Julio 2016
Por Samuel Gregg

El continente que alguna vez gobernó el mundo parece estar a la deriva con su alma consumida por la burocracia y la corrección política.

Es difícil para la mayoría de los no europeos entender la magnitud de la devastación que dos veces afectó a Europa en el siglo XX. Después de haber descendido hasta el abismo entre 1914 y 1918, las naciones europeas cayeron en lo mismo 20 años después. En consecuencia, ellas soportaron un apocalipsis de muerte y destrucción desde Normandía en el Oeste hasta Stalingrado en el Este. «¡Nunca más!» se convirtió en el lema de numerosos políticos europeos, muy notablemente hombres de Estado católicos como Konrad Adenauer de Alemania, Alcide de Gasperi de Italia y Robert Schuman de Francia (actualmente siendo considerado para beatificación por parte de la Iglesia Católica), todos los cuales dirigieron gobiernos demócrata-cristianos en los años inmediatos posteriores a la guerra.

Fue en este contexto que la unificación europea llegó a ser vista como una forma segura para garantizar la paz y contener los fuegos del nacionalismo. Y desde una cierta perspectiva, eso tenía sentido. Porque a pesar de todas sus diferencias, las naciones europeas tenían mucho en común. Estas iban desde su arraigo en el cristianismo y una influencia judía sustancial hasta los legados de los griegos, romanos y de las varias Ilustraciones. También estaba el hecho el comercio interior europeo que había existido por siglos, forjando lazos no fáciles de romper.

El Tratado de Roma que buscaba crear un mercado común para asegurar la libre circulación de bienes, capitales, servicios y mano de obra entre los seis países firmantes originales, se firmó el 25 de marzo de 1957. No es casualidad que la ceremonia se celebrará en el Palacio de los Conservadores, en la colina Capitolina de Roma. Construido encima de un templo pagano del siglo VI de la era cristiana y reformado por nada menos que Miguel Angel, el palazzo funcionó como un centro de negocios y empresarios de toda la Europa medieval reuniéndose y participando en comercio pacífico. Considerando que el continente europeo había sido devastado por la guerra tan sólo 12 años antes, el establecimiento de la entonces comunidad económica europea (CEE) fue vista como un gran logro y una causa de celebración.

Todo esto parece estar muy alejado de la actual Unión Europea. Ciertamente existe el Mercado Común e incluso este se ha expandido a 28 países. Sin embargo, el continente está inundado de movimientos políticos y partidos que tienen muchas diferencias pero comparten una desconfianza profunda de —y un antagonismo creciente hacia— la Unión Europea. Es una hostilidad que trasciende las más tradicionales divisiones como la derecha y la izquierda, los empleados y los empleadores, o el norte y el sur de Europa. Ahora ha cobrado su primera gran victoria, cuando Gran Bretaña —la segunda más grande economía de la Unión Europea— ha votado, con un margen relativamente cómodo, salir formalmente de la unión supranacional.

Seria fácil descartar todo esto como resultado de un nacionalismo creciente y del miedo a los inmigrantes, algo que fue acentuado por el inepto manejo de la UE de la crisis de inmigrantes de 2015 y el estallido de la violencia yihadista islámica. Ciertamente, hay algo de esto. Pero también eso distrae de una fuente aún mayor de alienación: es decir, la forma asumida por la UE contemporánea, especialmente su dirección política y su burocracia. Estos grupos son, en la opinión de muchos europeos, profundamente antidemocráticos, francamente despectivos de cualquiera que expresa dudas acerca de su agenda e inclinados a insistir que cualquier problema puede ser resuelto dando a la UE —y por tanto a los funcionarios de la UE— más poder. La gente en Gran Bretaña votó por el Brexit por muchas y a menudo diferentes razones. Sin embargo, es difícil negar que el enfoque de arriba a abajo de la UE para la vida social, su oculta suplantación de leyes nacionales y, quizá por encima de todo, la suprema arrogancia de un liderazgo político-burocrático, jugó un papel importante haciendo que el 52% de los votantes británicos dijeran que ya era suficiente.

El profeta economista

En estos días cualquier visitante en Bruselas estará sorprendido por el gran número de agencias y organismos de la UE alojados en la ciudad. Haciendo de lado la arquitectura estéticamente cuestionable de muchos de los edificios habitados por esas organizaciones, la UE da un nuevo significado a la palabra ‘burocracia’. Bruselas está llena cientos de políticos y representantes de los estados miembros así como miles de asesores de diversos tipos, funcionarios civiles y ONGs (invariablemente financiadas por los gobiernos). Sólo un puñado de estas personas han sido realmente elegidas por ciudadanos normales.

Fue este mundo de políticos que no rinden cuentas y la percepción (justa o no) de que los únicos intereses que sirven son los propios, lo que llevó a la gente en Gran Bretaña a seleccionar «salir» el 23 de junio. Sin embargo, es un mundo cuyo surgimiento también fue predicho en los años 50 por un economista quien, en este sentido, realmente merece el título «profético».

La mayoría de los primeros opositores a la integración política y económica en Europa fueron los socialistas tradicionales. Les preocupaba que un mercado común pudieran impedir la implantación de las políticas socialistas. Una rara excepción a esta regla fue el economista alemán Wilhelm Röpke. Hoy, Röpke es conocido como el intelectual más importante del milagro económico alemán de la posguerra. Un luterano devoto profundamente versado en la doctrina social católica, Röpke también fue uno de los muy pocos economistas del libre mercado quien públicamente y con voz alta criticó lo que se convertiría en la UE de hoy, incluso antes de que se firmara el Tratado de Roma en 1957.

El proto euroescepticismo de Röpke no surgió a partir de sentimientos nacionalistas. Sus experiencias como soldado de combate altamente decorado en el ejército alemán en el frente occidental durante la Primera Guerra, le produjo una aversión duradera al militarismo y al nacionalismo, especialmente en sus variedades fascistas —tanto así que Röpke fue uno de los primeros académicos despedidos de las universidades alemanas por los nacionalsocialistas en 1933. Más aún, como un economista inusualmente bien leído en otras disciplinas, Röpke reconoció que las naciones-estado modernas históricamente hablando no han sido siempre aliadas de la libertad. A pesar de eso, Röpke fue altamente crítico del Tratado de Roma e hizo varias predicciones acerca de cómo probablemente se desarrollaría la CEE.

Es sorprendente lo mucho que Röpke acertó acerca del carácter que ha sido asumido por el proyecto de integración europeo. En 1958, por ejemplo, Röpke pronosticó que eventualmente se enfrentarían naciones fiscalmente irresponsables contra naciones económicamente menos disciplinadas. En nuestros días, esta división se ha convertido en una de las mayores escisiones que, por ejemplo, distingue a las fiscalmente responsables Alemania y Finlandia de desastres económicos como Francia y Grecia.

Sobre el tópico de una moneda única europea, Röpke insistió en que ella funcionaría solamente si los estados miembros seguían políticas fiscales disciplinadas y que existieran mecanismos disponibles para expulsar a cualquier nación que violara reglas estrictas con respecto al gasto. Sin embargo, dudaba de que tales condiciones se cumplieran en una Europa en la que (1) los gobiernos demostraban su habilidad para saltarse las reglas, (2) se consideraba como derecho humano al estado de bienestar generoso y (3) los partidos políticos habitualmente usaban el poder de los impuestos y el gasto del gobierno para comprar el apoyo electoral de diversos grupos. En retrospectiva, la predicción de Röpke demostró una vez mas dar en el clavo.

Röpke también conjeturó que la CEE agravaría la burocratización de la vida europea. Cada creación de instituciones supra europeas después de la guerra, que él ilustró, ha producido miles de funcionarios públicos predispuestos a ampliar su número e influencia. Tan solo seis años después de la fundación de la CEE, Röpke observó que esos órganos ejecutivos se habían convertido en «una enorme máquina administrativa», imponiendo miles de regulaciones a los estados miembros. Aún peor, él añadió que los varios departamentos de la CEE habían sido invadidos por «socialistas e intervencionistas convencidos» los que consideraban a la planificación de arriba a abajo por parte de las élites político burocráticas como algo superior al funcionamiento de los mercados dentro del marco de la ley, con un gobierno constitucionalmente limitado y una red de seguridad básica.

Sin raíces, a la deriva y (tal vez) acabada

Röpke no fue un pesimista acerca de Europa. De hecho, él apoyó a la integración económica del continente. Sin embargo, sostuvo que debía desarrollarse «desde abajo» en lugar de ser impuesto de arriba a abajo. Sería mejor realizarla, según Röpke, con la apertura unilateral de las economías de las naciones europeas no solo entre ellas sino también con el resto del mundo. Dijo Röpke que eso eliminaría la necesidad de burócratas supra europeos y de organizaciones que «administraran» el proceso.

Al mismo tiempo, Röpke no ocultó su convicción de que el núcleo de la identidad europea iba mucho más allá del mundo de la oferta y de la demanda. Argumentó que el ser europeo significaba afirmar aquellas tradiciones específicas religiosas, políticas y culturales que habían hecho a Europa diferente de aquellas otras culturas conformadas por otras herencias. No era un asunto de denigrar a otras sociedades. Más bien, era un sencillo reconocimiento de aquellas cosas que dieron a Europa, y por tanto más en general a Occidente, su carácter distintivo.

Tales emociones reciben una escasa atención por parte de la burocracia contemporánea de la UE. Cualquier discusión de valores es dominada invariablemente por palabras como «diversidad» y «no discriminación», y una casi obsesión con la igualdad. Sin duda, esas frases pueden tener un significado positivo, pero solamente si están cimentadas en un entendimiento coherente de la naturaleza del hombre. En una UE cada vez más inclinada a promover agresivamente conceptos sin sentido como «teoría de género» (algo repetidamente condenado por el papa Francisco), todas estas cosas cobran un significado muy diferente.

En un país descristianizado como Gran Bretaña, no sorprende que la preocupación por estos problemas no figurara en el debate del Brexit. Sin embargo, la adopción de esas agendas ideológicas específicas de la UE es sintomática de una tendencia contra la que se rebelaron muchos de los que votaron «salir». Y esto es la imposición de las ideas simplemente presupuestas como correctas por las clases políticas, las burocracias y los facilitadores intelectuales de la UE. Esto va de la mano con el hábito de etiquetar a cualquiera que cuestiona sus posiciones como un troglodita o palabras a las que el sufijo «fóbico» se acostumbra añadir. En lugar de realmente debatir ideas es mucho más fácil sugerir que las opiniones de alguien son semejantes a alguna enfermedad mental.

Dada la esclerosis económica, la inercia política y la insidiosa burocratización que caracteriza hoy a la UE, es reconfortante darse cuenta que hace 100 años este continente dominó al resto del globo: económica, cultural, política, filosófica e incluso religiosamente. Sin embargo, el 23 de junio una mayoría de votantes británicos decidió separar a su nación de lo que es, concedido por no menos que el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker, en un discurso de septiembre de 2015, una «Unión Europea [que] no está en buen estado».

En el corto plazo, la negociación de los términos del divorcio —entre los que no serán menores los arreglos comerciales y el desenredo de las leyes inglesas y escocesas el laberinto de la ley de la UE— requerirá considerable destreza del siguiente primer ministro de Gran Bretaña. Aún así, no es difícil concluir que el Reino Unido se ha separado de un experimento político que alguna vez ofreció esperanza, pero que actualmente parece (1) incapaz de una reforma sustantiva; (2) dispuesta a refugiarse en la negación; (3) ahogada en un pantano de corrección política; (4) acosada por el envejecimiento y la caída demográficas; (5) sufriendo niveles catastróficos de desempleo juvenil; y (6) dominada por una clase política que vive en una caja de resonancia sin reconocer que muchas de sus acciones han ayudado a reavivar las mismas tensiones que el proyecto europeo debía aliviar.

El futuro de Europa no es brillante ahora. Uno puede esperar que el Brexit sirva como una muy tardía llamada de atención. Desafortunadamente, las tendencias presentes no proporcionan muchos motivos para ser optimista. Más bien lo contrario.

Nota

La traducción del articulo «Brexit» and the Failure of Europe publicado el 26 de junio de 2016, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas.