1 de marzo de 2016
Por Gustavo Irrazábal
Fuente: Revista Criterio

Hace unos años, cierto feligrés me solicitó insólitamente que rezara una misa por el alma de Osama Bin Laden. Me negué cortésmente, no porque pensara que algún ser humano deba ser excluido de la intercesión de la Iglesia, sino porque una misa pública por esa intención no hubiera respondido a ninguna necesidad pastoral real de mi comunidad y, por el contrario, hubiera sido motivo de escándalo y división.

Por el mismo motivo, adhiero a la actitud de sacerdotes que rechazaron mencionar públicamente en la misa dominical la intención por cierto miembro de la última dictadura militar. Sin perjuicio de mis profundas diferencias con el pensamiento y actuación de la persona en cuestión, no hubiera tenido ninguna dificultad de reservar dicha intención “in pectore” al celebrar la eucaristía. Tampoco me hubiera opuesto, de concurrir verdaderas razones pastorales, a celebrar una misa para su familia y amigos, en la medida en que quedara claro que se trata de rezar por su alma y no de reivindicar sus eventuales crímenes.

Es cierto que a primera vista estos ejemplos parecerían contradecir el Evangelio, que nos cuenta cómo Jesús, a la vista de todos, se acercaba a los pecadores, aunque ello suscitara el escándalo de los fariseos y los doctores de la ley. Pero el escándalo de éstos no se debía a que pensaran que Jesús estaba avalando la vida pasada de esas personas. No estaba en discusión qué es pecado y qué no lo es. Lo que los escandalizaba era que Jesús, aun reconociendo a los pecadores como tales, los perdonara en nombre de Dios.

Ninguna referencia antojadiza al ejemplo de Jesús puede llevar entonces a soslayar un criterio evangélico elemental: todo acto pastoral debe ceñirse a consideraciones de prudencia. En el caso del rosario regalado por el Papa Francisco a Milagro Sala, dicho gesto no es cuestionable en sí mismo, porque cobra sentido en el contexto de una relación personal que no conocemos. Pero pudo haberse realizado en la más estricta reserva, para evitar interpretaciones equivocadas y no exacerbar el peligroso enfrentamiento social que su situación ha provocado. La perplejidad que la noticia despertó en muchos fieles (que no son necesariamente “chauvinistas”, racistas ni farisaicos) es perfectamente comprensible. No se trata de cualquier “preso”. No se trata de cualquier momento. Y es imposible pensar que esto escapara a la consideración del Papa.

El temor de que la pastoral y la política se mezclen se explica, en última instancia, por el hecho de que ni el Papa ni sus varios voceros oficiosos tuvieron a bien expresar con claridad aquello que -dada la historia reciente de nuestro país- tenemos la necesidad y el derecho de oír también de la boca de los pastores de la Iglesia, y que hubiera preservado al gesto en cuestión de toda mala interpretación, a saber, que en un verdadero Estado de Derecho, ni siquiera los “luchadores sociales” están eximidos de las generales de la Ley.