Cómo pensar la libertad económica más allá de la ideología político partidaria
Agosto de 2015
Por Mario Šilar
Nota aclaratoria:
El presente trabajo no es un estudio filosófico exhaustivo de la libertad sino un intento se sistematización del mejor ámbito o locus donde situar la libertad económica. Si bien no es un análisis filosófico de la libertad, de la adecuada ubicación conceptual de la libertad económica se siguen importantes consecuencias en la reflexión que los filósofos hagan de la libertad económica, al hilo del estudio de la filosofía política o moral.
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Así como la veritas rerum es un principio central del estudio del orden cosmológico y metafísico cristianos, el libre albedrío (liberum arbitrium) constituye una realidad central de la antropología cristiana. En efecto, el binomio verdad y libertad constituye el punto de apoyo central de la ética cristiana[1], concebida como saber científico práctico. Dotada de sólidas bases metafísicas, la libertad humana tiene un carácter bifronte que comporta una buena dosis de paradoja y de misterio; y que ha sido agudamente señalada por numerosos teólogos y filósofos[2]. En la posibilidad de dar una respuesta a la pregunta respecto de en qué medida lo que uno piensa que es bueno y justo es realmente bueno y justo se juega la comprensión de la moral como el despliegue de la verdad de la subjetividad[3], en donde el estudio de la ética de la virtud ocupa un rol central.
Es bien sabido que la libertad es un concepto polisémico. Un recurso corriente para clasificar los tipos de libertad suele consistir en identificar los distintos ámbitos en los que esta se despliega, así se suele hablar de libertad física (exterior), libertad psicológica (interior), libertad legal o política –aquí entrarían las típicas libertades civiles[4]–, y libertad moral. Dejando a un lado un análisis exhaustivo de la libertad y de los tipos de libertad, en lo que sigue me centraré en la noción de libertad económica.
Hace poco más de diez años, el 19 de enero de 2004 Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger se reunieron en una “Tarde de discusión” organizada por la Academia Católica de Baviera, en Münich. El tema del debate eran las “las bases morales prepolíticas del Estado liberal”. El eje de la discusión estaba centrado en torno a la delimitación del ámbito desde el cual se puede legitimar el estado liberal contemporáneo. En cierta medida el encuentro y las palabras de la presentación de Ratzinger tuvieron un carácter profético. En efecto, en los últimos diez años Occidente ha asistido a un proceso cada vez más claro de divorcio entre el reconocimiento de derechos por parte de los ordenamientos jurídicos y los principios clásicos de la ley natural. Los cambios en las legislaciones en los distintos países occidentales en áreas como el principio y el fin de la vida o la constitución de la familia constituyen los ejemplos más claros de una tendencia que va a ser difícil revertir. Más allá de la posición que uno adopte en estos delicados temas lo que resulta claro es que va a ser difícil recuperar algún tipo de consenso sobre la posibilidad de que la naturaleza humana constituye un criterio de dilucidación del auténtico bien humano en la vida social. Cabe imaginar escenarios futuros donde se legisle a favor de la poligamia, se reconozcan derechos personales a los animales mamíferos superiores y, tal vez, se ponga en tela de juicio la noción de minoría de edad para delimitar actos sexuales. Diez años después, y con un futuro en ciernes bastante preocupante, las palabras de Ratzinger siguen guardando rabiosa actualidad: “frente al derecho establecido, que puede no ser más que injusticia o falta de derecho, tiene que haber un derecho que se siga de la naturaleza, que se siga del ser mismo del hombre. Y éste es el derecho que hay que encontrar para que pueda servir de correctivo al derecho positivo”[5].
Pero no se trata de ceder a la tentación de visiones y pronósticos pesimistas. Incluso en los escenarios más inquietantes resulta posible extraer elementos que permiten superar antiguos errores y sirven para edificar bases más sólidas de cara a futuros horizontes: “donde abunda el peligro crece lo que salva”, afirmaba Hölderlin. A pesar de los elementos dramáticamente negativos –especialmente en el ámbito de la consideración jurídica de la familia– que implica la actual consolidación del divorcio entre ley humana y ley natural, anida en ello un punto no del todo negativo. Me refiero a la mayor conciencia que, fruto de esta dramática situación, están empezando a tener los cristianos respecto de que la santidad y el orden moral no se obtiene a golpe de leyes civiles: comunidad de vida cristiana no es sinónimo de sociedad articulada bajo leyes “cristianas” respetuosas de los dictados de la ley natural[6]. Sin duda, el encuentro de la cultura occidental con el cristianismo ha supuesto un enriquecimiento en la comprensión de la importancia que el marco jurídico –el Estado de derecho, hoy en día– representa para la vida social. Esta influencia se puede rastrear incluso en la actualidad. ¿Qué duda cabe que los principios jurídicos de la solidaridad, de la equidad, el cuidado que se debe a los más débiles y desfavorecidos, entre otros hunden sus raíces en la herencia de una antigua cosmovisión cristiana? Y esto convive con otra tendencia opuesta por la que, por ejemplo, la normativa jurídica de cada vez más países no considera la vida humana en el seno materno como un sujeto de derechos, y, eventualmente, como la parte más débil y necesitada de protección en caso de atentados contra la vida. En todo caso, en medio de este complejo y confuso escenario algo va quedando cada vez más claro para los cristianos: la defensa de la vida y la convicción y el juicio respecto de la inmoralidad intrínseca del aborto voluntario es una realidad allende el eventual marco jurídico positivo que pueda, eventualmente, legitimar prácticas consideradas perversas.
Me gustaría a continuación detenerme en un ejemplo que servirá de nexo para introducir lo que quiero defender y que podría describirse como una propuesta de defensa de unas “bases morales prepolíticas de la interacción económica” de los agentes que viven en sociedad, vinculadas al principio de la “libertad económica”. Diversos estudios históricos coinciden en mostrar que los criterios de unión y formación de una familia han variado a lo largo de la historia. Resulta claro que la forma y las funciones de la institución familiar ha sufrido notables cambios en el tiempo. Elementos como la importancia de la privacidad en la vida familiar, o la decisión personal de formar una unión conyugal basándose en el amor, que gozan hoy de amplia aceptación –y que creemos que son componentes cuasi-esenciales de una familia–, son características relativamente recientes de la familia. Durante muchos siglos las uniones matrimoniales eran en buena medida impulsadas por otros actores distintos de los cónyuges y fundándose en otros motivos, relativamente independientes del amor. Las uniones matrimoniales que hoy calificaríamos como “uniones por conveniencia” estaban muy extendidas. Del mismo modo, los distintos miembros que integraban los clanes tenían una injerencia mucho mayor en la formación y en la vida familiar. Al mismo tiempo, si bien el amor paterno-filial es algo en cierta medida constante en la historia de la humanidad, el apego y el involucramiento hacia los hijos ha cambiado notablemente a lo largo de los siglos; circunstancias como las condiciones laborales, la alta mortalidad infantil, y diversos factores socio-culturales incentivaban otros patrones de conducta, especialmente en los padres, que hoy nos resultarían extraños y ajenos[7]. En todo caso, es indudable que el hecho de que la unión matrimonial pueda ser decidida libremente por los contrayentes y ello fundado en el amor que estos se profesen es considerado un bien humano superior a la opción de que sean terceros los que decidan la unión matrimonial y lo hagan por motivos diversos del amor que se profesen entre los cónyuges. Y lo importante es que seguimos viendo como un elemento positivo el hecho de que la unión matrimonial sea libre y fundada en el amor a pesar de que sepamos que existe la posibilidad de fracaso matrimonial. En efecto, a veces se cometen errores de juicio respecto de que el sentimiento que se tenía era genuino amor, a veces las personas tienen experiencias vitales por las que afirman que “se ha muerto el amor”, otras parejas descubren que aunque uno de los cónyuges se casó “por amor” el otro conservó intereses ocultos; se podría continuar con un sinfín de matices que tendrían algo común: la convicción de que en esos casos la decisión personal y fundada en el amor o no fue realmente tal o, si lo fue, ya no inspira la decisión presente. Sin embargo, nadie en su sano juicio osaría proponer en la actualidad que, puesto que existen y se registran situaciones de fracaso matrimonial, debería existir una instancia gubernamental que estableciera –independientemente de la voluntad de los cónyuges– las uniones matrimoniales[8]. ¿Por qué una propuesta de este tipo no gozaría en la actualidad de ningún apoyo ni viso de razonabiildad? Creo que se debe a que, culturalmente, la sociedad tiene muy internalizado el valor de la libertad en el contexto de la decisión vital respecto de con quién se desea formar una familia. Y, más importante tal vez, este valor es percibido como un bien independientemente de que en una enorme cantidad de casos la decisión tomada se revele errónea y la unión fracase. Simplemente, la sociedad no concibe que sea preferible articular –sin respetar la voluntariedad de los agentes– modos de unión matrimonial que sean decididos por terceras personas.
Creo que las condiciones de la vida social se verían muy beneficiadas si se lograra que la opinión pública tuviera una percepción análoga respecto del bien que supone la “libertad económica”. En efecto, si se percibiera que la libertad económica es un bien social prepolítico se lograría tener un criterio de juicio, allende el discurso partidista-ideológico, para evaluar los acuerdos institucionales y las decisiones políticas en el ámbito de la vida económica que toman los actores políticos y que, frecuentemente pretenden legitimar bajo el aura de que son tomadas en función del interés general, el bien común o la protección de los más débiles, cuando muchas veces son medidas que realmente dañan el interés general, conculcan el bien común y castigan a los más débiles.
Lamentablemente, en la sociedad actual la opinión pública sigue siendo víctima de visiones ideológicas sesgadas por las que se identifica a la libertad económica como el caballo de batalla característico de un ala del arco político. Ello hace que se pierda de vista el carácter de bien moral absolutamente intrínseco que la libertad económica comporta para la vida social. En efecto, como consecuencia de ubicar a la libertad económica en el arco político-ideológico es frecuente escuchar discursos que no dudan en expresar su temor ante la libertad económica “si ella implica que los poderosos podrán abusar de los débiles”, o cosas por el estilo. Sin embargo, a nadie se le ocurriría esgrimir juicios similares en el ámbito de la libertad para contraer matrimonio y formar una familia. En efecto, una buena parte del arco político ha logrado fijar la idea de que la libertad económica es el mascarón de proa de una aproximación político-económica particular, la defendida por “los liberales”, los “neoliberales”, los “libertarios” y demás posiciones más o menos radicales. Por ello, es preciso resaltar este marco prepolítico de defensa de la “libertad económica” que permita deslindar la noción de libertad económica del discurso político-partidista[9].
¿Qué implicaría afirmar que la libertad económica pertenece a la esfera de lo prepolítico? Significa, en principio, que los ciudadanos en tanto agentes económicos están moralmente legitimados para tomar decisiones económicas, que poseen una lógica de la acción que es conceptualmente previa a lo que establezca el marco jurídico-normativo de una comunidad política concreta. Se debe destacar que afirmar que la libertad se ubica en el ámbito prepolítico no implica suscribir las tesis del individualismo y del atomismo social. En efecto, el orden de lo prepolítico no es un orden asocial sino social y moral. Lo prepolítico tampoco es un ámbito premoral, evidentemente, sino un ámbito social y moral anterior a la configuración del marco político comunitario. Desafortunadamente, la incomprensión respecto de un ámbito prepolítico que no por ello es asocial ni amoral sino todo lo contrario, es el marco social y moral que da sentido a la praxis política, ha sido la causa de muchas confusiones en la confrontación que algunos autores hicieron entre el pensamiento social cristiano y el liberalismo clásico, confiando a nuestro juicio demasiado, en la tarea del estado y del poder político como el ámbito catalizador de una genuina articulación de la vida social[10]. Es cierto que una parte importante de los pensadores liberales de los siglos XVIII y XIX suscribían una noción atomista e individualista del ser humano. Sin embargo, defender un ámbito de moralidad prepolítica, lejos de suponer una antropología atomista e individualista revestida de una idea de libertad desvinculada de todo marco de orden, ofrece las bases para defender una libertad guiada por un marco moral anterior al eventual artificio del marco político. Sirve, en todo caso, como criterio de juicio respecto del ars politica.
En sociedades extensas –como las sociedades comerciales ahora globalizadas[11]–, reafirmar el carácter prepolítico de la libertad económica adquiere una relevancia fundamental por cuanto estas sociedades se caracterizan, a diferencia de las sociedades de dimensiones reducidas de antaño, por la presencia de marcos relacionales en los que los seres humanos no tienen un conocimiento personal de los agentes con los que interactúan en sus relaciones de intercambio[12]. La supuesta “anonimización” de las relaciones humanas que este nuevo escenario habría generado ha sido objeto de amplio debate. Para muchos, el escenario actual ha supuesto la pérdida del sentido de comunidad, ya que las sociedades comerciales implican una tendencia anticomunitaria flagrante, además, la avaricia que caracteriza a las sociedades comerciales, unido al desarrollo tecnológico de estas sociedades esmerilan y destruyen los vínculos comunitarios clásicos[13]. Sin embargo, para otros, la tecnología ha permitido vías de interacción, comunicación, acceso a información y relación con otros seres humanos que hubieran sido impensables hace menos de 20 años[14]. Basta hablar con cualquier familia que su hijo tenga una enfermedad consignada como “rara” para comprender en qué medida las nuevas tecnología han permitido a muchos seres humanos acceder a información que hubiera sido virtualmente inaccesible hace menos de 20 años –con las implicancias para la mejora de la calidad de vida que el acceso a esa información ha supuesto.
Todo este nuevo escenario presenta un nuevo desafío vinculado al marco cognoscitivo. En efecto, en sociedades extensas y complejas como las actuales resulta sencillamente imposible que un planificador central logre aglutinar el riquísimo y sutil volumen de conocimiento que se halla disperso entre los distintos agentes interrelacionados –aunque no se conozcan entre personalmente entre ellos– en estos marcos socio-cooperativos. Esto supone un renovado modo de entender la praxis política y la aplicación del principio de subsidiariedad asumiendo que la importancia de la libertad de los agentes personales adquiere una renovado sentido en escenarios en los que la complejidad cognoscitiva hace virtualmente imposible que los agentes gubernamentales puedan formalizar el volumen de conocimiento que es transmitido entre los ciudadanos.
Finalmente, una mejor comprensión de la realidad prepolítica de la libertad económica permitiría desarticular una idea muy extendida: la convicción de que “es necesario” que el poder político controle la acción de mercado. Evidentemente nadie niega la importancia del Estado de derecho, la igualdad e imparcialidad ante la ley, y el control del cumplimiento de los contratos. Si por ello se entiende una subordinación del mercado a la política, o un control de la política respecto de los mercados, no tenemos objeciones. Sin embargo, lamentablemente, muchas veces se esgrime bajo la idea de la necesidad de un control político y una subordinación de la lógica de los mercados al poder político, medidas auténticamente liberticidas y tentatorias de la libertad económica. Desafortunadamente, fruto de la amplia influencia que ha ejercido entre los sociólogos en general y entre los scholars cristianos en particular, una interpretación discutible de la tesis de Karl Polanyi –presente en su obra La gran transformación (1944)[15]–, respecto de la necesidad de que el mercado esté “embebido” (embeddedness) o subordinado bajo otra instancia –antes lo estuvo bajo la familia y la religión y en la actualidad debería estarlo bajo el poder político–, defender la libertad económica como una realidad prepolítica sería algo bastante contraintuitivo. Conviene precisar que afirmar la realidad prepolítica de la libertad económica no implica negar el carácter social de la libertad económica ni negar la importancia del marco institucional y cultural en el ejercicio de la libertad económica[16]. Simplemente se trata de reafirmar que la sociedad civil (el ámbito de interacciones libres y voluntarias) es genéticamente anterior y conceptualmente más amplia que el ámbito de la comunidad político-estatal (ámbito de interacciones en el que confluye libertad y coerción).
[1] Dicho esto sabiendo que la conciencia actual del hombre contemporáneo suele concebir a la libertad como el bien supremo por excelencia, al que se deben subordinar todos los demás bienes, mientras que suele manifestar severas reservas ante el concepto de verdad. El cardenal J. Ratzinger señaló acertadamente esta actitud del hombre contemporáneo. Frente a ello, afirmó que: “la libertad humana es una libertad dentro de la coexistencia de las libertades; tan solo así es un libertad verdadera, a saber, se ajusta a la verdadera realidad del hombre”. Ratzinger, Joseph, “La libertad y la verdad”, en Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Salamanca, Sígueme, p. 218.
[2] A modo de ejemplo, se pueden citar las palabras de A. Caturelli: “Movimiento necesario hacia el Bien perfecto, indeterminación activa respecto de los bienes finitos; movimiento necesario hacia la eternidad, indiferencia activa en el tiempo; pero, en cada opción ejercida en el momento presente, implícito querer respecto del Bien indefectible”. Caturelli, Alberto, La libertad, Buenos Aires, Centro de Estudios Filosóficos, 1997, p. 26.
[3] Para una explicación del significado de la verdad de la subjetividad, véanse, Rhonheimer, Martin, “Practical Reason and the Truth of Subjectivity: The Self-Experience of the Moral Subject at the Roots of Metaphysics and Anthropology”, en Murphy Jr., William F. (ed.), The Perspective of the Acton Person. Essays in the Renewal of Thomistic Moral Philosophy, Washington D.C., The Catholic University of America Press, pp. 250-282; y Rhonheimer, Martin, “The Cognitive Structure of the Natural Law and the Truth of Subjectivity”, en The Thomist, nº 67, vol. 1, 2003, pp. 1-44.
[4] Por ejemplo, la libertad de movimiento, de expresión, de opinión, de culto, de asociación, de manifestación, de prensa, libertad académica, económica, etc.
[5] Ratzinger, Joseph, “Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal”, Enero de 2004, http://laicos.antropo.es/documentario/894T-Habermas-Ratzinger.htm.
[6] Soy consciente que la Doctrina de la Ley Natural, en teoría, no requiere la aceptación del dato revelado para sostener su razonabilidad. No obstante, creo que esta distinción, hace ya tiempo, ha desaparecido de la retórica del debate y se ha impuesto la idea de que la Ley Natural es algo próximo a la cosmovisión cristiana; y defendida casi exclusivamente –como ya afirmara Leo Strauss hace más de cuarenta años– por scholars cercanos al cristianismo: “Natural law, which was for many centuries the basis of the predominant Western political thought, is rejected in our time by almost all students of society who are not Roman Catholics”. Strauss, Leo. “On Natural Law.” En The International Encyclopedia of the Social Sciences, ed. David L. Sills, New York, Collier & Macmillan, vol. II, pp. 80-85. Véase también, Zanotti, Gabriel, “Algunas reflexiones sobre la comunicación de la ley natural”, Ponencia presentada en el Simposio sobre la Ley Natural, UCA, 13 y 14 de octubre de 2006. Accesible en: https://eseade.wordpress.com/2014/07/20/algunas-reflexiones-sobre-la-comunicacion-de-la-ley-natural/, y del mismo autor, Ley Natural, Cristianismo y Razón Pública, Buenos Aires, Ediciones Cooperativas, Biblioteca Instituto Acton nº 6, 2012.
[7] Cfr. Horwitz, Steven, “Is the Family a Spontaneous Order?”, en Studies in Emergent Orders, vol. 1, 2008, pp. 163-185.
[8] De hecho, el nazismo hizo algo por el estilo al pautar las condiciones “raciales” de los contrayentes. Véanse, Pina, Lisa, Nazi Family Policy 1933-1945, London, Bloomsbury Academic, 1999; Mouton, Michelle, From Nurturing the Nation to Purifying the Volk, Cambridge, Cambridge University Press, 2007; Koonz, Claudia, Mothers in the Fatherland. Women, the Family and Nazi Politics, London – New York, Routledge, 2013.
[9] En este sentido, estudios como el de la Heritage Foundation (http://www.heritage.org/index/) sobre el índice de libertad económica y su relación con el desarrollo de los países tienen una gran importancia en la tarea de difundir la idea de que la libertad económica no debe ser un bien defendido por un sector del espectro político ideológico. No obstante, no se debe perder de vista el marco normativo (no consecuencialista o utilitarista) de defensa de la libertad económica. En efecto, la libertad económica seguiría siendo un bien moral (así como lo es la libertad para formar una familia), y ello con relativa independencia del marco moral de los agentes que interactuaran y que hiciera, eventualmente, mal uso del derecho a la libertad económica.
[10] Sin duda es de desear que el Estado sea un catalizador de la vida social pero es preciso guardar distancia crítica respecto de la acción de los actores políticos y del poder gubernamental, a fin de conservar un criterio de juicio de su acción. En este sentido, el pensamiento social se enriquecería enormemente de un mayor diálogo con la escuela de la elección pública en sus distintas líneas (Virginia, Rochester, Bloomington Buchanan, Ostrom, etc.) Nótese el ensayo de Messner “El Humanismo Liberal”, en Messner, Johannes, La cuestión social, Madrid, Rialp, 1960. Messner ofrece un juicio sobre la libertad que suscribimos plenamente: “La libertad es, sin duda alguna, el supremo bien del orden natural, y es propia exclusivamente del ser racional: por ella el hombre es señor de sí mismo y de sus acciones y, por tanto, responsable a la vez que posee en su virtud la condición de persona. Pero la voluntad necesita la guía de una “regla práctica que señale lo que se ha de hacer y lo que se debe evitar” (León XIII, Libertas). Dicha regla la encuentra el hombre en orden moral impreso en su naturaleza” (p. 46). Luego ofrece un juicio sobre el individualismo asocial con el que también coincidimos: “El individualismo exagera y deforma un estado de cosas al exaltar el valor de la personalidad individual en función de la ilimitación de su exigencia de libertad. Pues en cuanto persona, posee el individuo realmente un valor propio y unos derechos primarios de libertad. (…) La idea de la libertad, con la cual el individualismo revolucionó el orden social y cultural, no fue otra cosa que una mera consigna de lucha emitida por un cómodo afán liberal de superación de trabas y de satisfacción de intereses egoístas” (p. 42 y 46). Finalmente, Messner muestra cómo la praxis política puede terminar atentando contra el verdadero bien humano: “La política social guiada por esta idea de la libertad no se limitó a asegurar al hombre sus derechos de libertad, sino que quiso imponerle una libertad en contradicción con sus más esenciales derechos de libertad” (p. 46). Nuestra propuesta intentaría complementar las aproximaciones similares a la de Messner aquí presentada. Messner conecta el individualismo liberal atomista como causa del desorden que observa en manifestaciones políticas contemporáneas pero no desarrolla el marco de agencia prepolítica –donde puede comparecer un ejercicio de la libertad ordenado según el marco moral natural– como criterio de juicio para juzgar la praxis política. Se ha seguido la versión del texto de Messner incluida en Azuela Guitron, Mariano, Derecho, Sociedad y Estado, México, Universidad Iberoamericana, 1995, pp. 41-54.
[11] Para un análisis de los desafíos que presentan las sociedades comerciales desde la perspectiva del pensamiento cristiano, véase Samuel Gregg, Un análisis moral y económico de la Economía de Mercado, Buenos Aires, Ediciones Cooperativas, Biblioteca Instituto Acton nº 11, 2015.
[12] Un análisis de la cooperación humana en contextos globales en Buchan, Nancy R. – Grimalda, Gianluca, et. al., “Globalization and Human Cooperation”, en Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, vol. 106, nº 11, pp. 4138-4142. Véase también Laham, Simon M., “Expanding the moral circle: inclusion and exclusion mindsets and the circle of moral regard” en Journal of Experimental Social Psychology, nº 45, 2009, pp. 250-253.
[13] Un ejemplo muy conocido de esta tesis lo podemos encontrar en la famosa obra de Putnam, Robert D., Bowling Alone. The Collapse and Revival of American Community, Simon & Schuster, New York, 2000.
[14] Una crítica a la tesis de que los mercados erosionan las relaciones sociales en Smith, Daniel J., “A Framework for the Intimate and the Extended Orders”, en Studies in Emergent Orders, vol. 7, 2014, pp. 239-257.
[15] Una exposición crítica de la tesis de Karl Polanyi excede los límites de este trabajo. Una breve referencia al tema en McCloskey, Deirdre N., “Polanyi was Right, and Wrong”, en Eastern Economic Journal, vol. 23, nº 4, 1997, pp. 483-487.
[16] Un ejemplo de la importancia del marco moral y cultural en la defensa de la economía de libre mercado se encuentra en Sirico, Robert A., Defending the Free Market. The Moral Case for a Free Economy, Washington, DC, Regnery, 2012.
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