10 de agosto de 2016
Por Carroll Ríos de Rodríguez
Fuente: Publicado originalmente en ContraPoder, el viernes 5 de agosto de 2016.
Instituto Fe y Libertad 

Guatemala es el país con más pobreza crónica en América Latina, dice el titular de Siglo Veintiuno del lunes 1 de agosto. Golpea: no queremos tener ese récord.

Las personas que son crónicamente pobres lo han sido durante por lo menos cuatro años, y quizá lo sean siempre. Es una categoría distinta del pobre “transitorio”, que puede entrar y salir de la pobreza o convertirse en clase media.

La lamentable estadística proviene del estudio Los olvidados, pobreza crónica en América Latina y el Caribe (2015), realizado por Renos Vakis, Jamele Rigolini y Leonardo Luccheti para el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento del Banco Mundial.

Fue duro enterarnos de que la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) del 2014 detectó un amento en la pobreza total, y una exacerbación de la pobreza extrema. Ahora nos dicen que nuestra pobreza es crónica. El desesperanzador cuadro que pintan los datos y los reporteros guatemaltecos contrasta con el tono francamente optimista del estudio por Vakis, Rigolini y Luccheti.

Ellos hablan de una “década exitosa” y del “resultado más impresionante en reducción de la pobreza en la región”. El continente está a punto de tener más habitantes de clase media que habitantes vulnerables. Guatemala no tiene porqué ser el patito feo de América Latina. Si vencieron el demonio de la pobreza algunas economías que antes fueron centralmente planificadas, como la de China, país aferrado al totalitarismo político, nosotros también podemos hacerlo.

Sin embargo, es importante cambiar nuestra forma de pensar sobre los indigentes. Debemos enterrar de una vez por todas dos ideas erróneas. En primer lugar, salvo algunos hippies y bohemios, la mayoría de los pobres no prefieren vivir como viven. Algunos socialistas idealizan la vida del campo y quisieran retroceder a una apacible época pre-Revolución Industrial, o incluso precolonial. Quieren ver paisajes con pintorescas chozas, sin láminas ni blocs, pobladas por indígenas en trajes típicos que subsisten autárquicamente.

En la vida real, las innovaciones que aumentan la productividad en los sectores agrícola e industrial y que crean empleos asalariados, ayudan a los guatemaltecos y sus familias. El romanticismo nostálgico los daña.

En segundo lugar, la pobreza no es una falla de mercado. Según esta tesis, el sistema capitalista excluye, margina y hasta condena a la miseria a un desvalido grupo social, como si fuera una desalmada bestia que se alimenta de pobres para beneficio de unos privilegiados ricos. No solamente Carlos Marx vio la pobreza como una consecuencia inevitable o estructural del capitalismo; los economistas de bienestar, menos radicales, caen en la misma lógica.

Concluyen que los Gobiernos y la cooperación internacional deben rescatar al pobre, cual héroes. El Banco Mundial y muchos economistas de desarrollo ya descartaron estas dos ideas nefastas. Gracias a William Easterly y a otros exburócratas desencantados con los resultados cosechados por décadas de aplicar el modelo de ayuda externa, el tono de las publicaciones dentro de los organismos internacionales es abiertamente revisionista: tenemos que implantar estrategias novedosas.

Reconocen que el mercado saca a los pobres de pobres, no así la cooperación internacional ni los programas estatales redistributivos. Excepto cuando se producen catástrofes que claman por ayuda humanitaria, ahora se enfatiza en el desarrollo, no en la redistribución. Los programas fracasados tendían a dirigirse a desvalidos objetos de caridad. Ahora, aconsejan tratar al pobre como un par o un socio, pues aunque carezca de educación formal o abundantes medios materiales, sí es capaz de trazarse metas y florecer.