20 de diciembre de 2015

Por Lina Sara Szwarc

¿Qué es lo que cambia a partir del resultado de estas elecciones en Argentina? O mejor dicho, ¿Qué es lo que muchos esperamos que cambie? Básicamente, además del modelo económico e incluso antes, lo que se espera que cambie es el modelo político, y éste se basa a su vez en una forma específica de entender la política por parte del kirchnerismo, que el gobierno entrante se encargó de rebatir durante su campaña.

El kirchnerismo, a través de la recuperación que hizo Laclau de Carl Schmitt, entendió a la política como aquello donde prima la lógica del amigo y el enemigo. Así como en la estética la díada esencial viene dada por lo bello y lo feo, y en la moral por lo bueno y lo malo, la distinción política esencial no reducible a ninguna otra distinción, y por ello estrictamente política, era para Schmitt la distinción del amigo-enemigo.

La grieta de la que tanto se hablaba no fue otra cosa más que la consecuencia de haber comenzado a pensar de ese modo los asuntos de gobierno. Ese enemigo, es para Schmitt y para el populismo latinoamericano que lo retoma, un enemigo tanto externo como  interno. En el caso del discurso kirchnerista, el relato combinó a Schmitt con la tradición de pensamiento marxista que traduce el conflicto entre empresarios y trabajadores. El enemigo interno, el “cipayo”, el “vendepatria”, el “corporativista”, era el socio vernáculo del enemigo externo, el “imperio”, el “norte”, las “multinacionales”, los “buitres”.

El liberalismo, por el contrario, históricamente entendió a la política de otro modo, y el mismo Schmitt lo explica: “Así el concepto político de la lucha se transforma en el pensamiento liberal, por el lado económico, en competencia, y por el otro, el lado «espiritual», en discusión. (…) La voluntad lógica y natural de rechazar al enemigo, dada dentro de la situación de lucha, se convierte en la construcción racional de un ideal o programa social, en una tendencia o un cálculo económico.”

El PRO y algunos otros representantes de la oposición como es el caso de Massa, se encargaron de centrar el discurso de sus campañas proponiendo un concepto más parecido a la idea liberal de la política, basado en la “gestión” más que en la ideología, en el acuerdo más que en el antagonismo, en la racionalidad más que en la filiación e identidad política.

¿Quién puede negar que la política expresa un espacio de diferenciación? Lo que no estamos en condiciones de afirmar es que entre las diferencias sólo pueda darse una salida conflictiva. Del mismo modo tampoco podemos afirmar que ser diferente signifique ser enemigo. Con el enemigo el único intercambio posible es el de la negación y la guerra, con el diferente en cambio existe tanto la posibilidad de entrar en guerra como de negociar.

Schmitt acusa al proceso histórico que denomina de “neutralización cultural” que culminaría con la exaltación de la técnica y la ciencia, de no asumir a la política como antagonismo radical. Comenta: “La esfera de la técnica parecía ser una esfera de paz, entendimiento y reconciliación. La relación, de otro modo inexplicable, entre los credos pacifista y tecnicista se explica desde esta orientación hacia la neutralización por la que optó el espíritu europeo en el siglo XVII y a la que se atuvo como a su propio destino hasta entrado el siglo XX.”

También es cierto que la neutralidad no es posible siquiera para la ciencia en la que interviene siempre la perspectiva humana, ni tampoco sería deseable una práctica política en la que el sólo criterio de eficiencia manejara nuestro destino, dado que aquel nunca estará despojado de valores. Aún la práctica política más ascéptica y pretendidamente neutral es atravesada y guiada por valores acerca del tipo de sociedad que se quiere, pero pensar que la política se reduce sólo a eso sería despolitizarla. Al fin y al cabo, cierto criterio de eficiencia válido para toda empresa y actividad humana le es propio.

Quizás la política responda tanto a un criterio de verdad como a un criterio de eficiencia, tal como lo pensara Rawls, para quien era posible alcanzar el consenso ya que las confrontaciones políticas serían de naturaleza mixta, y no dependerían exclusivamente de convicciones morales de fe personal acerca de la justicia sino de criterios de razonabilidad plausibles de ser compartidos. Cuando Rawls habla de lo «Razonable» se refiere a personas libres e iguales dispuestas a entenderse y a reconocer pruebas de argumentación asumiendo sus consecuencias.

Si tratamos de pensar a la política como lo hace Rawls, como un constructivismo en el que los valores están presentes pero también la posibilidad de conciliar y reconocer argumentos razonables contrastables con la realidad, la política deja de pensarse como un espacio de irreconciliabilidad y de antinomia, en la que la única posibilidad de avanzar es aplastando al otro.

Cuando en Argentina, en plena campaña electoral se decía desde la oposición que las cloacas no tienen ideología, se estaba apelando a una racionalidad a-ideológica pero no por eso a-política. Si entendemos a la política no como antagonismo sino como un espacio público de resolución de problemas concretos que afectan al bienestar y al modo de vida de los ciudadanos, entonces el antagonismo infructuoso y sobre-ideologizado que busca identificar enemigos como chivos expiatorios de modo que desvíen la atención de la cloaca que falta y el problema irresuelto, podrá ser muy político pero bastante degradado.

Si la política no promueve el progreso general y sólo alienta el conflicto y las miserias humanas, de poco servirá que sea fiel a algún tipo de esencia schmittiana. Y si a pesar de nuestros anhelos efectivamente el conflicto fuera lo único posible en la política, entonces en ese caso cabría desidealizarla y buscar caminos alternativos de gestión y resolución de problemas colectivos, reciban el nombre que reciban.