El pensamiento cristiano podría enriquecerse con una mejor comprensión de la racionalidad económica

16 de marzo de 2016
Por Mario Šilar (msilar@institutoacton.com.ar)
Fuente: El País (España)

El año 2015 fue testigo de algo tan estremecedor como ignorado. Por primera vez en la historia la pobreza extrema a nivel global —seres humanos que viven con 1,90 dólares, o menos, al día— se ubicó por debajo del 10% de la población del planeta, según el Banco Mundial. Esto supuso que 200 millones de personas salieran de la pobreza extrema desde el año 2012.

A pesar de los conflictos bélicos y los distintos problemas socioeconómicos que enfrentan muchas regiones del globo, una y otra vez las estadísticas respecto de mortalidad infantil, esperanza de vida, precios de productos básicos, atención sanitaria, acceso a bienes y servicios básicos como el agua potable, etcétera; muestran a escala global una progresiva mejora. Por supuesto que queda mucho trabajo por hacer y que la miseria es un drama que debe ser erradicado. Pero ello no nos debe hacer menospreciar los logros alcanzados o apelar a discursos populistas donde con excesiva simpleza se diriman todos los problemas señalando que hay “buenos” (nosotros) y “malos” (ellos). El mundo es un lugar complejo y las cosas son mucho más complicadas de lo que solemos advertir.

Debido en buena medida a la amplia difusión de estos discursos a veces simplistas es que la opinión pública sigue cautiva de una percepción algo pesimista y bastante errada de la situación. Se suele creer, por ejemplo, que la pobreza sigue creciendo, que el nivel de vida global es bastante similar al que existía hace 50 años, que la esperanza de vida solo mejora en las regiones más desarrolladas del globo, que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, que la pobreza de unos se debe a la riqueza de otros… y una larga retahíla de mantras similares, muy extendidos en medios de comunicación e incluso en buena parte del discurso religioso.

La relación entre el pensamiento cristiano y las instituciones de libre mercado y los gobiernos limitados no ha sido fácil. Si bien a lo largo de la historia algunas instituciones vinculadas a la cultura cristiana fueron disparadoras de innovación y desarrollo socio-cultural —cabe recordar las novedosas técnicas agropecuarias, de mejora en alimentos y cuidado cultural llevadas a cabo en los monasterios benedictinos, o el desarrollo de centros de formación y universidades impulsado al albur de las orden dominica durante la Alta Edad Media, o los diversos centros de atención a enfermos y necesitados, impulsados por innumerables órdenes religiosas—, no es menos cierto que lo esencial del mensaje cristiano no apunta simplemente a mejorar las condiciones de vida y acaparar riqueza.

Esta tensión entre el plano material y el espiritual ha ido madurando a lo largo del Siglo XX bajo la noción de “desarrollo humano integral”. Sin embargo, frecuentemente, se sigue mirando con actitud de sospecha a una de las instituciones humanas más eficaces que el hombre ha generado para canalizar la mejora de las condiciones de vida: los mercados.

Para disipar en parte esas sospechas, una economía de mercado con instituciones sólidas y en un marco de solidaridad ciudadana y de confianza cívica, podría resultar fortalecida del aporte que puede ofrecer la cultura cristiana, particularmente respecto de la dignidad de cada ser humano, una fuente potencialmente creativa y transformadora de la vida social. Al mismo tiempo, el pensamiento cristiano podría resultar enriquecido de una mejor comprensión de la racionalidad económica y de los procesos de mercado. En efecto, el mundo es un lugar complejo; generar escenarios en los que se potencie la creatividad y la innovación no es una tarea fácil ya que requiere un marco institucional robusto y unas bases morales sólidas. De un diálogo más fecundo entre el pensamiento cristiano y la cultura emprendedora se podrían generar escenarios de mayor dinamismo y creatividad en la sociedad civil. De este modo, se haría realmente presente una economía de mercado con rostro humano. Todos deberíamos resultar favorecidos de este encuentro.