Por Gustavo Irrazábal

IGLESIA Y DEMOCRACIA, TERCERA ENTREGA:
IGLESIA Y ESTADO EN EL MEDIOEVO

Nota del Instituto Acton: con esta entrega continuamos una serie de capítulos fundamentales del libro “Iglesia y Democracia”, del P. Gustavo Irrazábal, para que el lector de esta página lo vaya viendo punto por punto y observando su importancia y actualidad. Comenzamos con los primeros capítulos donde se trata el tema de la des-sacralización del poder en la tradición judía.

Capítulo III: Iglesia y Estado en el Medioevo

Pese a la precisión de sus términos, la concisión de la fórmula gelasiana dejaba sin resolver la cuestión de dónde trazar la línea de división entre ambas instituciones, y de hecho, la idea misma de un límite sería puesta en peligro por la supremacía alternada del Estado y de la Iglesia al compás de los cambios históricos.

1           De la fórmula gelasiana al agustinismo político

Entre los factores que debilitarían la distinción gelasiana, debemos tener en cuenta en primer lugar, la caída del Imperio Romano, que puso a la Iglesia en la necesidad de asumir un nuevo rol, como garante del orden público y como promotora de la civilización.[1] Como ejemplo de este nuevo rol civilizador podemos citar la valoración del trabajo; la des-demonización de la naturaleza y, vinculado a ello, el desarrollo de la tecnología; la asunción del derecho romano, que comporta la superación del derecho germánico puramente consuetudinario y tribal; la idea de igualdad fundamental entre todos los seres humanos ante Dios (hombres y mujeres, esclavos y libres, niños y adultos); la crítica de las costumbres a través del concepto de derecho natural (cf. Decreto de Graciano, 1140/1142); la racionalización y la moderación de la administración de justicia, etc. El precio de este impulso positivo fue, sin embargo, muy alto, en términos de la clericalización de la sociedad, y correlativamente, de la  secularización del clero, lo cual llevaría en la Edad Media a dar a la primacía de lo espiritual carácter crecientemente político-eclesiástico.

Un segundo factor de carácter específicamente político que incluye en este proceso es la alianza del papado con los reyes francos, que asumen la función de protectores de la Iglesia y garantes de su “independencia”, dando origen al imperio cristiano, caracterizado por la dependencia de la Iglesia respecto de la autoridad política y –al asumir ésta un significado religioso–, también por la concurrencia con la misma. Esta situación se invertiría provisoriamente tras la querella de las investiduras, dando lugar a una época de apogeo del papado, que ya en el siglo XIII comenzaría su lento declive.

1.1         Los reyes francos. La unión del Imperio y la Iglesia

La subordinación del poder temporal, a la que primero S. Agustín y luego Gelasio dan una interpretación espiritual recibe, con el Papa Gregorio Magno (590-604) un sentido tendenciamente político. Para Gregorio, en efecto, el poder temporal se encuentra al servicio del poder espiritual: “A quien gobierna, el Cielo le ha concedido el poder sobre todos los hombres a fin de que el reino terreno sea un servicio que se subordina al reino celestial  (ut terrestre regnum caelesti regno famuletur)”.[2] Existe, en esta visión, un solo orden, que es el de la salvación, que incorpora en sí al Estado, cuya función es espiritual, a saber, la dilatatio y la defensio de la Iglesia. En consecuencia, el poder político vuelve a adquirir un carácter sacral, que merece obediencia incondicional, excluyendo todo derecho de resistencia.[3]

Este proceso de re-sacralización del poder temporal se profundiza a partir de la alianza de la Iglesia con los reyes francos. Al disolverse el Imperio Romano de occidente, el papado llenó el vacío resultante asumiendo el poder temporal sobre el centro de Italia. En el 751, a la caída del Exarcado de Rávena en manos de los lombardos, el papa asumió el gobierno del ducado de Roma. Como modo de consolidar política y militarmente su nueva jurisdicción, frente a la amenaza de los lombardos, la Iglesia de Roma recurrió al auxilio de los reyes francos.

Este vínculo con los reyes francos, comenzado ya por Gregorio Magno, alcanza uno de sus puntos culminantes en el año 752, cuando el Papa Esteban II ungió al mayordomo palatino Pipino el Breve como rey de los francos, dando por extinguida la dinastía merovingia. De este modo el papado se arrogaba la facultad de transferir la dignidad real de una dinastía a otra, y a la vez, como contrapartida, concedía al rey de los francos la capacidad de intervenir en los asuntos italianos. Pipino puso en práctica esta atribución en dos ocasiones, para reconquistar vastas regiones de la península italiana de manos de los lombardos y donarlas a la Santa Sede, dando origen a los Estados Pontificios y convirtiendo al Papa en un monarca temporal.

Aunque de hecho, ya desde las invasiones bárbaras los pon­tífices ejercían una cierta función gubernativa en algunas regio­nes de Italia, se buscó dar legitimidad a la nueva situación invo­can­do el documento conocido como la donación de Constan­ti­no, un texto apócrifo probablemente forjado a mediados del siglo VIII, en tiempos de la coronación de Pipino el Breve, que retrotraía la concesión de los Estados Pontificios al Emperador Constantino I a favor del Papa Silvestre I en el año 300.

La alianza de ambos poderes se consolidaría en el s. IX, con el imperio carolingio (800-843), y se prolongaría luego con el Sacro Imperio Romano Germánico.[4] El emperador asume el título de Vicarius Christi, antes reservado a los obispos. Mien­tras que el Papa Gelasio hablaba todavía de dos poderes en la tierra –subordinados, no yuxtapuestos–, en toda la Edad Media se hablará de dos poderes en la Iglesia, ambos pertenecientes a la misma esfera eclesiástica, y en el cual Imperio e Iglesia se identifican. Surge el sistema de la Reichskirche.[5]

En esta primera fase, el emperador desempeña una función no sólo política sino también sagrada y eclesiástica, teniendo como primer cometido tutelar la Iglesia y extender la fe cristiana. A su vez, la Iglesia pasa a constituir una porción del Imperio. Los reyes comienzan a asignar a obispos y abades jurisdicción sobre territorios, con lo cual se aseguraban la fide­lidad de estos, y a su muerte, la posibilidad de elegir de entre el clero de la región sus sucesores para nombrarlos nue­vos obispos. De este modo, obispos y abades se transfor­man, en muchos casos, en clérigos feudatarios, vasallos del emperador que los investía, titulares al mismo tiempo de poder espiritual y temporal en su territorio, y frecuentemente más preocupados de los asuntos temporales que de los pastorales.

1.2         La querella de las investiduras y la revolución pontificia

La práctica de los gobernantes seculares de “investir” al obispo local con los símbolos de su autoridad religiosa, el báculo y el anillo, y de éste de rendir homenaje al primero, de quien recibía la jurisdicción de la porción de territorio correspon­diente a la diócesis, ponía de manifiesto la falta de un límite claro entre la autoridad eclesiástica y secular, y por lo tanto, generaba la duda acerca de cuál de las dos autoridades podía reivindicar con más fuerza el deber de fidelidad.

En esta situación, Hildebrando de Toscana, que asume el pontificado Gregorio VII (1073-1085) lleva adelante la llamada “Revolución pontificia”.[6] El papa no reclama sólo la auctoritas sacrata, sino también la plenitudo potestatis, como único Vicario de Cristo.  Esta potestas tiene a la vez carácter pastoral y gubernativo, pudiendo extenderse a los asuntos temporales, aunque sólo de un modo indirecto (cf. infra, doctrina de las dos espadas). Surge así la ideología que se conoce hoy como agustinismo político,[7] en la cual la subordinación del poder temporal al espiritual adquiere un carácter jurídico-político (por ejemplo, el poder de deponer y reponer reyes, liberar del jura­mento de fidelidad hacia un señor pecador, utilizar el Estado como brazo secular, etc.).

La “revolución pontificia” −vista hoy como la primera gran revolución europea− había comenzado ya algunos años antes de Gregorio VII, durante el pontificado del Papa León IX (1049-1054) y su sucesor, Nicolás II. Este movimiento buscaba un retorno a la pureza de los orígenes, aboliendo las prácticas de la simonía (lucrar con las cosas espirituales) y del nicolaísmo (sacerdotes casados o poco ejemplares), así como la inter­vención del poder temporal en asuntos eclesiásticos. Nicolás II en 1059 emitió la Bula In nomine Domini en la que se estableció la elección pontificia por el Colegio de cardenales, sin intervención política externa.[8]

Pero Gregorio VII radicaliza este proceso en 1075 con la Bula llamada Dictatus Papae, una relación de 27 declaraciones que exponían el ideario político-religioso del nuevo pontífice, que reivindicaba su autoridad sobre el poder temporal, incluyendo el mismo emperador.[9] Por otro lado, la apócrifa “donación de Constantino” ya mencionada sirvió también para exaltar la autoridad secular del papa sobre el poder imperial en Italia.

Este reclamo de plenitudo potestatis del Romano Pontífice constituía una auténtica doctrina de la soberanía. El poder espiritual se consideraba a sí mismo como fuente de todo poder, y también como fuente y juez de todo derecho. El derecho civil fue absorbido por el derecho canónico, que regiría también desde entonces en el ámbito temporal. Sin embargo, −y esto es importante remarcarlo−, se mantiene implícito el reconocimiento de la laicidad del Estado. La Iglesia, pese a la visión unilateralmente religiosa del mundo y de la sociedad característica de la Edad Media, no albergaba una intención de gobierno político universal.

El choque entre los defensores del poder temporal y el pon­tificio desembocó en la llamada Querella de las investiduras. Gregorio VII se enfrentó con Enrique IV a raíz de la actitud de este último, que no sólo siguió cubriendo sedes episcopales vacantes en Alemania, sino que nombró arzobispo en Milán. Como respuesta, Gregorio excomulgó al Emperador, y éste, viendo en peligro su corona, peregrinó a Canossa (cerca de Parma) como penitente y aguardó tres días en pleno invierno hasta que el Papa levantó la pena (1077).

En 1122 se firmó el Concordato de Worms entre el papa Calixto II y Enrique V. Por este acuerdo, el Emperador se reservaba el derecho a controlar el proceso de elección de obispos y abades dentro de Alemania, pero renunciaba a investir a los obispos con los símbolos de autoridad, y a intervenir en el nombramiento de obispos fuera de Alemania. Básicamente, entonces, constituyó una victoria del Papado.[10]

El resultado más importante de la “revolución pontificia” fue, sin duda, la desacralización de la figura del emperador, y del poder temporal en general. El gobernante, como todo laico, estaba sometido espiritualmente a sus pastores. Ahora es el Papa quien detenta en exclusividad el poder eclesiástico sa­grado, que había debido compartir con los emperadores en la etapa carolingia y post-carolingia.

1.3         La soberanía pontificia: doctrina de las dos espadas

La reivindicación por parte del pontificado de la plenitudo potestatis fue sustentada teológicamente a través de la llamada “doctrina de las dos espadas” elaborada por San Bernardo (1090-1153) en su obra De Consideratione,[11] fundándola en una interpretación insostenible dos pasajes evangélicos, uno inme­diatamente posterior a la Santa Cena (Lc 22, 35) y otro durante el prendimiento de Jesús (Jn 18,11): Pedro, en el momento de la Pasión, tenía dos espadas, pero Jesús le hizo envainar una de ellas. De allí concluía que: “ambas espadas pertenecen a la Iglesia, a saber: la espada espiritual y la espada material. Pero ésta debe ser usada para la Iglesia y aquélla por la Iglesia”. En síntesis, el poder político es delegado por el Papa.

Por supuesto que la idea de una espada temporal, que sería propiedad original y legítima de la Iglesia pero cuyo empleo efectivo se cedía a los gobernantes temporales no puede ser otra cosa que una ficción teológica y jurídica, una solución de compromiso que responde a una determinada coyuntura histó­rica, y cuyo fin era salvaguardar la supremacía de los valores espirituales y morales sobre el ejercicio fáctico del poder.[12]

De hecho, el sentido de esta doctrina en S. Bernardo fue exhortar al Papa Eugenio III (1145-1153) a atenerse a su poder espiritual sin invadir el ámbito de las cuestiones temporales, es decir, un sentido contrario al uso que se le dio posterior­mente.[13] Pero aun así, en esta visión ambos poderes, espiritual y político, son de naturaleza eclesial y corresponden a la Iglesia originariamente: ésta delega el poder temporal, reservándose el derecho de juzgar el ejercicio su ejercicio y movilizarlo en defensa de la Iglesia. La finalidad última, como acabamos de decir, no era la de ejercer directamente el poder político, sino garantizar la independencia de la Iglesia. En este sentido, constituye un intento de retorno a la doctrina gelasiana. Pero, en la práctica, ambas esferas se mezclan (por ej., el derecho de apelación directa al papa contra decisiones de la autoridad política).

Con Inocencio III (pontífice de 1198 a 1216), la centralización del poder en el pontificado es llevada al extremo. Este pontífice reivindicó para sí (al parecer por primera vez) el título de Vicario de Cristo, a quien incumbían los asuntos del cielo y de la tierra, entre ellos, el de árbitro y calificador de los preten­dientes del trono imperial, y encargado de ratificar su elección. En su choque con el emperador Otón IV de Alemania (1206), buscó apoyo en las ciudades italianas y en los reyes, ali­men­tando su poder, lo cual luego se volvería en su contra.

En el contexto de un conflicto con el rey Felipe IV de Francia, Bonifacio VIII (pontífice de 1294 a 1303) emitió la bula Unam sanctam del 18 de noviembre de 1302, que constituye la más vigorosa afirmación de la soberanía pontificia, en la misma línea que sus predecesores Gregorio VII e Inocencio III, sosteniendo que:

“…existen dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el poder espiritual (…) Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pro­nunciamos que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida al pontífice romano”.

Pero a pesar de la audacia de estas afirmaciones, es importante notar que el pontífice reivindica para el poder eclesiástico sólo el juicio espiritual sobre el poder temporal, es decir, sobre la persona del gobernante, ratione peccati, con una finalidad estrictamente pastoral, que no comporta una reivindicación de potestas directa.[14]

Esto fue, en cambio, lo que pretendieron algunos teólogos de la curia romana como los agustinos Egidio Romano (1243-1316) y Giacomo de Viterbo (1255–1307). El primero, en su obra De ecclesiastica sive summi pontificis potestate (1301) afirma: «nulli sunt sub Christo rectore, nisi sint sub summo pontifice«. En el otro extremo de la disputa, el dominico Juan de París (1255-1306), en su obra De potestate regia et papali, fundán­dose en otro aspecto de la doctrina de Aristóteles (la necesidad del gobierno civil para el bien común), defendió la autonomía del poder político, inferior pero no por ello dependiente de la autoridad espiritual.

Pese a que los pontífices no pretenden negar en principio la autonomía del poder político, el género de ideas que invocan en su lucha contra los emperadores refuerza una tendencia teocrática (subordinación política al poder religioso), aunque no hierocrática (identificación entre esfera religiosa y política). Por lo demás, la necesaria diferenciación de ámbitos se hacía difícil en una cultura en que incluso la actividad jurisdiccional estaba atravesada por ideas y simbología religiosa, como resulta patente en la confusión entre pecado y delito (crimen), o entre fuero externo (justicia civil) y fuero interno (penitencia eclesiástica), aunque doctrinalmente la diferencia estaba clara.[15] En este contexto no es de extrañar que la primacía del poder espiritual como relación personal de carácter pastoral, se interpretara cada vez más como vínculo de vasallaje, dando lugar a una verdadera doctrina de la soberanía pontificia, que luego en el inicio de la Edad Moderna se volvería contra de los pontífices en la forma de soberanía estatal.

En conclusión, en la Edad Media se mantuvo el dualismo en el plano de los principios, aunque en la práctica el mismo fue influenciado por el nuevo contexto, el de la respublica christiana, entendida como unidad espiritual-temporal, un proyecto pastoral unitario y universal. El primado espiritual toma forma jurídica-política-coactiva, reflejando la tentación de resolver problemas espirituales-pastorales con medios propios del Estado, es decir, normas legales y medios de coacción. Lo positivo en todo este proceso, sin embargo, es que la Iglesia se alza como límite a la arbitrariedad del poder político.

1.4         La Iglesia y los límites del poder político

Estas observaciones nos permiten poner de manifiesto un aspecto frecuentemente olvidado en el estudio de la relación histórica entre la Iglesia y el Estado. Todavía hoy existe la tendencia a concebir las libertades modernas exclusivamente como un fruto ideológico del liberalismo político. Sin embargo, las mismas hunden sus raíces en una historia institucional que se remonta hasta el corazón de la Edad Media y en la tradición cristiana.

En 1215, los barones feudales imponen a Juan Sin Tierra, el despótico rey de Inglaterra, la llamada Magna Charta. Es cierto que los beneficiarios de la misma eran sólo estos señores feudales, los comerciantes de la city de Londres y la gentry, es decir, los terratenientes. Pero esta Carta encierra el germen del derecho constitucional, creando incluso un tribunal de barones encargados de supervisar su vigencia efectiva.

Como afirma C. J. Friedrich, este hecho sólo se explica en el trasfondo de una tendencia común de todo el Medioevo cristiano a proteger el individuo contra el abuso del poder temporal. De hecho, la Iglesia, sobre todo los funcionarios eclesiásticos, obispos, prelados y abades, apoyaron el movi­miento general para establecer cartas constitucionales en la línea de la Magna Charta, uno de cuyos ejemplos más conocidos son los Fueros de Aragón. De este modo se buscaba defender los derechos del pueblo contra la prepotencia de los señores feudales. Sin embargo, la concentración del poder en los Estados territoriales modernos pondría en peligro este proceso.

1.5         Conclusión. La Cristiandad y sus paradojas

Dentro de la ambigüedad del sistema gregoriano, conviene insistir en el efecto positivo que acabamos de señalar, el cual reviste especial interés para el objetivo de esta reflexión.

En primer lugar, con la doctrina de la plenitudo potestatis se opera, paradójicamente, la desacralización ó laicización del poder temporal,[16] que fue el punto de partida de la eman­ci­pación moderna del sistema medieval, y el presupuesto de la laicidad del Estado moderno. El fin de la misma, en efecto, no era el de sustituir la autoridad política, sino afirmar –aunque de una manera incoherente− la primacía de lo espiritual y la distinción entre religión y política.

Al mismo tiempo, con ella se refuerza el poder de los reyes contra el emperador,[17] proceso que está en el origen de los estados nacionales. Este reconocimiento se volverá contra el papado, cuando los juristas y el clero galicanizante francés lo utilicen para limitar la plenitudo potestatis que se atribuía Bonifacio VIII. Ockham y Marsilio de Padua[18] reclamarán más tarde esa plenitudo potestatis para el Emperador a favor de la paz, amenazada por las guerras constantes entre señores feudales que impedían la constitución de un orden público y legal estable. Finalmente, con la disolución de la Cristiandad los Estados nacionales terminan reivindicando para sí la soberanía, y el derecho canónico que en la Edad Media había absorbido el derecho civil será fuente de las legislaciones nacionales, contra la supremacía Iglesia.

En segundo lugar, esta doctrina tiene un carácter anti-totalitario, ya que sostiene la subordinación del poder político a criterios morales (sobre todo criterios de justicia), externos, independientes y superiores a él. En la Edad Media, en efecto, la Iglesia no reconocía ningún poder político absoluto, mientras que se reconocía a sí misma como un poder absoluto no político, de carácter espiritual (aunque, de hecho, la “apoliticidad” de ese poder absoluto espiritual, que en la práctica es un poder soberano, era más bien ilusoria).[19]

La Iglesia llevó adelante en la Edad Media una obra de creación de cultura, y se convirtió a través del derecho canónico en la gran maestra del pensamiento jurídico profano, contribuyendo al nacimiento de los Estados modernos y sus instituciones. Pero el precio que debió pagar por ello es la “contaminación política” del principio de primacía de lo espiritual: la fe católica ortodoxa se convirtió en la base de la organización político-jurídica del Estado, proceso que traería consecuencias inacep­tables, como por ej., la fe como condición de ciudadanía, la herejía como crimen, la inquisición, etc.

2           La política en la teología escolástica

Antes de terminar con el apartado referido a la Edad Media, es importante hacer una referencia al pensamiento político de algunos teólogos escolásticos que reflejan una corriente de la Tradición más equilibrada, menos condicionada por las luchas políticas, y que en muchos sentidos sirve de nexo con el pen­samiento moderno y, sobre todo, con la democracia.

2.1         Santo Tomás: el bien común específico del Estado
  1. Tomás acepta sólo de un modo limitado la doctrina aristotélica de que la ley tiene como fin hacer virtuosos a los ciudadanos.[20] El fin de la ley civil es, ante todo, procurar la tranquilidad temporal del Estado. Esto indica una importante diferencia entre aquélla y la ley divina: una y otra tienen propósitos diferentes. La ley civil está referida sólo a la con­ducta exterior en el campo de las relaciones interper­sonales, objeto específico de la justicia, aunque ello supone muchas veces actos de otras virtudes (como, por ej., el coraje en el soldado). De ahí que la ley civil no puede prescribir actos de todas las virtudes, y deba limitarse a los actos externos en cuanto ordenados al bien común.[21]

Por este motivo, el bien común político (bonum publicum), es decir, el específico de la comunidad política, no se identifica con el concepto de bien común integral, sino que tiene un contenido más limitado. No incluye, por ejemplo, el bien común privado de la familia; ni el de cualquier otra comunidad perfecta en la cual los ciudadanos participan (ej., la Iglesia); ni los bienes humanos esencialmente individuales como la fe y la religión. El bien común político no persigue el ideal de la justicia completa, sino sólo el objetivo de la paz civil, que consiste en: 1) evitar actos contrarios a ella; 2) garantizar concordia; 3) satisfacer las necesidades vitales de los miembros de la sociedad. De todo esto, J. Finnis concluye:

“[Para S. Tomás] aquellos vicios de disposición y conducta que no tienen una relación significativa, directa o indirecta, a la justicia y la paz no son de la incumbencia del gobierno del Estado o la ley. Esta posición no es adecuadamente diferenciable del “grande y simple principio” (grand simple principle) del libro de John Stuart Mill On Liberty.”[22]

2.2         El gobierno limitado
  1. Tomás establece una distinción entre gobierno despótico, real (no necesariamente monárquico) y político.[23] En el pri­mero, los gobernados no son ciudadanos libres e iguales, y carecen de derecho a resistir. Por su parte, un gobierno es real cuando su poder es plenario.[24] Este poder, sin embargo, a diferencia del primer caso, tiene limitaciones, ya que el gobernante queda sujeto a sus propias leyes. Éstas (por ejemplo, los impuestos) constituyen, además, un contrato con los súbditos, fuente de obligaciones mutuas. Frente a un incumplimiento grave de sus obligaciones por parte del gobernante, cabría repudiar su autoridad. Finalmente, un gobierno es político (como opuesto a real) cuando el gober­nante es limitado por las leyes del Estado hechas expre­samente para regular y acotar el poder, y su competencia se circunscribe a determinadas materias.

Para S. Tomás, el gobierno no debe estar sobre las leyes sino que debe ser apropiadamente regulado y limitado por ellas, como sucede en las dos últimas formas mencionadas. Pero este autor da la impresión de preferir la forma “política”, en cuanto el poder en ella se encuentra limitado por leyes elaboradas con ese propósito. Y más precisamente, expresa su preferencia por el gobierno mixto, con múltiples oficios públicos trabajando en armonía, y combinando el principio monárquico, aristocrático y democrático.

“Para la buena constitución del poder supremo en una ciudad o nación es preciso mirar a dos cosas: la primera, que todos tengan alguna parte en el ejercicio del poder, pues por ahí se logra mejor la paz del pueblo, y que todos amen esa constitución y la guarden, como se dice en II Polit. La segunda mira a la especie de régimen y a la forma constitucional del poder supremo. De la cual enumera el Filósofo, en III Polit., varias especies; pero las principales son la monarquía, en la cual es uno el depositario del poder, y la aristocracia, en la que son algunos pocos. La mejor constitución en una ciudad o nación es aquella en que uno es el depositario del poder y tiene la presidencia sobre todos, de tal suerte que algunos participen de ese poder y, sin embargo, ese poder sea de todos, en cuanto que todos pueden ser elegidos y todos toman parte en la elección.”[25]

Es cierto que en otros pasajes designa el regnum (el gobierno de una persona, elegida o no) como la mejor forma de gobierno. ¿Cómo compatibilizar estas dos preferencias?: 1) el regnum es mejor “si no está corrompido”; sin embargo, en las condiciones del mundo real es preferible el gobierno mixto; 2) el gobierno mixto es el mejor tipo de regnum, ya que este régimen permite alcanzar a la vez la unidad de decisión, distinción de responsabilidades y participación.

También avala la idea del poder político limitado el concepto de representación política, es decir, el proceso por el cual el manejo de los asuntos públicos es ejercitado por un número restringido de ciudadanos, con el consenso explícito de todos, en su nombre y de modo obligante para ellos,[26] sin que ello esté ligado necesariamente a la elección de representantes.

La representación así definida es una adquisición del Medioevo. En la polis ateniense, la asamblea popular reunía a todos los ciudadanos. En Roma, el Senado no era un cuerpo representativo, ya que era la asamblea de las familias nobles, y de todas ellas. Los primeros sistemas representativos tienen origen en el seno de la cristiandad. El modelo originario fueron los concilios, que no se concebían sencillamente como reuniones de obispos, sino como representación del conjunto de la cristiandad. También fueron representativos los capítulos generales de los monasterios. En la época feudal, el pacto de vasallaje contenía, de un modo implícito, la idea de representación: el señor se comprometía a proteger los intereses del vasallo, y en caso de no hacerlo, el súbdito quedaba desligado de su obligación de obedecer, lo cual constituía en la práctica un derecho de resistencia legítima. Hubo también representación (corporativa) en las ciudades. Más aun, en todos los países de Europa central y occidental (y no sólo en Inglaterra), surgen los consejos del reino, donde la idea de representación se llevaba a la escala de las grandes comunidades nacionales.[27] El sistema representativo, a nivel nacional, se desarrolló en España antes que en cualquier otro país de Europa, desde el s. XIV.[28]

El concepto de representación, vigente bajo diversas modali­dades en la vida política y religiosa medieval, es expuesto cla­ramente por S. Tomás:

“Pero ordenar algo al bien común corresponde, ya sea a todo el pue­blo, ya a alguien que haga sus veces (alicuius gerentis vicem multitudinis). Por tanto, la institución de la ley pertenece, bien a todo el pueblo, bien a la persona pública que tiene el cuidado del mismo.”[29]

Según la interpretación de J. Maritain,[30] esta noción de “vicariato” tiene dos implicancias. La primera es que el pueblo, al investir sus gobernantes, no pierde en modo alguno su de­recho a gobernarse a sí mismo: los gobernantes, por ser vi­ca­rios del pueblo, están investidos del poder per participationem (es decir, sólo en la medida de sus poderes), mientras que el pueblo retiene el derecho y autoridad para gobernar, que residen en él per esentiam, y que no pierde al designar a sus representantes.

Pero, en segundo lugar, el hecho de que los gobernantes posean sólo el ejercicio del poder y no el derecho en sí, no impide que tengan una autoridad genuina, si bien delegada: no son meros instrumentos de la voluntad general sino que conservan un grado de autonomía legítima en la búsqueda del bien común, incluso incurriendo eventualmente en el desa­grado popular. Lo cual no es óbice para que sean responsables ante el pueblo por su gestión.[31]

2.3         De Santo Tomás a Guillermo de Ockham

Si bien las ideas de S. Tomás sobre la política y el derecho revelan la influencia de Aristóteles, ante todo tienen raíz en su pensamiento teológico. Para él, toda ley humana positiva es aplicación o especificación de la Ley Eterna, la cual es la misma Razón Divina que gobierna el universo y de la cual participa todo ser humano a través de su razón. Éste es precisamente el significado de la ley natural: los principios morales universales que conoce todo hombre, cualquiera sea su credo, por el funcio­namiento natural de su razón, conocimiento que el pecado puede oscurecer pero nunca borrar totalmente su corazón. La doctrina de la ley natural abre así un amplio terreno común entre cristianos y no cristianos, justos y pecadores, sobre lo que es bueno y, por lo tanto, también sobre los fines de la comunidad política y los fundamentos de la convivencia social.

Sin embargo, S. Tomás no llega, a partir de estas premisas, a cuestionar la convicción profundamente arraigada en su tiempo −y que, como veremos, perduraría todavía por varios siglos− acerca de la necesidad de una religión única como fundamento de la unidad social. Por ello atribuye al Estado, p. ej., la función de castigar a los herejes, si bien no la de utilizar medios coactivos para forzar la conversión de los infieles. En los países cristianos sólo los creyentes podían gozar de plena ciudadanía.

Por otro lado, si bien su concepto limitado del Bien Común cons­ti­tuye un límite teórico para la competencia de la ley y de la auto­ridad política, la iniciativa para hacer efectivo ese límite co­rres­ponde exclusivamente al propio gobernante. Y aunque defiende el derecho de resistencia a la opresión, lo hace de un modo genérico, sin percibir todavía la necesidad de límites no ya morales sino específicamente institucionales al poder.

Guillermo de Ockham representa una tradición de pensamiento político alternativo. Para él, en efecto, la ley natural no está fun­dada en la Razón Divina, sino en su Voluntad omnipotente. El bien y el mal son lo que Dios prescribe como tales, sin que podamos acceder al fundamento de su decisión soberana. En consecuencia, la posibilidad de llegar a un consenso mínimo en torno a los bienes y fines de este mundo entre justos (los que deciden obedecer) y pecadores (los que deciden desobedecer) será mucho más reducida y problemática que en el primer planteo.

Pero precisamente por tal motivo, Ockham no sólo reconoce mayor amplitud que S. Tomás al derecho de resistencia, sino que pone un especial énfasis en la limitación del poder, tanto el del Estado como el pontificio, de modo que ni en la Iglesia ni en la sociedad civil se coarte la libertad de los súbditos. Al mismo tiempo aboga, en la línea de la tradición gelasiana, por una mayor separación entre la Iglesia y el Estado, y de la religión de cada persona respecto de su condición de ciudadano, de modo que cristianos y no cristianos debían tener los mismos derechos.

2.4         Influencia en la escolástica española

La idea medieval del gobierno limitado fue profundizada en el s. XVI por la neoescolástica española,[32] representada por autores como Suárez, Vitoria, Cobarrubias y Mariana, siguiendo la misma línea de la tradición medieval, que puede compendiarse en las siguientes tesis: 1) todos los hombres son iguales por naturaleza; 2) la soberanía no corresponde, por tanto, al rey; la República entera es sujeto de la soberanía; 3) no obstante, por razones de eficacia, la República puede y debe elegir a alguien y encomendarle la tarea de gobernar; 4) siendo los gobernantes delegados del pueblo, su poder llega únicamente hasta donde el pueblo mismo decida; 5) al ser delegados del pueblo, el poder de los gobernantes no es absoluto; está limitado por las leyes; 6) además, puesto que los gobernantes son delegados del pueblo, su poder no tiene por qué ser vitalicio; la dele­ga­ción puede ser temporal; 7) el pueblo, que nunca renuncia totalmente a sus derechos, debe ejercer un control sobre los gobernantes y puede incluso hacerlos dimitir.[33]

[1] Cf. M. Rhonheimer, Christentum und säkularer Staat, 57-62.

[2] S. Gregorio Magno, Registri Epistolarum, Liber III, Epístola 65, Migne, Patrología Latina 77, 663.

[3] En el mismo sentido, se pronuncia S. Isidoro de Sevilla (556-636): el fin del poder terrenal no es otro que el de imponer con la amenaza de castigo lo que el clero enseña, cf. Sententiae, Lib. III, cap. 51, Migne, Patrología Latina 83, 723-724. La función del Estado es de naturaleza eclesial.

[4] Nos referimos a las dinastías de los otones (Sajonia, 962-1024), los sálicos (Franconia, 1024-1125), hasta el Concordato de Worms, 1122, que pone fin a la Querella de las Investiduras y marca el comienzo de una nueva relación entre el poder espiritual y el político. El Imperio prolonga su existencia hasta 1806 cuando Francisco II renunció a la corona imperial para mantenerse únicamente como emperador austríaco.

[5] M. Rhonheimer, Cristianismo y laicidad, 50-51.

[6] Cf. H. J. Berman, Law and Revolution: The Formation of the Western Legal Tradition, Harvard University Press, Cambridge – London, 1983.

[7] El término fue creado por Henry-Xavier Arquillière, L’agustinisme politique. Essai sur la formation des théories politiques du Moyen-Age, J. Vrin, Paris, 19552.

[8] Hasta entonces, regularmente el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico solía proponer y hacer elegir su candidato a papa.

[9] Entre otras cosas, este documento establece: “Que todos los príncipes deben de besar los pies solamente del Papa” (XII); “que le es lícito deponer a los emperadores” (XII), “que el Papa puede eximir a los súbditos de la fidelidad hacia príncipes inicuos” (XXVII).

[10] Como veremos más adelante, el enfrentamiento entre la Iglesia y el Imperio no concluyó con el Edicto de Worms. Más adelante, Inocencio III (1198-1216) se enfrentaría con Otón IV, y llevaría a su apogeo el poder del papado. Pero distinta suerte correría Bonifacio VIII (1296-1303), quien pierde su lucha con Felipe IV. Tras la muerte del primero tiene lugar el episodio conocido como “Cautiverio de Avignon” (1308-1377), en el cual la sede del pontificado es trasladada a esa ciudad y el mismo es sometido a los designios del monarca francés.

[11] Bernando de Claraval, De consideratione ad Eugenium Papam. Se trata de 5 libros, el primero de los cuales fue escrito en 1149. Para un comentario de algunos pasajes de esta obra, cf. M. Rhonheimer, Christentum und säkularer Staat, 75-82. En rigor, esta doctrina se origina anteriormente, en 1076, con el emperador Enrique IV, quien a través de ella intenta fundamentar su pretensión de control sobre la Iglesia, y luego es revertida por Gregorio VII para defender la supremacía del poder espiritual, y finalmente sirvió para justificar el creciente rol político del Papa. En todos los casos se trata de una argumentación ad-hoc, sin consistencia teológica.

[12] M. Rhonheimer, Cristianismo y laicidad, 60.

[13] Cf. Bernando de Claraval, De consideratione ad Eugenium Papam. Para un comentario de algunos pasajes de esta obra, cf. M. Rhonheimer, Christentum und säkularer Staat, 75-82.

[14] Tras el atentado de Agnani, en el cual tropas francesas e italianas tomaron prisionero al papa, éste fue rápidamente liberado pero falleció como consecuencia de este hecho. Luego de su muerte, Felipe IV logró que la sede pontificia se trasladara a la ciudad de Avignon, iniciando el período conocido como “Cautiverio de Avignon” (1309 a 1377). Este episodio dio pie al llamado Cisma de Occidente (1378 a 1417), en el cual dos e incluso tres obispos se disputaron la autoridad pontificia. Finalmente, el Concilio de Constanza (1414-1418) designó como Papa a Martín V. Éste inmediatamente se opuso a los cánones conciliares que reivindicaban para el concilio ecumé­nico la suprema autoridad de la Iglesia, incluso sobre el papa (conciliarismo). Dicha doctrina fue condenada finalmente por el Concilio V de Letrán (1516). El tema de la relación entre el Pontífice y los obispos, la Iglesia universal y las Iglesias locales, volvería a plantearse en los concilios Vaticano I y II sin llegar a una solución clara. La unilateral victoria del papado frente al conciliarismo está en la raíz de la fuerte centralización de la Iglesia actual.

[15] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.98, a.1c: “Ahora bien, es preciso saber que uno es el fin que se propone la ley humana, y otro el de la divina. Es el fin de la ley humana la tranquilidad temporal del Estado. Esto lo alcanza cohibiendo los actos exteriores en aquello que pueden alterar la paz del Estado. Pero la ley divina mira a conducir a los hombres al fin de la eterna felicidad, lo que es impedido por cualquier pecado y acto, sea exterior, sea interior”.

[16] Cf. M. Rhonheimer, Cristianismo y laicidad, 57ss.

[17]Rex est imperator in regno suo”, Inocencio III, Bula Per venerabilem (1202).

[18] Cf. Defensor pacis, I, 19, 12.

[19] Cf. M. Rhonheimer, Christentum und säkularer Staat, 104.

[20] Sigo a J. Finnis, Aquinas, 222-228.

[21] Cf. S.Th. I-II, q.96, a.3c.

[22] Cf. J. Finnis, Aquinas, 228.

[23] Cf. S. Tomás, Sententia libri Politicorum, 1.1.

[24] Gobierno real no se identifica, por lo tanto, con régimen monárquico (ejercido por uno solo), ya que podría ser ejercido por una asamblea aristocrática o democrática.

[25] S.Th. I-II, q.105, a.1.

[26] Esta definición pertenece al jurista alemán Robert von Mohl (1799-1875), teórico del Rechsstaat como opuesto al Estado policial aristocrático.

[27] Cf. A. J. Carlyle La libertad política, 33. En España, los repre­sentantes de las ciudades fueron convocados por primera vez a los grandes consejos del reino, más de cien años antes del “Parlamento modelo” de 1295, en Inglaterra (ibid.).

[28] No se puede considerar, en cambio, como auténtica repre­sen­tación la de carácter teológico-político ejercida por el emperador romano, por los emperadores germánicos después de Carlomagno (que se atribuían el título de Vicarius Christi) o la del papa porque, al igual que más tarde el soberano de Hobbes, no implicaba respon­sa­bilidad ante el pueblo.

[29] S.Th. I-II, q.90, a.3 c.; cf. también S.Th. I-II, q.97, a.3, ad.3.

[30] J. Maritain, El hombre y el Estado, 154-157.

[31] En esta misma línea de interpretación: E. Chiavacci, “Política”, 1443.

[32] Identificada también como Escuela de Salamanca.

[33] Cf. L. González-Carbajal, Entre la utopía y la realidad, 245-247.