30 de junio de 2016
Fuente: AICA
San Francisco (Córdoba) (AICA): En una reflexión con motivo de los 65 años de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger, el obispo de San Francisco, monseñor Sergio Buenanueva, reconoció que profesa una “profunda veneración” por el papa emérito Benedicto XVI y dijo identificarse “realmente con su modo de ver y comprender la Iglesia y la fe que es nuestra gloria”. El prelado transcribió a través de las redes sociales unas palabras que consideró “luminosas” de la encíclica “Spe salvi”, sobre la esperanza, a la que definió como la “más bella” del pontificado de Ratzinger. “Precisamente, en torno a la capacidad de testimoniar la gran esperanza cristiana se juega lo decisivo de la misión de la Iglesia hoy”, subrayó.
El obispo de San Francisco, monseñor Sergio Buenanueva, recordó que “hace 65 años era ordenado presbítero el joven Joseph Alois Ratzinger. Años después cambió el nombre, como le ocurrió a los viejos patriarcas de la Biblia o al mismo Simón que pasó a llamarse Pedro: Joseph pasó a ser llamado Benedicto. Un ‘bendecido’ que bendice”.
El prelado reconoció que profesa una “profunda veneración” por el obispo emérito de Roma y dijo identificarse “realmente con su modo de ver y comprender la Iglesia y la fe que es nuestra gloria”.
Monseñor Buenanueva transcribió en sus cuentas en las redes sociales unas palabras que consideró “luminosas” de la encíclica “Spe salvi”, sobre la esperanza, a la que definió como la “más bella” del pontificado de Ratzinger.
“Precisamente, en torno a la capacidad de testimoniar la gran esperanza cristiana se juega lo decisivo de la misión de la Iglesia hoy”.
Las citas que monseñor Buenanueva hizo del número 43 de la encíclica de Benedicto XVI:
También el cristianismo puede y debe aprender siempre de nuevo de la rigurosa renuncia a toda imagen, que es parte del primer mandamiento de Dios (cf. Ex 20,4). La verdad de la teología negativa fue resaltada por el IV Concilio de Letrán, el cual declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre ellos.
Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y Adorno, en el «no» a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo.
Dios mismo se ha dado una «imagen»: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.
Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna.
La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva.+
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