Por Gabriel Zanotti
del libro “El humanismo del futuro”. El texto corresponde a 1989 y las citas con una (*) corresponden a la reedición del 2004
- La guerra*44
Entramos ahora en otra cuestión que es clave en nuestro humanismo “del futuro”. Se trata de uno de los horrores más viejos de la humanidad: la guerra.
Moralmente, el derecho a la legítima defensa es lo único que justifica la guerra, que por lo tanto sólo puede ser justa si es defensiva. La guerra, pues, siempre implica que hubo una grave injusticia por parte del que ataca.
Pero, así como la legítima defensa que utiliza violencia es siempre, absolutamente, el último recurso, de ese modo también la guerra debe ser siempre el último recurso de defensa, cuando todos los demás han fallado y se está seguro de que la no defensa armada acarrearía un mal mayor. Porque aun cuando todos los demás recursos hayan fallado, si la defensa armada implica un mal mayor que la injusticia que se trata de reparar, entonces tampoco estará justificada en ese caso la guerra, aunque sea defensiva.
Esta última aclaración es muy importante en las circunstancias actuales, donde cualquier conflicto puede desatar la guerra atómica, obviamente autodestructiva para todo el planeta. Por ello, hoy en día, más que nunca, las guerras ofensivas son máximamente inmorales, no sólo por su intrínseca injusticia sino por su imprudencia manifiesta. A su vez, hoy en día, más que nunca, los reclamos territoriales, especialmente aquellos que provienen de mucho tiempo atrás, no admiten jamás el recurso de la guerra; y quienes crean que un pedazo de territorio secularmente disputado es más valioso que una sola vida humana, manifiestan un evidente desorden valorativo. Es urgente, por tanto, que mundialmente los estados se comprometan a dirimir sus conflictos territoriales mediante el sometimiento del caso a la decisión inapelable de un organismo internacional, que elija a un mediador con autoridad moral para ambas partes, y se deberían instrumentar los mecanismos necesarios para que quedara totalmente aislado de la comunidad internacional el estado que no respete el compromiso asumido y/o tomara la iniciativa de tomar por las armas a un territorio en disputa*45.
Nada hay más criminal, más atentatorio contra el derecho a la vida, que las guerras ofensivas, que conquistan por la fuerza territorios habitados. Antaño, esa era una de las causas más frecuentes de la guerra, en nombre de un imperialismo que hoy, aunque se practique, se oculta por vergüenza. El colonialismo tampoco tiene ningún tipo de justificación moral: ningún grupo de personas, por más “primitivas” que las juzguemos, puede ser obligada coactivamente, por la fuerza, a pertenecer a otro estado; el progreso cultural de los pueblos es por definición libre y no mediante las armas. Pero, actualmente, son las ideologías totalitarias las que han promovido y promueven este tipo de crímenes colectivos. Hoy en día son las ideologías totalitarias las que han activado esta bomba de tiempo sobre la que estamos sentados. Han sido y siguen siendo los nacionalismos xenófobos los que siguen provocando conflictos territoriales; fueron el nazismo, el fascismo y el comunismo los causantes de la Segunda Guerra Mundial, y es el marxismo la ideología que ha causado el armamentismo atómico y financia y sostiene a los diversos terrorismos que causan estragos en diversas naciones*46. Pero el marxismo no sólo promueve la guerra por el carácter ideológicamente expansivo e internacionalista de su “dictadura del proletariado” también fomenta las guerras a través de la teoría de la dependencia, que hace que los pueblos se vean mutuamente como enemigos en su progreso económico*47. Hemos visto la falsedad total de esa concepción; hemos visto también las ventajas para la paz de la expansión de la libre iniciativa privada por todo el planeta; pero no porque pensemos, como los marxistas, que las estructuras transforman el corazón humano, sino por la muy sencilla evidencia de que los intereses comerciales recíprocos necesitan relaciones pacíficas. Ni los ciudadanos ni los Estados de EE.UU. ni los de Rusia tendrían el más mínimo interés en una guerra si sus ciudadanos estuvieran unidos por negocios comunes bajo un sistema de libre cambio y propiedad privada*48. No sería, en ese caso, el mutuo miedo a las bombas atómicas lo que mantendría la “paz”, sino el mutuo interés en sus relaciones comerciales lo que haría sencillamente inútil y poco rentable cualquier armamento, lo cual sí mantendría la “PAZ”, esta vez con mayúsculas.
Pero lo anterior no basta. La conciencia y la inteligencia humana deben desactivarse de ideologías, como único medio para desactivar el permanente peligro de la guerra. La desactivación de las armas pasa por la desactivación de las mentes, y esto pasa, a su vez, por “desactivar” mentalmente a las ideologías totalitarias. Esto es, a largo plazo, el único modo para lograr el desarme: la prédica del respeto a los derechos del hombre, y el convencimiento de ello por parte de quienes hoy gobiernan las naciones que han caído en el totalitarismo, que es violento por definición.
Lamentablemente, no puede descartarse, hoy por hoy, el legítimo derecho a la defensa a los pueblos que no quieran ser víctimas del totalitarismo, si están presentes las condiciones para la aplicación del último recurso. Tampoco se puede negar su derecho a mostrar que están preparados para la defensa*49. Aún así, es totalmente falsa la teoría de quienes dicen que en la guerra todo está permitido. En primer lugar, la destrucción de poblaciones civiles, como objetivo directo para obtener una ventaja militar o victoria, parcial o final, ha sido, es y será siempre absolutamente inmoral. El fin no justifica los medios, y debemos aplicar este principio tan firmemente como antes lo aplicamos para oponernos a cuestiones como el aborto. No importa que por medio de esa destrucción se termine la guerra; el derecho a la vida de inocentes y civiles es inalienable. En segundo lugar, armas químicas y bacteorológicas, de imprevisibles consecuencias futuras, son también intrínsecamente perversas. En tercer lugar, el ordenamiento constitucional debe prever los mecanismos para preservar los derechos de los civiles en situación de guerra. La matanza de prisioneros y/o agresiones hacia los mismos es, por supuesto, otro crimen, y, desde luego, la tortura es también absolutamente inmoral, sea cual fuere la información que se busque. Todas estas cuestiones son verdaderas pruebas cruciales para ver si el respeto al derecho a la vida es algo fácilmente declamado en situaciones tranquilas o verdaderamente practicado en situaciones menos sencillas. Lo anterior debe ser tenido en cuenta, también, en situaciones de guerras internas producidas por el terrorismo, que es una nueva forma de guerra ofensiva. Los estrategas deben dilucidar cuáles son las mejores técnicas militares para defenderse del terrorismo subversivo, pero nada de lo que digan podrá eliminar principios morales inmutables*50.
Nos preocupa que habitualmente todas las cuestiones anteriores se declamen mientras la situación sea tranquila o se las considere valiosas sólo como adorno de discursos pomposos, mientras en realidad muy pocos están dispuestos a no transigir estos principios cuando llega el momento de tener que aplicarlos. La tortura es uno de los mejores ejemplos. Supongamos que hay una bomba en un estadio de fútbol lleno de personas; supongamos que se encuentra a quien la puso. ¿Está justificada la tortura en ese caso, si el delincuente no quiere decir donde la puso y faltan pocos minutos para el estallido? Nuestra respuesta será terminante: no. Y “no”, sencillamente porque el fin no justifica los medios. Hay cuestiones que son muy graves, que no admiten excepciones, so pena de viciar de nulidad el principio que se sostiene.
¿Cuál es el futuro de las guerras? Algunos dicen que un mundo sin guerras es imposible y utópico. Pablo VI opinaba lo contrario, y estamos de acuerdo con él. La paz mundial es perfectamente posible. En realidad, la verdad es que dado el efecto de autodestrucción total que una guerra mundial puede hoy provocar, lo utópico es pensar que el mundo puede seguir indefinidamente sentado sobre la bomba de tiempo que las ideologías totalitarias han construido. O sea que lo utópico es pensar que el mundo puede seguir “conviviendo” con las guerras. Por supuesto, en la medida que se difundan las religiones que ponen al hombre en contacto sobrenatural con Dios, el fanatismo, el odio y la violencia irán disminuyendo*51; pero también debemos preguntarnos si no es posible la organización mundial de un sistema que frene las guerras; que las haga inútiles, poco rentables, poco atractivas. Como ya hemos sugerido, ese sistema existe: respétese universalmente su derecho a la libre iniciativa y al libre comercio; elimínense las fronteras comerciales y culturales, y las guerras y conflictos internacionales disminuirán sensiblemente. Lamentablemente nunca la humanidad podrá evitar a los asesinos y enfermos mentales que promueven la violencia, pero lo importante es que el sistema político y comercial no los promueva. Con el sistema que proponemos, muchos de los hoy llamados “jefes de estado”, no podrían ser jefes más que de la real banda de delincuentes asesinos que hoy comandan, y como tales aparecerían ante la opinión pública mundial.
En este sentido, pensamos que tal vez se ha puesto el carro antes que los caballos, en cuanto a la creación de organismos internacionales que reúnan a los diversos estados del planeta. Muy noble y loable su creación, pero muy inútil cuando los totalitarismos, nacionalismo xenófobos y fanatismos religiosos intolerantes formen parte de esos organismos, para promover en ellos lo único que saben producir: la guerra, ya en nombre del partido, la clase trabajadora, la patria o, impíamente, en nombre de Dios. Muy inútiles mientras que esos organismos se conviertan en centros mundiales de difusión ideológica marxista en temas como medios de comunicación, salud, educación, etc. Nada de ello conducirá a la paz; al contrario, tenemos todavía mucho camino por recorrer para desactivar mentalmente ese tipo de ideologías. Cuando eso se logre, y la humanidad, progresivamente, se vaya uniendo bajo una común organización de respeto a los derechos del hombre en sus respectivos pueblos; cuando progresivamente se vayan uniendo porque, coherentemente con lo anterior, vayan levantando estos últimos sus barreras comerciales, migratorias, culturales, entonces, sólo entonces, estarán dadas las condiciones para una organización mundial que pueda efectivamente servir a la paz y proteger los derechos del hombre. ¿Una especie de gobierno mundial? Tal vez. Pero no nos pronunciamos ahora al respecto (creemos que, de hecho, se dará alguna vez entre las naciones libres una confederación con organismos que se ocupen de sus problemas comunes; esa confederación, por definición, no anulará, en determinado grado, sus autonomías políticas). Sólo decimos que efectivos y sólidos lazos comunes mundiales, tanto políticos como económicos, presuponen un paso previo: el aludido proceso de integración de los pueblos a través de la común unión de sus ciudadanos en actividades de todo tipo, para lo cual los gobiernos no tienen más que respetar verdaderamente la libre iniciativa y tomar conciencia de que son las personas, y no las burocracias, los protagonistas de la historia.
Los estados, pues, no deben fomentar culturalmente la idea de la guerra; en ese sentido, hay varias cosas que nos preocupan. Los servicios militares obligatorios, por ejemplo, costosos e ineficientes, no tienen razón de existir. Fuerzas armadas bien equipadas, económica y técnicamente, con tropas voluntarias bien pagas –todo lo cual es perfectamente posible allí donde el presupuesto del estado esté destinado a sus funciones propias- no necesitan ese tipo de reclutamiento. Pero no sólo no lo necesitan: desde el punto de vista moral, es muy dudoso que dichas prácticas sean compatibles con las libertades de los ciudadanos en tiempos de paz, y muy difícil, además, que dichas prácticas no degeneren en verdaderos centros de corrupción moral y tortura física y mental de los reclutados. Además, es absolutamente atentatorio de la libertad religiosa y de conciencia no respetar a la “objeción de conciencia” de aquél cuyos principios le impiden empuñar un arma. Es violatorio de los derechos humanos básicos que a personas así, en muchos lugares, se las encarcele, a veces sometiéndolas a todo tipo de burlas y vejaciones, por ser fieles a su conciencia y a su religión. No tienen ningún tipo de justificación moral el conjunto de atropellos y maltratos que sufren las víctimas del servicio militar obligatorio, además de la interrupción de su trabajo y sus estudios; excepto, claro está, que se considere correcta a la antropología filosófica primitiva y pueril que considera el concepto de “hombre” ligado proporcionalmente a la cantidad de gritos y violencia (resabio, esto último, de ceremonias de iniciación a la “adultez” todavía hoy presentes en tribus primitivas)[1].
En segundo lugar, la educación de la persona es clave. Dado que a la persona debe enseñársele la verdad, debe mostrársele la guerra como lo que es: un hecho brutal, sanguinario, lamentable siempre, justo muy pocas veces. Ayuda poco, en este sentido, a los niños se les muestre una imagen idílica de las guerras y las batallas; ayuda poco que las naciones que son ex-colonias no terminen de advertir que no hay por qué ponerse a saltar con alegría exultante por el hecho de que su libertad haya sido ganada con episodios de sangre, por más justos que puedan haber sido en algunos casos esos episodios. No hay entonces por qué llevar en masa a los niños a ver películas que relatan esos episodios de violencia, para que los internalicen como algo bueno y normal. Por supuesto, la cultura es libre y no estamos pidiendo que el estado imponga nada al respecto, pero si que se abstenga de dichas prácticas en su sector.
En este sentido, vamos a decir resueltamente algo que sonará muy extraño, dada, precisamente, la mentalidad imperante: las victorias de una guerra no deben festejarse, aun cuando la guerra en cuestión haya sido justa. Atención al término utilizado: “festejar”; esto es: un episodio bélico no es algo por lo cual alegrarse, o recordar con una sonrisa de satisfacción, por medio de cantos o marchas que sigan impulsando esa creencia. Si en un momento entran ladrones en una casa, e intentan dañar gravemente a los miembros de la familia, y el padre se ve obligado a utilizar el recurso último de la defensa propia violenta y mata a alguno de los asaltantes, ¿qué hay que festejar en ello, por más que la conducta del padre haya sido correcta? ¿Al año siguiente, se pondrán todos a bailar y a reir recordando el episodio? ¿Qué festejarán? ¿Acaso los gritos de los niños? ¿Acaso el llanto y el miedo? ¿Acaso la agonía dolorosa del agresor? ¿Acaso la sangre que salpicó los muebles? ¿Es tan difícil de entender que un episodio de violencia nunca se “festeja”?
Seguimos insistiendo en esto, porque no negamos, por supuesto, un recordatorio que pida a Dios por todos los muertos y/o que destaque el valor de quienes intervinieron en la justa defensa; no pedimos que la gente se ponga a llorar porque fue vencido el injusto agresor; pedimos que se tome conciencia de lo que una guerra es y significa. ¿Qué significa una guerra? ¿Acaso un señor carilindo, de uniforme impecable, cruzando majestuosamente altas montañas en un caballo blanco al cual sólo le faltan las alas? Obviamente, no. Significaba, antaño, miles y millones de hombres, hijos de un mismo Dios, avanzando unos sobre otros, clavándose bayonetas y espadas, desgarrando mutuamente sus entrañas, llenos de odio y furor; significaba, y aún hoy significa, zonas llenas de cadáveres descomponiéndose, agonías interminables tras una herida desgarrante; significa el llanto y la soledad por la pérdida del ser querido; significa la interrupción de una vida para volcarla sin mayores explicaciones a su mutilación o destrucción. Significa todo tipo de latrocinios, atropellos, corrupciones y delitos por parte de tropas a veces no muy fáciles de controlar. Todo ello es la guerra. Hoy significa, además, la imagen de un hongo atómico tras el cual quedan por años las secuelas de las malformaciones y contaminaciones; hoy significa la posibilidad de destruir en segundos a millones y millones de personas. Todo esto significa la guerra. ¿Qué hay que “festejar” sobre ello? ¿De qué hay que reírse? ¿De qué hay que cantar, bailar y batir las palmas? Sólo una actitud cabe frente al recuerdo de las batallas, ganadas o perdidas, justas o no: la oración a Dios, pidiendo por el alma de las víctimas y pidiendo que jamás algo por el estilo vuelva a repetirse. Pero de nada de esto se tomará conciencia mientras desde su niñez se engañe a las personas con una imagen infantil, santurrona y novelesca de la guerra, que oculte totalmente su verdadero rostro de sufrimiento y crueldad.
Son pues, muy loables, y a veces útiles, todas las iniciativas de desarme, así como también lo son los organismos internacionales donde las naciones discuten sus diferencias. Pero la guerra sólo detendrá su mortal carrera el día que los espíritus se desarmen. Para ello hay dos caminos (no contrapuestos, desde luego): uno, religioso, a través del contacto del hombre con Dios, y otro, político, la adopción universal de sistemas políticos que respeten las libertades de los ciudadanos y, consiguientemente, la eliminación de las barreras culturales y económicas, a través de una libre iniciativa en todos los ámbitos y el libre comercio internacional. Lejos de ser utópico, llegar a ello es absolutamente indispensable, pues el día en que el mundo estalle entero en pedazos nos daremos cuenta que estábamos viviendo en la utopía de pensar que vivir sobre una bomba era posible. Si sobrevivimos a esa prueba, es posible que llegue un futuro donde, al mirar para el pasado, no comprenderemos cómo era posible que viviéramos sin la paz.106b
*44 Ténganse en cuenta, para esta sección, las aclaraciones hechas en la Introducción para el 2002.
*45 Todo esto que decíamos en el 89 estaba muy condicionado por la experiencia argentina de Malvinas en el 82.
*46 Obviamente, volvemos a decir que, ante la caída del Muro y la aparición de feroces terrorismos de origen religioso, esto parece haber perdido actualidad pero, en otro sentido, la sigue teniendo. Porque los diversos terrorismos, ya religiosos, ya nacionalistas, coinciden en su visión neomarxista del mundo y de la economía al suponer que es el capitalismo el causante de la miseria de los pueblos. Y volvemos a decir que se trata de un neomarxismo como creencia cultural, como horizonte de precomprensión, y no de una teoría explícitamente afirmada (aunque a veces sí).
*47 Es lo que decíamos en la nota anterior.
*48 Hoy agreguemos: ni los ciudadanos de Israel, Palestina, Irak, Irán, Afganistán….
*49 Por supuesto, ya se sabe que las nociones tradicionales de guerra ofensiva y defensiva han cambiado. Habían cambiado ya después de la 2da guerra. Tras la caída del Muro el mundo tuvo un momento de optimismo cuasi-kantiano en una paz perpetua pero evidentemente el sueño duró poco, más aún después del 11-9-2001, fecha que ha cambiado drásticamente el escenario. Pero nos parece que el problema del terrorismo no nace ahí. La defensa contra el terrorismo no admite, como recurso necesario y habitual, acciones armadas determinadas en territorios específicos, sino más bien la acción mancomunada de diversos estados contra un enemigo que es extra-territorial. Sobre los problemas de seguridad, ya nos hemos pronunciado en la introducción. La fundamental derrota consiste en abandonar la noción de derechos individuales y convertirnos verdaderamente en una sociedad hobbesiana. Volvemos a decir, empero, que estas situaciones históricas son muy complejas como para juzgar con tanta certidumbre las acciones específicas de los hombres de estado. Creo que estos casos requieren un liderazgo moral que, obviamente, desde un punto de vista humano, es una circunstancia tan afortunada como aleatoria. Los J. F. Kennedy no abundan.
*50 Dijimos todo esto en 1989 y lo seguimos manteniendo ahora más que nunca.
*51 Soy plenamente consciente de que, frente a los terrorismos de origen religioso, lo que estoy diciendo puede parecer ingenuo, pero no lo es. Yo creo en Dios, esto es, en Quien salva, perdona; en Quien dijo “guarda la espada”. El que mata en nombre de Dios sencillamente no sabe quién es Dios. Dios es Cristo clavado en la cruz.
[1] Alberto Benegas Lynch (h), op. cit., p. 246, cuenta el siguiente caso, sobre un chico asmático que fue incorporado al servicio militar (con expreso conocimiento de su problema): “… sus peticiones no fueron oídas. Fue incorporado. El hecho sucedió durante la segunda semana de su ingreso a las filas del ejército. Una noche, entró súbitamente el capitán a cargo de la compañía en uno de los dormitorios donde diez ‘colimbas’ descansaban sin percatarse del drama que estaba apunto de comenzar. Este capitán, que irrumpió avanzada la medianoche al dormitorio, tenía los ojos inyectados de sangre, gritaba con furia que todos se apostaran a los pies de la cama, como si algo terrible hubiera sucedido. O como si estuviera alcoholizado, o ambas cosas… o vaya a saber qué. A los alaridos ordenó que se abrieran las ventanas del recinto. A pesar de que era verano, la noche era muy fresca. Afuera lloviznaba y soplaba viento. Empezó a hacer preguntas en el mismo tono de histeria irreprimible. Los interrogantes eran ridículos. Preguntaba a sus circunstanciales esclavos cosas sobre sus intimidades, luego los hizo cantar marchitas incoherentes. Alguno se sonrió, lo que enloqueció más al guardia e hizo que todos salieran al patio a practicar el salto de rana con el torso desnudo. El chico asmático advirtió en tono cortés sobre los riesgos que corría. La reacción del capitanejo fue más severa aún con ese pobre desgraciado. Además del salto de rana al que sometió despiadadamente a todos, obligó al chico a subir y bajar en repetidas ocasiones una de las escaleras apostadas en las paredes laterales del patio. Dos de sus compañeros, al ver que el asma prácticamente asfixiaba al chico, intentaron salir en su defensa, lo cual, si cabe, suscitó aún más la ira del bruto capitán, haciendo recaer sobre los defensores los mismos maltratos que habría sufrido el chico. Ya amanecía. El capitán ordenó a todos que se fueran a dormir. Al toque de diana el chico no pudo incorporarse. Deliraba de fiebre. Todos los compañeros hicieron un petitorio pidiendo que se lo trasladara al hospital. El capitán, de común acuerdo con otros oficiales, se negó. Tuvieron al chico una semana en cama sometido a vaya saber que brebajes. A la semana siguiente, lo trasladaron al hospital donde murió de neumonía. El escándalo fue mayúsculo. Pero el hecho sucedió. Desde luego que este drama no revela que en el servicio siempre sucedan episodios de este tenor. Pero el sistema lo hace posible. Este resabio de la trágica contrarrevolución francesa abre las puertas a todo tipo de excesos. A los esclavos se los trata como esclavos. En este drama que hemos relatado, la esclavitud transitoria se convirtió en definitiva” (los destacados son nuestros).
106b Sobre la cuestión de la guerra, véase la Constitución Gaudium Spes, del Concilio Vaticano II, y Alberdi, J.B.: El crimen de la guerra, Sopena, Buenos Aires, 1957.
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