21 de agosto de 2016
Por Samuel Gregg
Fuente: The Catholic World Report

          Antes de la elección del cardenal Jorge Bergoglio como el primer Papa latinoamericano en el año 2013, la Argentina era famosa por muchas cosas: el tango, la monumental pampa, la hermosa arquitectura decimonónica que caracteriza a la ciudad de Buenos Aires, por mencionar solo algunas. Desafortunadamente, también vienen a la mente otras cosas: una corrupción rampante y persistente, una inestabilidad política extrema, y, sobre todas las cosas, el hecho de que la Argentina es el típico caso de libro de una economía en una situación de larga decadencia autoinflingida.Téngase en cuenta que en una fecha tan tardía como en el año 1940, la Argentina era el equivalente económico de Australia y Canadá. Desde entonces, ha estado generalmente en declive.

          Durante un reciente viaje a la Argentina, me sorprendió gratamente el optimismo que caracteriza a los argentinos. Esto contrastaba con el pesimismo generalizado que caracterizaba visiblemente el país, que había notado en viajes anteriores. Una razón para la diferencia reside en que la Argentina eligió a un no-peronista a la presidencia en noviembre de 2015, terminando así con 13 años de gobierno de Néstor Kirchner y su esposa Cristina. Pertenecían a la ola de populistas de izquierda latinoamericanos, que llegaron al poder a finales de los noventa y que dejó una estela de caos político y económico.

          Desde que llegó al gobierno, el nuevo presidente de la Argentina, Mauricio Macri ha intentado guiar al país en una dirección muy distinta. Finalizó con el apoyo de la Argentina al régimen Chavista que ha hecho todo para destruir Venezuela. Macri también está exponiendo el problema de la corrupción profundamente arraigada, el caso más notorio hasta ahora ha sido el de un ex-funcionario del gobierno de Kirchner apresado cuando intentaba ocultar varios millones de dólares en un convento. Esto ha sido acompañado de un esfuerzo para desintoxicar el discurso público de la retórica demagógica que ha azotado a la política argentina desde hace largo tiempo. Desde el punto de vista económico, Macri ha comenzado, si bien con cautela, a sacar a la Argentina de un sistema económico cerrado y altamente estatista. Esto ha incluido la eliminación de los controles monetarios y de capital, así como la eliminación de los controles de precios, impuestos concretos a la exportación, y subsidios específicos.

          Las encuestas muestran hasta ahora que una pequeña pero vacilante mayoría de los argentinos apoya las reformas de Macri. Como un sacerdote jesuita me comentó, muchos argentinos ven a Macri como la última oportunidad que tiene la nación para revertir la tendencia hacia la decadencia permanente. Sin embargo, juzgando a la luz de los carteles antimacristas y las distintas manifestaciones que se producen en Buenos Aires, muchos argentinos se oponen a las reformas. Los políticos peronistas, largamente acostumbrados a usar la función pública para dispensar favores a quienes les apoyan, no se quedarán callados. Del mismo modo, los poderosos sindicatos argentinos han anunciado que se opondrán a los cambios del mercado laboral, férreamente regulado, que como todo mercado regulado, desalientan claramente a las empresas en la contratación de personal.

          Otra cuestión que ocupa la mente de muchos argentinos es la postura de otra institución importante en la vida del país, la Iglesia. ¿Contribuirá la Iglesia a allanar el sendero para abandonar el populismo? ¿U optará acaso, en el nombre de defender a los pobres, alentar la oposición a las reformas? En todas estas discusiones, las palabras y las acciones del papa Francisco ocupan un lugar prominente.

Todavía un país católico

          Numérica y culturalmente la Argentina sigue siendo una nación católica. Incluso en una ciudad como Buenos Aires donde el porcentaje de práctica religiosa entre católicos se sitúa en torno al veinte por ciento, los signos de la religiosidad popular están por todos lados. Es difícil no notar la cantidad de personas que usan crucifijos y medallas religiosas, o los taxistas que exhiben prominentemente santos rosarios en sus vehículos. La presencia del catolicismo se encuentra también muy presente en el campo de la educación, ya sea a través de la amplia red de colegios o de universidades de primer nivel como la Universidad Católica Argentina o la Universidad Austral.

          La mayoría de los políticos argentinos, sean o no creyentes, escuchan con atención las declaraciones públicas de los obispos católicos del país. Sin embargo, el hecho de que el actual pontífice sea argentino, indudablemente, ha potenciado el poder de influencia de la Iglesia. No fue por razones superfluas que Cristina Kirchner haya dado una vuelta completa en su hasta entonces relaciones hostiles con la Iglesia, con posterioridad a marzo de 2013, o que Macri haya visitado el Vaticano en febrero de este año.

          Sobre la base de las conversaciones mantenidas con muchos católicos argentinos –clero, académicos, periodistas, laicos– y la lectura de homilías y artículos en medios de prensa católicos como la prestigiosa revista Criterio, resulta claro que algunas de estas personas creen que su actual responsabilidad consiste en repetir lo que sea que el Papa afirme en asuntos políticos y económicos. En cierto sentido, esto no resulta sorprendente. Un fenómeno similar marcó a Polonia durante el largo pontificado de Juan Pablo II. No obstante, esto genera varios desafíos para la Iglesia en la Argentina si desea colaborar en la transición del país para que se convierta –como me dijo varias veces de modo enérgico un teólogo argentino– en un “país normal”.

Pan y trabajo

          Desde el inicio, el Papa Francisco ha hecho de la pobreza un tema central de su pontificado. Es también una realidad omnipresente en la Argentina. De acuerdo con un estudio publicado el 11 de agosto pasado por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, los argentinos que viven en la pobreza han aumentado del 29 al 32,5 por ciento de la población en el primer trimestre de 2016. Qué significa la pobreza económica y cuáles son los indicadores adecuados de pobreza son temas de debate constante. Lo que no es tema de debate es la miseria, la falta de saneamiento, el abuso de drogas y la violencia que marca la vida en las villas miserias, que rodean las principales ciudades del país, tales como Buenos Aires, Mendoza o Córdoba.

          Resulta también evidente que la manera en la que el santo Padre habla acerca de la pobreza está configurando el modo en que se aproximan al tema muchos católicos argentinos. En una carta del pasado 1 de agosto a los obispos argentinos, por ejemplo, el Papa habló de la necesidad de la gente de pan y trabajo. Las personas deben ser capaces de poder alimentar a sus familias, destacó el Papa. Pero estas personas también anhelan ganar el pan a través del trabajo, señala Francisco, y esto en lugar de recibir ayudas.

          En un sentido esto es indiscutible. De hecho, la insistencia de Francisco en que las personas ganen su propio pan debe ser alabada. No tan indiscutible fue el hecho de que, con posterioridad de la amplia atención dada a las palabras del Papa en el domingo siguiente, tanto dentro como fuera de las iglesias en toda la Argentina, se extendieron amplias marchas en protesta contra las reformas económicas de Macri. Es como si algunos católicos argentinos simplemente no quieren aceptar que un futuro económico saludable para la Argentina exige dar marcha atrás en el sinuoso camino del intervencionismo estatal. Y, correcta o incorrectamente, creen que Francisco está de acuerdo con ellos.

          Cuando se trata del “pan”, por ejemplo, buena parte de la economía argentina ha sido marcada por el control de precios impuesto por los Kirchner. Estos incluyen algunos productos básicos como la leche, el pan y la carne, así productos de limpieza. Pero la imposición del control de precios en esos bienes significa que los precios de muchos bienes de consumo en la Argentina no han reflejado el estado real de la oferta y demanda de estos bienes durante algún tiempo. En consecuencia, los productores no pueden conocer las preferencias reales de los consumidores. Tampoco pueden los consumidores indicar a los productores los bienes que realmente quieren, en qué cantidad los quieren y en qué nivel de calidad los quieren, cosa que se hace a través del sistema de precios. Todo esto es una receta para el caos económico.

          Arreglar esta situación exige eliminar el control de precios, ya que solo los precios libres permitirán que se manifieste el verdadero estado de la oferta y la demanda. En el mes de febrero pasado, Macri levantó el control de precios en el etiquetado de los alimentos. El subsecuente ajuste significará, no obstante, que el precio de algunos aumentará –tal vez incluso por encima de la capacidad adquisitiva de algunas personas– en el corto y medio plazo. El mismo Macri estima que el proceso de estabilización de precios puede demorar al menos dos años.

          No es una cuestión de que el gobierno esté intentando de algún modo dañar a los más pobres. Más bien, la cuestión reside en que la capacidad de la economía para servir al bien común requiere de precios libres. La alternativa sería dejar sin desmantelar la red de controles legada por los Kirchner y aceptar un sistema de precios severamente disfuncional como una característica permanente de la vida. Obviamente, esto no puede ser una alternativa –a menos que uno se quiera convertir en una futura Venezuela.

          Tomemos también el otro punto señalado por el Papa Francisco: que las personas quieren trabajo. El cristianismo ha alabado la importancia del trabajo desde hace largo tiempo, y no simplemente por razones económicas. Un problema grave de la economía argentina, no obstante, es el gran número de personas que trabajan para el estado. El gobierno emplea a aproximadamente el 25 por ciento de la población activa de la Argentina. En algunas provincias, la proporción llega a más del 40 por ciento.

          Empezando con Juan Perón, a mediados de los años cuarenta, los gobiernos argentinos han creado empleos gubernamentales para reducir la tasa de desempleo, en lugar de perseguir la tarea más difícil, frecuentemente impopular, de generar mercados laborales flexibles. Sin embargo, Macri insiste en que la Argentina debe moverse más allá de “una era la que acostumbrábamos esconder el desempleo con trabajos en el sector públicos”. Esto significa acabar con lo que un sacerdote argentino describió como “trabajos falsos” o lo que un economista católico describió como “programas de empleo Potemkin”, y permitir que el sector privado genere oportunidades reales.

          De nuevo, esta transición implica dificultades para muchas personas, especialmente aquellos empleados gubernamentales que ya han perdido o que pueden perder su trabajo. No es que Macri quiera insensiblemente arrojar a las personas al desempleo. En lugar de ello, el gobierno acepta que usar al estado para crear trabajos Potemkin es fiscalmente insostenible y genera graves disfuncionalidades en el mercado laboral. Es un clásico escenario de dolor en el corto plazo para obtener mejoras en el largo plazo.

Yendo más allá del estado

          Los obispos católicos argentinos generalmente han sido cuidadosos en abstenerse de comentar las políticas concretas que implican estos desafíos. Esto es, ellos reconocen, en primer lugar responsabilidad de los laicos católicos. Pero el pasado 13 de agosto, el obispo que preside la Comisión Episcopal de la Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina exhortó públicamente a una “mayor presencia del Estado” para combatir el desempleo, la escasez de alimentos y el aumento de la pobreza.

          Como otros argentinos, los líderes católicos deberían ser menos que humanos para no ver el sufrimiento de los sectores más vulnerables del país. Algunos de esos mismos católicos, sin embargo, son renuentes a aceptar que es precisamente la excesiva presencia del gobierno –sea en la forma de control de precios o en programas de trabajo Potemkin– en casi todas las áreas de la economía argentina la que ha contribuido a generar estas dificultades. En algún punto, esta excesiva injerencia gubernamental debe ser abordada si el país quiere moverse hacia la normalidad.

          Durante mi semana en Buenos Aires, me encontré con muchos católicos fieles que apoyan la agenda de Macri. Muchos se encuentran en la parte más joven de la ecuación demográfica. Estos jóvenes no están sentimentalmente apegados al peronismo. Reconocen además el daño que el populismo económico ha causado a su país. Esto no significa que estén de acuerdo con todo lo que Macri diga o haga. Algunos señalaron, por ejemplo, que desearían que Macri estuviera haciendo más para abrir la economía. Tampoco les agrada el apoyo de Macri al matrimonio del mismo sexo. Sin embargo, estos jóvenes son más proclives que sus padres en el apoyo a las medidas económicas, decididamente impopulares que está impulsando Macri. Después de todo, es el futuro de estos jóvenes el que está en juego.

          No obstante, algunos de los católicos con mentalidad cambiada, han señalado que el indisimulado escepticismo acerca de la liberalización económica y de los mercados en general del discurso del Papa Francisco –que ellos describen como más retóricamente cargado e incluso radicalizado desde su elección a la silla de Pedro– está dando fuerza populismo que se opone los cambios que hace tiempo necesitan hacerse.

          Ellos –y yo– dudan que esta sea la intención del Papa. Sin embargo, señalan algunos discursos como el que Francisco ofreció en el Encuentro Mundial de los Movimientos Populares en Bolivia el año pasado, leído mientras estaba sentado al lado del presidente archi-populista de Bolivia Evo Morales. Este tipo de discursos, consideran, ofrece cobertura a los propios artífices de populistas de la Argentina: personas que, pese a todo lo que dicen acerca de defender el pueblo, se oponen a cualquier mínimo intento de cambiar un status quo en el que ellos mantienen su poder pero que ha ido erosionando la capacidad de la economía argentina de sacar a los pobres de la miseria.

          El Papa Francisco ha dicho en varias ocasiones que él se encuentra ahora “más allá de los asuntos internos (de la Argentina)”. No hay razón para no creerle. Al mismo tiempo, las palabras y los discursos tienen consecuencias. La patria de Francisco se está quedando sin oportunidades de detener la espiral de decadencia que asola a la economía argentina desde los años cuarenta. La defensa de los pobres y desamparados es ciertamente una de las responsabilidades de la Iglesia. Pero también lo es el intento por hacer que razón y la sabiduría, en lugar de la retórica populista, conformen el debate público –especialmente cuando hacer lo correcto puede resultar impopular pero necesario para el bien común.

Nota: La traducción del artículo original Poverty, Politics, and the Church in Pope Francis’s Argentina”, publicado por The Catholic World Report, el 21 de agosto de 2016 es de Mario Šilar del Instituto Acton para el Acton Institute.