo XX sobre decadencia económica. Pasados ya quince años del siglo XXI y ahora en campaña para las elecciones presidenciales de octubre, no existen señales de que la Argentina vaya a cambiar de rumbo en el corto plazo. Eso es, en parte, porque los problemas de la economía argentina, que parecen intratables, reflejan graves problemas de índole política y cultural que la mayoría de las élites del país –y la mayoría de los argentinos– tienen poco interés en resolver.

La primera cosa de la que me di cuenta durante mi reciente visita a la Argentina es de cuánto habían empeorado las cosas desde mi anterior estancia en el año 2010. El centro de Buenos Aires es una mezcla impresionante de estilos artísticos: Art Deco, barroco, parisino del siglo XIX y estilos coloniales mezclados con una sorprendente y acertada arquitectura moderna. Entre estas mismas calles, sin embargo, es difícil no observar el creciente número de mendigos, gente cuya vida ha sido destruida por el alcohol y las drogas, prostitutas y numerosos indigentes que viven en los portales y muchos de los elegantes parques de la ciudad. Además, en cuanto uno se aleja un poco del centro de la ciudad de Buenos Aires, se encuentra rápidamente con barriadas (“villas miseria”) en las que ni la policía se atreve a entrar.

Estos contrastes son comunes en la Argentina contemporánea. Otra discrepancia la constituye la inflación rampante y el declive general en los niveles de vida por un lado, y la interminable retórica de “igualdad y justicia social” que rige el discurso político, por el otro. La cruda realidad es que los doce años de las presidencias combinadas del último Néstor Kirchner y de su esposa Cristina Kirchner, con sus políticas económicas populistas de izquierdas –impulsadas con la excusa de promover la igualdad económica y la justicia social– han llevado a la Argentina a sumirse todavía más en el deterioro económico.

En el año 2013, el entonces presidente de Uruguay José “Pepe” Mújica –un antiguo guerrillero de izquierda para nada conservador– calificó negativamente a la aproximación del gobierno argentino a la economía como de “autarquista”. Estas políticas han incluido la nacionalización de grandes industrias, un mayor nivel de proteccionismo, medidas de sustitución de la importación, el aumento de la regulación y el establecimiento de medidas de control cambiario. Dependiendo de con quién uno hable en la Argentina, existen al menos cinco tipos de cambio, oficiales y “no oficiales”, del peso argentino. Como es de esperar, a nadie le interesa demasiado seguir el tipo de cambio fijado por el gobierno. La mayoría de la gente opta por el conocido “mercado azul o blue”. Cuando pregunté por qué se empleaba el término azul, se me contestó: “es un color más elegante que el negro”.

Además está presente el drama endémico de la corrupción que azota a la Argentina (y a gran parte de América Latina). Si se quiere entender por qué el Papa Francisco machaca la corrupción y su perversidad, se debe tener en cuenta este contexto económico básico, que es el que ha conocido. El Foro Económico Mundial, en su Reporte sobre Competitividad Global 2014-2015 ubicó a la Argentina en el puesto nº 139 (de un total de 144) en “ética y corrupción” y en el puesto nº 141 en el rubro “tráfico de influencias”. La corrupción está especialmente esparcida en el ámbito judicial y policial, por no mencionar el político, con la familia Kirchner siendo la cara más visible de los políticos acusados de malversación de fondos.

A un nivel más amplio, el FMI ha afirmado que el gobierno argentino ha estado falseando sus estadísticas de inflación y desarrollo durante años. Visto con perspectiva, el ampliamente difundido asesinato del fiscal Alberto Nisman encaja en el patrón propio de algo que, tarde o temprano, termina siendo característico de los regímenes populistas de izquierda: la criminalidad sistemática.

Estas son sólo algunas de las razones por las que la Argentina fue ubicada en el puesto nº 169 (sobre 178) en el Índice de Libertad Económica 2015 junto a países “ejemplares” en materia de buen funcionamiento económico como son los de los dos Congos, Zimbabue, Corea del Norte y Venezuela. Esto se traduce directamente en una pesada y onerosa carga de medidas regulatorias para los negocios locales. En el Índice 2015 del Banco Mundial sobre facilidad para hacer negocios (Doing Business), la Argentina se ubicó en el puesto nº 124 de 189, aún peor se ubica en el apartado facilidad de iniciar un negocio, donde ocupa el puesto nº 146 de 189. Naturalmente, son estas mismas condiciones las que a su vez desalientan la inversión extranjera.

Parte del guión populista de izquierda consiste en que cuando las cosas van inevitablemente mal se culpe al resto del mundo, especialmente a los extranjeros, de los problemas que se padecen. La lista de Kirchner de cabezas de turco incluye a los fondos de inversión, el FMI, los Estados Unidos y los peligrosos neoliberales. La presidenta Kirchner también ha intentado distraer la atención de los argentinos de su fracaso económico –como ya hiciera el general Galtieri en 1982– aumentando las tensiones con Inglaterra a raíz del caso Malvinas.

Esto, de hecho, señala un problema incluso más profundo en la política argentina: el rechazo a aceptar que los problemas de la Argentina son auto-infligidos. Nadie hizo que el electorado argentino votara a los Kirchner y los aupara al poder en tres ocasiones. Nadie fuera de la Argentina obligó a la diarquía Kirchner que adoptara medidas económicas populistas de izquierda. Nadie más allá de las fronteras ha forzado a los argentinos a abrazar la corrupción. Sobre el clientelismo rampante que ha infectado a la Argentina de arriba a abajo, exige dos grupos: aquellos que usan el poder gubernamental para ofrecer favores a cambio de votos, y aquellos que aceptan el patrocinio y después votan conforme lo pactado. Esto implica que millones de argentinos son cómplices en prácticas que han envenenado la economía del país.

Durante mi visita a la Argentina, me preguntaron varias veces qué es lo que necesita hacer el país. Frecuentemente, la pregunta venía precedida de algún comentario señalando que la Argentina necesita líderes fuertes para revertir la situación.

La verdad, sin embargo, es que la Argentina no necesita más de “grandes hombres”, ni de ningún caudillo populista. En lugar de ello, lo que la Argentina necesita son reformas fundamentales en sus instituciones políticas, jurídicas y económicas. Las instituciones argentinas están entre las más débiles del planeta, ubicándose en el puesto nº 137 de 144 en el informe del Foro Económico Mundial, antes mencionado.

Revertir esta tendencia resulta más fácil de decir que de hacer. La transformación institucional es dura, requiere paciencia y demanda mucho tiempo. En las democracias modernas, en las que los votantes tienen mala memoria y visión cortoplacista, esto constituye cada vez más un gran desafío. Esto también implica reconocer que la reducción de la pobreza, en el largo plazo, obedece más a instituciones estables que promuevan el crecimiento que a la redistribución de la riqueza. En un continente tan obsesionado con la igualdad económica como la mayoría de los países de Europa occidental, esto exigiría una auténtica revolución intelectual.

En el caso de la Argentina, estos cambios implican también hacer frente al hecho de que las dos figuras investidas con un aura pseudo-religiosa –Juan y Eva Perón– no solo contribuyeron significativamente a la larga decadencia del país, sino que también necesitan de una urgente desmitificación. Incluso hoy en día, uno puede ver cuadros prominentes y memoriales bien mantenidos dedicados a los Perón, distribuidos por las distintas localidades del país. ¿Qué mejor manera para la Argentina de poner distancia entre ella y el populismo que reconociendo el gran daño los Perón causaron –y que siguen haciendo los peronistas demagogos de la actualidad– al país?

La escala de fracaso del kirchnerismo, sin mencionar su chabacanería, ha creado quizá condiciones únicas para condenar este pasado. Pero la pregunta real es si los argentinos y sus líderes están realmente dispuestos a dar el salto mental y cultural necesario, mientras se acercan las elecciones del próximo octubre.

“Cualquiera sería mejor que Cristina”, me decían constantemente. Pero el problema de la Argentina es de tal magnitud que hace falta algo más que simplemente un “no Cristina”. Se requiere de un completo abandono de modos de pensar y de prácticas consolidadas por actitudes y criterios presentes casi de modo innato en la retrógrada cultura económica argentina.

En este sentido, me temo, siendo realista sobre la Argentina, que –parafraseando a un primer ministro israelí–, necesitaré fe en los milagros.

Nota: La traducción del artículo original Weeping for Argentina”, publicado por The American Spectator, el 31 de marzo de 2015 es de Mario Šilar del Instituto Acton /Centro Diego de Covarrubias para el Acton Institute.
El traductor agradece la colaboración de Pedro Aparicio López y Lorenzo Vigo del Rosso.